El niño de Al Qaeda


(PD).- El relato es estremecedor y los degrana con maestría Ignacio Cembrero en El País. Su protagonista se llama Elías Mejjati, que en 2003 fue apresado por la policía secreta saudí cuando sólo tenía 10 años. ¿Motivo? Su padre era un miembro de Al Qaeda que había luchado en Bosnia y Afganistán.

Ahora ahora tiene 15 años, no está escolarizado, padece trastornos hormonales –pesa 130 kilos– y una enfermedad psíquica contraída en la cárcel, pero Elías Mejjati tenía 10 años cuando fue apresado, junto con su madre, Fatiha, el 23 de marzo de 2003 por la policía secreta saudí a la salida del oftalmólogo en Riad.

No en balde era el hijo de Karim Mejjati, un franco-marroquí que se adhirió a Al Qaeda, con la que luchó en Bosnia y después en Afganistán contra la intervención estadounidense en 2001.

Tras un largo periplo por tres países de Asia Central (Afganistán, Pakistán y Bangladesh), la familia Mejjati – los padres y sus dos hijos Elías y Adam – se instaló en Arabia Saudí con una falsa identidad. El padre, Karim, y el hijo menor, Adam, lograron escapar de la redada en la que cayeron, hace cuatro años, la madre y el primogénito.

Elías y su madre pasaron un año en cárceles administradas por los servicios secretos saudíes y marroquíes antes de ser puestos en libertad. Nunca vieron a un abogado ni a un juez instructor.

Durante los 12 meses que pasó detrás de los barrotes, Elías no fue torturado físicamente, pero sí interrogado durante largas horas, privado de sueño, obligado a dormir en el suelo, y recibió a veces una alimentación escasa.

Escuchó, eso sí, los gritos de los torturados y, en una ocasión, vio a uno de ellos en un potro de castigo. Su principal entretenimiento era dibujar. Estas páginas reproducen algunos de sus dibujos.

Un año después de su excarcelación, Elías se enteró por la televisión de que su padre y su hermano Adam, de 10 años, acababan de morir a balazos en Al Rass, el 5 de abril de 2005, junto con otros 17 miembros de Al Qaeda acorralados por las fuerzas de seguridad saudíes.

La batalla duró dos días. Adam, que tenía 11 años, fue el último en caer, según una versión oficiosa. En lugar de atender la orden de rendirse que le daban sus sitiadores por megáfono, empuñó el arma de su padre, que no sabía manejar, y fue acribillado. La fotografía de su cadáver en el depósito de Al Rass se ha convertido en un icono de los vídeos de Al Qaeda.

Elías, que ahora tiene 15 años, no está escolarizado, padece trastornos hormonales – pesa 130 kilos – y una enfermedad psíquica contraída en la cárcel. Se encuentra en tratamiento psiquiátrico y está tomando antidepresivos.

En su piso de la calle de Orán, en Casablanca, donde vive con su madre, ha narrado por primera vez su experiencia carcelaria a lo largo de cuatro días. Lo ha hecho con una minuciosidad asombrosa y también con muchas lágrimas en los ojos. Sus palabras han sido recogidas en exclusiva para El País Semanal. Éste es su estremecedor relato:

«El vecino que nos condujo en automóvil hasta la consulta del oftalmólogo estaba rodeado por una decena de hombres barbudos vestidos con khamis (chilabas blancas). Parecían musulmanes piadosos. Le pregunté quiénes eran y me contestó:

‘Mojabarats’ (agentes de la policía secreta).

Busqué apresuradamente a mi madre y se lo dije. No me creyó. Pensó que tenía demasiada imaginación. Volvimos pues al coche. Subí los cristales y empecé a destruir las casetes que ensalzaban la yihad (guerra santa), una de ellas con las palabras que Bin Laden pronunció en una boda en Afganistán. Uno de los barbudos se acercó y golpeó la ventanilla con los nudillos. La bajé. ‘Soy del Ministerio del Interior’, nos dijo. Nos pidió que nos identificásemos. Dimos nuestros nombres falsos. Se aposentó en el puesto del conductor, y el vecino que nos acompañaba se tuvo que instalar en el asiento del copiloto. Yo me senté sobre sus rodillas.

Detrás se colocaron mi madre, la esposa del vecino y una mujer policía. Nos escoltaban, delante y detrás, varios todoterrenos oscuros con los cristales ahumados. Yo estaba muerto de miedo. Me iba a estallar la cabeza. Recordaba a mi padre y a sus amigos hablar de la temible cárcel de Roueis. Nos condujeron a la prisión de Aaricha.

Al llegar a nuestro destino me separaron de mi madre. Me introdujeron en un despacho en el que había coca-colas, shawarmas (finas láminas de carne de cordero envueltas en pan de pita) y chuches. Me empezaron a hacer preguntas. Hablé por los codos. Les conté cualquier cosa empezando por que era de Qatar. Entonces hablaba árabe con acento del Golfo. El islam prohíbe mentir, pero yo me vi obligado a hacerlo porque estaba en manos del enemigo. Es uno de los casos en los que se permite una excepción.

Después, cuando me reencontré con mi madre, la escuché pronunciar su verdadero nombre ante los policías que la interrogaban. Fue un mazazo. No comprendí en aquel momento que estaba confesando parte de la verdad para tratar de ganar tiempo, para que mi padre y mi hermano pudieran huir de la casa en la que vivíamos en Riad antes de que irrumpiesen los mojabarats. Uno de los agentes me gritó entonces enloquecido: ‘¡Nos has mentido!’.

Nos interrogaron hasta medianoche. Esa noche no cené. Tenía miedo de que me envenenaran. Nos instalaron en una amplia habitación convertida en celda. Las auténticas celdas debían de estar reservadas a los hombres, y mi madre era probablemente la única mujer encarcelada. A nuestro lado durmió esa noche una funcionaria de prisiones. En realidad, nuestra cancerbera era militar. Entre ellas se llamaban por su graduación (caporal, sargento?). Ella dormía en la cama, y nosotros dos, sobre la moqueta. Hice la oración del Icha – la última del día – con mi madre. Lloré mucho bajo las sábanas. Me acordaba de mi padre y de mi hermano. Estaba tan cansado que me acabé durmiendo. Tuve pesadillas.

A las ocho de la mañana tocó sesión fotográfica idéntica a las que someten a los criminales. Las custodias querían que fuera solo. Mi madre se negaba, pero yo le dije que ya me las apañaría. Me hicieron fotos de perfil, de frente y hasta de la nuca. Me midieron, me pesaron y me tomaron las huellas dactilares de todos y cada uno de los 10 dedos, y después, de las dos manos al completo. Por la tarde nos volvieron a interrogar, pero esta vez ya no me separaron de mi madre.

Aquel día apareció en nuestro cuarto-celda un hombre cuya apariencia externa me hizo creer que pertenecía a Al Qaeda. Sus modales eran suaves y, como todo musulmán piadoso, llamaba a mi madre ourti (hermana). ‘Este niño no debe quedarse aquí’, dijo refiriéndose a mí. ‘¿No tienen ustedes familia en Riad que le pueda hospedar?’, preguntó a mi madre. Me trajo ropa nueva, zumos de frutas, una pizarra, un juego de Lego y un ordenador infantil de ayuda al aprendizaje del Corán, del que yo ya conocía de memoria 43 capítulos. Después ordenó que se cambiase la moqueta de la habitación y trajeron también un aparato de aire acondicionado. Más tarde supimos, a través de nuestras vigilantes, que era el general Ghanati, el jefe de la policía secreta.

Mi madre no daba su brazo a torcer durante los interrogatorios. ‘¿Sabe que hemos encontrado un Kaláshnikov durante el registro de su vivienda?’, le soltó uno de los interrogadores. ‘No es verdad, porque no había armas en esa casa, aunque ya me habría gustado tenerlas’, le respondió desafiante. ‘¿Y para qué las hubiese querido?’, insistió el agente. ‘Para matar a Bush y a Sharon’, contestó al policía. La única amenaza que de verdad la angustiaba se la formuló un policía marroquí de los que se sumaron, a finales de mayo, a los interrogatorios: ‘Si usted no coopera, vamos a tener que separarla de su hijo’.

