Los beneficios extraordinarios de la salud pública

Los beneficios extraordinarios de la salud pública

(Michael Gerson).- Es mi intención celebrar una victoria legislativa y moral — la renovación y ampliación de la masiva iniciativa de América destinada a combatir el SIDA global, la tuberculosis y la malaria — con una disculpa.

Hace dos meses, realicé una severa crítica bastante enconada a un grupo de senadores de los Estados Unidos que llamé “los Siete de Coburn,” que estaban poniendo trabas a esta legislación. Estaba convencido de que Tom Coburn – conocido en el Senado como «Dr. No» por poner reparos a casi todos los incrementos del gasto – tenía intención de tumbar la propuesta.

Entonces incurrí en el peor error del crítico espectador: reunirse realmente con el objeto de tu desprecio. Concluí, como de costumbre, que el desprecio es más fácil de lejos. Aunque seguimos teniendo opiniones contrarias en algunos asuntos, Coburn me aseguró cortésmente que su motivación no era la tacañería. Su principal objetivo era incrementar la cifra de personas que reciben tratamiento.

De manera que el registro de la sesión demuestra que: tras un compromiso que daba cabida a sus preocupaciones, Coburn no sólo apoyó la propuesta sino que invitó a los demás conservadores a hacer lo propio.

La ampliación bipartidista del Plan Presidencial de Ayuda de Urgencia al SIDA (PEPFAR) — junto a la iniciativa del presidente contra la malaria – es significativa a un buen número de efectos:

Primero, representa la aprobación del Congreso a una herencia importante de George W. Bush — un enorme y agresivo mecanismo humanitario internacional que deja pequeño el Cuerpo de Paz y carece de igual desde el plan de Marshall. A pesar de las acusaciones de militarismo simplista, la Doctrina Bush incluye realmente tres elementos: la prevención de amenazas emergentes, el estímulo al gobierno autónomo responsable, y la promoción del desarrollo y la salud como alternativas a la desesperación y la amargura.

En servicio a este tercer objetivo, Bush ha hecho más que cuadriplicar la ayuda al África subsahariana. Los americanos son apenas conscientes de este hecho. Los hombres y las mujeres de las aldeas africanas más distantes están mejor informados. Los historiadores lo juzgarán innegable.

Segundo, la aprobación de la ampliación de PEPFAR puso la mejor cara al criticado Congreso de mayoría Demócrata. Cuando pedí a un funcionario de la administración que identificara a algunos de los héroes de esta trifulca legislativa, respondió: «Joe Biden.» “Biden fue increíblemente profesional,” dijo, “paciente con las muestras de histeria de los demás senadores y en busca permanente de un compromiso.” Junto a Howard Berman en la Cámara, Biden alcanzó un acuerdo bipartidista en año de elecciones, en una rama del gobierno abrumada por el cinismo y el rencor. Así es como se supone que funciona el gobierno.

Tercero, esta legislación sirvió para aislar y desacreditar a ese elemento de la política americana que condensa el odio al gobierno hasta una pureza tóxica. Los Senadores Coburn y Richard Burr aceptaron eventualmente un compromiso razonable. Los demás, como Jon Kyl, rehusaron dar su apoyo a la propuesta de ley, pero dejaron que fuera sometida a votación. Finalmente, los Siete de Coburn se redujeron al Senador Jim DeMint – el Uno de DeMint. Con el fin de bloquear la propuesta de ley del SIDA, insistió en mantener al Senado reunido en sesión una mañana de viernes, obligando a algunos de sus colegas a cancelar planes familiares para quedarse en Washington. Cuando resultó que DeMint en persona no se había molestado en quedarse, fue abucheado en el hemiciclo del Senado.

Es obvio a estas alturas que la oposición al gasto del SIDA consiste de una minoría dentro de una minoría conservadora. Y, como observaba G.K. Chesterton, en ocasiones una minoría puede ser una monstruosidad.

El mayor impacto de esta ley, por supuesto, es humano. Recorriendo Ruanda la semana pasada, vi el efecto que la financiación sanitaria americana puede tener en un país bien dirigido y de buenas intenciones, aunque de resultados puntuales desafortunados. Con una inyección de mosquiteras y medicinas eficaces, las defunciones infantiles debidas a la malaria fueron reducidas drásticamente en dos terceras partes en menos de dos años. En 2003, cerca del 4 por ciento de los habitantes de Ruanda que necesitaban tratamiento de SIDA lo estaban recibiendo. En 2007, esa cifra fue de alrededor del 92 por ciento.

Estos son algunos de los beneficios más extraordinarios de la historia de la salud pública — y estas cifras se reducen eventualmente a una cara y a una voz. De visita a un ordenado hogar de Ruanda de dos habitaciones, conocí a una familia de ocho miembros en la que la madre y el padre y su hija menor – una niña hermosa y tímida de diez años llamada Ester — eran seropositivos y en tratamiento. Sacando las palabras con gancho, Ester me dijo que sus asignaturas favoritas eran inglés y matemáticas, y, sonrojándose de orgullo, que era la sexta en su clase de 54 alumnos. Sin la generosidad asombrosa de América, el desafío planteado a esa familia sería un holocausto privado de abandono, luto y desesperación.

Resulta que la indiferencia también es mucho más fácil de lejos.

© 2008, The Washington Post Writers Group

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído