Rusia vuelve por donde solía

A finales de la era soviética un jerarca desilusionado dijo de su país que era como el Alto Volta con misiles intercontinentales. El estado centroafricano ya no tiene el mismo nombre y la URSS ni siquiera existe. Su sucesor ha cambiado de semejanza. La Federación Rusa es ahora más bien como Arabia Saudí con los mismos misiles y bombas atómicas de antes.

Escribe Manuel Coma en GEES que para el gran eslavo el piélago de petróleo y gas sobre el que flota no es un instrumento de opulencia y de propagación de una doctrina –en el símil medioriental el islam wahabita– sino un arma de poder e influencia de rentabilidad mucho más inmediata y práctica que todo el arsenal nuclear, aunque también sirve para financiar el mantenimiento de éste como símbolo de superpoderío y preservador último de una blindada autonomía de acción.

El oro negro es una auténtica peste para muchos subdesarrollados a los que malogra como a jóvenes malcriados la fortuna de un padre riquísimo.

La Rusia de Putin está sabiendo utilizarlo muy bien, no para afianzar el futuro económico del país, como por ejemplo los sabios noruegos, sino para dar pasto a sus históricos complejos de inferioridad, afirmándose mediante los métodos de intimidación que aparentemente le han dado tan buenos resultados durante siglos y que le proporcionaron una expansión que la convirtió en el estado más grande del mundo.

Un gigante con macrocefalia nuclear, un elefantiásico cuerpo energético y unas extremidades inferiores tan endebles como lo han sido siempre.

Rusia ha vuelto por donde solía. En la segunda mitad de los 80, en plena perestroika, el ansia popular era ser un país «normal», es decir, como los occidentales. El rasero por el que se medían las usanzas políticas locales era ante todo el sistema americano. Ya no. La «norma» vuelve a ser la de siempre. La concentración de poderes y el autoritarismo tradicional sobre los que los bolcheviques señorearon.

Resultó traumática la experiencia de los noventa con el pseudocapitalismo cleptocrático que construyó inmensas fortunas de la noche a la mañana apropiándose de los activos del estado, bajo el patrocinio del errático Yeltsin, mientras la inflación pulverizaba los considerables ahorros que unos ciudadanos que no tenían en qué gastar habían acumulado durante el régimen anterior, creando así una angustiosa inseguridad.

Putin llegó al poder en el 2000 como un puro producto de ese sistema en que el Estado de Derecho brillaba por su ausencia y la oligarquía dominaba lo económico y trataba de adueñarse de lo político, arrastrando por los suelos el nombre mismo de la democracia.

Nada tiene de extraña, pues, la abismal tasa de aceptación del 2 por ciento con la que fue recibido. Lo extraordinario fue la rapidez con la que consiguió remontar hasta cotas de entre el 70 y el 80 por ciento en la que se ha mantenido, algo en lo que un gobernante occidental ni se atreve a soñar y que no deja de recordarnos que Rusia es otra cosa, con la que los rusos se vuelven a sentir satisfechos.

Elemento esencial de esa reconciliación del pueblo con el poder fueron los numerosos «abu-ghraibs» elevados al cubo de la guerra de Chechenia, timoneados por Putin con pulso firme, aunque ni siquiera haya llegado a ganar del todo la guerra. Pero ya se ve que no todos somos iguales y lo que a unos hunde a otros reflota.

Los estratosféricos precios del petróleo también acudieron felizmente en su ayuda. Si el uso que hace de esa fácil riqueza surgida de las profundidades puede estar comprometiendo a la larga el futuro del país, al menos ha sabido garantizar el presente de sus conciudadanos que en cuanto han visto asegurado el día a día han vuelto a interesarse por temas menos prosaicos, como todo lo que atañe a un férreamente arraigado orgullo nacional, malherido por las pérdidas territoriales y de posición internacional que reportó la desintegración soviética, lo que visto desde las orillas del Moscova parece un latrocinio tan claro como el perpetrado por los barones económicos, si bien más humillante, por provenir de las altaneras democracias occidentales.

Putin, que se ha empleado a fondo y con notable éxito en la restauración del maltrecho estado en su versión cada vez más descaradamente autocrática, se ha dedicado con la misma intensidad y como parte del mismo esfuerzo a restablecer la posición internacional de preeminencia a la que Rusia se siente acreedora por lo menos desde el siglo XVIII.

Sin buscar la confrontación directa se ha dedicado a explotar las dificultades de Estados Unidos y a amigarse a ese propósito con muchos de los impresentables de este mundo, como con resultados internacionales opuestos y parejos azares futuros, gusta de hacer nuestro Zapatero.

En este contexto el polinomio Rusia, república exsoviética, energía y Europa vuelve a manifestarse a finales del 2006 de la misma manera que un año antes.

Si entonces fue el corte del suministro de gas a Ucrania, y todo lo que queda detrás hacia donde se pone el sol, ahora ha sido el petróleo a Belarús, afectando a Polonia, Alemania, Eslovaquia y Hungría. Nadie se hace ilusiones de que podamos desengancharnos fácil y prontamente de esa dependencia energética. Pero está claro que el problema es grave y que Rusia no se llevará el premio del vecino ideal.

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