El tercer día, tras el interrogatorio, tuve una tremenda sorpresa. Bajábamos por la escalera. Un portón con un ojo de buey estaba abierto. Daba a un largo pasillo con media docena de puertas también abiertas que parecían ser pequeñas celdas. Apestaba a tabaco. Me asomé sin atreverme a adentrarme por el pasillo. En una de las primeras mazmorras, un hombre estaba atado a una silla. Sólo vestía ropa interior, una camiseta blanca y un calzoncillo corto negro, manchados con sangre seca. Su barba daba la impresión de haber sido parcialmente arrancada. Le reconocí: era el vecino que amablemente nos condujo en coche hasta el oftalmólogo. De pie, a su lado, un hombre con un rostro repelente agarraba con la mano un látigo. ‘¿Qué hace aquí este niño?’, vociferó al descubrirme. ‘¡Llévenselo!’. Nunca vi a ningún otro preso, pero sí les escuché caminar arrastrando las cadenas con sus pies cuando les llevaban al interrogatorio. Aún hoy recuerdo ese siniestro ruido de metales sobre la piedra.

Meses después, en la cárcel de Marruecos, en vísperas de la fiesta del Aid el Kebir escuché a otro hombre gritar ‘Alá u Akbar’ (‘Dios es el más grande’) al tiempo que le azotaban. En otra ocasión, un preso pedía con alaridos a Alá que le socorriese. Recuerdo también las voces suplicantes de hombres rogando clemencia a unos verdugos que no paraban de insultarles.

El día más triste de mi encarcelamiento en Riad fue el 11 de mayo de 2003. Nos entregaron en la prisión libros, cuadernos y casetes que se habían incautado en la que fue nuestra casa. Nuestras pertenencias estaban mezcladas con las de los vecinos que nos condujeron al oftalmólogo. Me pidieron que separase las unas de las otras. Ahí encontré los cuadernos de mi hermano Adam. Lloré. Lloré amargamente al tiempo que hacía invocaciones a Alá pidiendo que castigara a mis verdugos. Mi llanto se contagió a una de las custodias.

Al día siguiente nos despertamos con las imágenes mudas en la televisión saudí de unos edificios derruidos. Supimos después que habían sido derribados por nueve muyahidin. [En los atentados suicidas de Riad del 12 de mayo de 2003 hubo 45 muertos, entre ellos 8 norteamericanos y 9 kamikazes]. Uno de ellos era Khaled al Juhani, el hermano que nos recibió y nos hospedó cuando llegamos a Arabia Saudí. Mi madre dice que esa primera operación de Al Qaeda en Riad [en noviembre se produjo otra de similar envergadura] nos estuvo dedicada, que Al Juhani renunció a sus proyectos personales – andaba buscando novia porque quería casarse – para vengarse de nuestro encarcelamiento.

Al cumplirse los dos meses de nuestro ingreso en prisión, nuestra situación se agravó. Nuestras carceleras se volvieron arrogantes, nos cerraban con llave la puerta de la habitación y hasta se llevaron el aire acondicionado. Los horarios de los interrogatorios cambiaron. Empezaban sobre las ocho de la tarde y se prolongaban hasta las dos o las tres de la madrugada. Regresábamos entonces al cuarto-celda, tardábamos un poco en conciliar el sueño y a las ocho nos sometían a un registro cotidiano. Apenas podíamos dormir. Una vez, como tardaba en levantarme, volcaron el colchón y me tiraron al suelo. No teníamos ningún objeto prohibido. ¿Cómo habríamos podido introducirlo si no recibíamos paquetes ni visitas? Ni siquiera salíamos a pasear al patio porque sólo nos ofrecieron hacerlo en las horas más calurosas del día.

Durante los interrogatorios, dos agentes nos solían formular las preguntas; uno hacía de poli bueno, y el otro, de poli malo, y otros tres apuntaban las respuestas. Dos escribían de izquierda a derecha. Tomaban notas en francés y no en árabe. Descubrimos así que eran marroquíes. Pertenecían a la Dirección de Supervisión del Territorio (DST) de Marruecos. Desde que desembarcaron en Riad, las cosas empeoraron para nosotros.

Todavía se deteriorarían más. Tras 80 días de detención nos hicieron recoger nuestras pertenencias – me dijeron que mis juguetes serían trasladados más tarde – y nos metieron en un coche que mi madre llamaba ‘vehículo tumba’. Por fuera era un automóvil alargado que parecía normal. Por dentro era una tumba pequeña, insonorizada y sin ventanas. En el interior, el calor era sofocante. Circulamos media hora y llegamos a nuestra nueva cárcel. Nos despedimos de la guardiana que nos vigiló durante el trayecto.

Franqueamos, ya a pie, un montón de puertas y nos topamos con el director del establecimiento. Agarró el bolso que llevaba mi madre y lo tiró al suelo. ‘¡Tenga cuidado, contiene un Corán!’, le advirtió mi madre. ‘¿Qué te has creído? ¿Que eres la única musulmana aquí?’, le contestó.

Nuestro calabozo era enorme, tenía unos cien metros cuadrados, varias camas de cemento con colchones de espuma, una mesa de cemento rodeada de taburetes metálicos clavados en el suelo. Parecía un cementerio con techo. Dieciséis largas luces de neón lo iluminaban las 24 horas del día. Entre la temperatura exterior, el neón y la carencia de aire acondicionado, aquello era un horno pestilente. Los servicios estaban en una punta de la habitación, tan sólo separados por unas puertas batientes, y carecían de ventilación. Las duchas estaban atascadas. Mi madre, que ya estaba menopáusica, se sofocaba. Suplicaba que la dejasen salir al pasillo para respirar algo mejor.

En nuestra nueva cárcel se acabaron los interrogatorios, pero, en cambio, nos mareaban a diario con sesiones fotográficas, tomas de huellas dactilares so pretexto de que las anteriores habían sido mal hechas, muestras de sangre y de orina, visitas al médico, al enfermero, a veces en el preciso momento en el que nos íbamos a acostar. Transcurrió una semana hasta que nos introdujeron de nuevo en el ‘vehículo tumba’, que nos depositó esta vez ante las puertas del salón VIP de un aeropuerto.

El pequeño avión de Saudia [líneas aéreas saudíes] al que nos condujo, rodando por la pista, el ‘vehículo tumba’ era tan lujoso como el salón de espera. Los asientos espaciosos eran de cuero, y nada más despegar nos sirvieron una abundante comida con platos para elegir y con una auténtica vajilla, pero sin cuchillos. Había incluso prensa para leer. Ojeé la revista Al Majall a y me emocioné al toparme con una foto de mi padre. Me dieron permiso para que me quedase con ella. A bordo viajábamos nosotros dos, tres agentes marroquíes, una tripulación árabe y un piloto occidental, a juzgar por el color rosáceo de su piel. Era el 20 de junio de 2003.

No estaba del todo descontento. Me imaginaba que regresábamos a casa, que no tardaría en ver a mis abuelos, acaso irían incluso al aeropuerto a esperarme. El avión hizo una escala técnica en El Cairo. Desde el aire vi las pirámides. Me dormí hasta llegar a nuestro destino tarde por la noche. El despertar fue brutal. Nada más bajar por la escalerilla, varios tipos se me echaron encima, como en las películas, y uno especialmente fortachón me agarró por los hombros y me introdujo en un coche. ‘Vamos a aplicar la ley’, nos dijeron una vez dentro. Nos vendaron los ojos. Estaba en Marruecos y me encontraba aterrorizado. Nunca había tenido tanto miedo en mi vida. Me imaginaba que me iban a torturar con perros, que me amputarían partes de mi cuerpo.

De nuevo una celda bochornosa en pleno verano, pero mucho más pequeña que en Riad; de nuevo los interrogatorios policiales, aunque más cortos que en Arabia Saudí. Suponíamos que estábamos en Temara [a 15 kilómetros al sur de Rabat, donde la DST tiene su sede central y posee además su propia cárcel]. En comparación con nuestra anterior prisión salimos ganando en la alimentación. Era cuidada y abundante, y venía acompañada de refrescos como Fanta o Coca-Cola que nosotros rechazábamos porque son norteamericanos. Sólo en el desayuno bebíamos zumos españoles. Traían, sin embargo, la comida a deshora: el desayuno, pasadas las once de la mañana, y el almuerzo, casi a las cuatro. Pasaba hambre. Mi madre pidió que, con cargo a los 2.000 dólares que nos habían incautado, me compraran chocolate, galletas, etcétera.

Mi madre salió, en cambio, perdiendo en Temara porque nuestros guardianes eran todos hombres y abrían bruscamente la puerta de la celda. Primero optó por no quitarse el niqab so pena de asfixiarse. Después prescindió de él, pero llevaba siempre a cuestas una sábana de lino y, en cuanto oía manipular el cerrojo, se la echaba encima para no ser vista. Peor aún para ella fue que los baños eran colectivos – para media docena de celdas – y estaban muy sucios.

Cada vez que queríamos ir debíamos golpear nuestra puerta, solicitarlo y, a veces, esperar a que se desocupasen. A mi madre le resultaba humillante. Intentaba ir lo menos posible. Dejó de comer y de beber. La veía adelgazar a simple vista. Me asustaba su estado. Además lavábamos a mano nuestra propia ropa, pero no podíamos tenderla porque no estábamos autorizados, no ya a dar un paseo en el patio, sino a salir unos minutos al aire libre. Para mi madre era una mortificación adicional dar su ropa interior a hombres desconocidos para que la colgaran en una cuerda.

Durante varias semanas nos sacaron de la prisión para meternos en dos habitaciones contiguas de un chalé en plena ciudad. Se entreveía la calle a través de las rendijas de las ventanas cerradas a cal y canto. Disponíamos de nuestro propio baño, pero fue allí, sin embargo, donde mi madre se llevó el mayor disgusto de su vida carcelaria. Un cable fino que andaba suelto por el techo me condujo a descubrir una cámara oculta en la habitación. Conseguí extraerla con un cortaúñas. Estábamos furiosos. Yo, su hijo, tenía que salir del cuarto para no ver a mi madre cambiarse, pero resulta que otros hombres la observaban en paños menores. La reacción de mi madre fue tremenda. Creí que se volvía loca. Montamos un escándalo. A los pocos días, en octubre de 2003, nos trasladaron de nuevo a la prisión. A partir de entonces buscaba como un obseso cámaras escondidas en los lugares más recónditos.

Casi no transcurría un día en que mi madre no implorase a los guardianes que me dejasen salir, irme con mis abuelos paternos. Nunca decían ‘no’ a nada. ‘Sí, dentro de 48 horas’, ‘sí, en una semana’, respondían a la petición a la que nunca accedieron. Mamá volvió a la carga con especial ahínco en vísperas de la fiesta del Aid el Fitr [que marca el final del Ramadán]. Cuando comprendimos que no iban a liberarme hizo un largo pedido de chocolatinas, galletas, ropa y juguetes para mí y de productos de aseo e higiene para los dos. Los pagamos nosotros, pero nos trajeron el triple de los champús y desodorantes solicitados. Sospechamos que así nos hacían comprender que nos quedaríamos aún una buena temporada en la cárcel.

A medida que pasaban los días me volvía irascible. Sufría una metamorfosis. Llegué a pegar a mi madre con un juguete que me había regalado. Ella gritaba y aporreaba la puerta rogando que me sacaran de la celda. Después me calmaba y le pedía perdón. Nuestros carceleros debieron de pensar que nuestra relación adquiría tintes peligrosos. Habían hecho todo para destruirnos, pero ahora que estábamos derrumbados preferían que nosotros mismos rematásemos la faena en la calle.

‘Dentro de 24 horas estarán libres’, le dijo, por fin, el responsable a mi madre cuando nos recibió en su despacho. ‘Le conviene guardar el secreto sobre todo lo sucedido estos meses’, le advirtió. ‘A su familia le dirá que han venido directamente de Arabia Saudí’. Mi madre le respondió que ella podía guardar silencio, pero que yo era un niño locuaz como todos los críos. Entonces se dirigió a mí: ‘Elías, si no te callas, crearás problemas a toda tu familia, a tu madre, a tus abuelos’. Me convencí de que debía mantener la boca cerrada. Tenía 11 años y creía que debía ante todo pensar en mi porvenir. Sabía que en la cárcel se sufría mucho, pero no sabía que fuera se puede sufrir aún más.

No queríamos volver a nuestro piso del barrio de Gauthier (Casablanca) porque nos recordaba a mi padre y a mi hermano. No tuvimos más remedio que regresar allí. La familia no era muy proclive a acogernos. Puse todas mis esperanzas en mi abuelo, pero me ha fallado. Ni siquiera me coge el móvil cuando alguna vez le he llamado. Se las arregla para que descuelgue otra persona y ésta dice que está ausente.

No sólo la familia nos rechaza. La sociedad también. Todos desconfían de nosotros. Por lo pronto, les incomoda y les alarma que día y noche, en la puerta de casa o en la calle, nos vigilen cuatro agentes de la DST. Siempre es así desde que fuimos excarcelados. Una vez, en la madraza [escuela coránica], un chaval me dijo que era un hijo de terrorista, que mi padre era un criminal que mataba a los niños y que yo era como él. En la madraza hubo también una redada de la DST. Se llevaron a tres maestros y vino uno nuevo que me aislaba, que no me dejaba mezclarme con los demás. Por eso no quiero volver a la escuela. No tengo amigos. Mi historia, que todos conocen con más o menos detalles, les asusta. Además se ríen de mí porque mi único acompañante, el único que viene a casa, es Abderramán [hijo de una amiga de la madre], que tiene cuatro años. Es mi único compañero de juegos en mi nueva cárcel.

Tengo otro motivo de tormento en el exterior de la prisión: no nos han dejado enterrar a mi padre y a mi hermano. No nos han devuelto sus cuerpos desde que murieron acribillados hace ya 30 meses. Una noche en la cárcel marroquí escuché a un hombre leer el Corán con un acento similar al de mi padre. Pensar que mi padre podía haber caído en sus manos me sobrecogía. Prefiero que esté muerto, prefiero que los seres queridos estén muertos antes de que malvivan detrás de los barrotes. Si hubiese permanecido en la cárcel, acaso me habría suicidado. Se me pasó varias veces por la cabeza, sobre todo cuando conocí a través de Al Yazira la historia de la familia Oufkir [a la que Hassán II impuso un castigo colectivo después de que el padre protagonizase una intentona golpista]. Rauf, el hijo menor, entró con tres años en la cárcel y salió con 18. No soportaba imaginarme 15 años en una celda.

Algunos dicen que la culpa del calvario que vivimos la tiene el general Laanigri [jefe de la policía secreta cuando estuvieron encarcelados en Marruecos]. Pero ¿quién colocó en su puesto a Laanigri? El rey. Esos mismos dicen que el rey no está informado de todo, pero yo respondo que si es él quien gobierna, tiene obligación de saberlo. Y si no es el rey quien decide, entonces es Bush.

Aquellos que hablan de guerra contra el terrorismo no saben que siembran vientos y cosecharán tempestades. El mundo tiene que saber cómo piensa uno de esos niños a los que han robado su infancia y su inocencia y que Al Qaeda sí supo respetar cuando vivíamos en Afganistán. Lloro todas las noches. Mi único padre en la Tierra es ahora Osama Bin Laden. Lucharé como un valiente muyahid, me matarán, y así me reuniré pronto con mi padre».

Llevo la vestimenta de los inmortales

«No me doblegaré, no me quejaré. No aceptaré la infamia de la inacción.Iré majestuoso a pesar de la fatiga y de las cadenas.
No he sido nunca cobarde temeroso del enemigo e inmóvil.O héroe, que te has despedido de tu gente en silencioY te fuiste cantando, sonriendo, cantando el aire de la muerteY diciendo: ‘Perdón, compañeros’.
Larga se hace la añoranza.Quizá el sueño que añoro lo vislumbran [mis] ojos.Por eso, compañeros, visto la vestimenta de los Inmortales.Dichoso quien hacia la inmortalidad se marchó y compró [alcanzó] la dignidad por la Yihad».

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