El error mas grave de Nelson Mandela fue no seguir su instinto.
En el calabozo, en sus largos soliloquios, planeó muchas veces incorporar a su carro a Mangosuthu Buthelezi y hacer causa común con él.
Había corrido ya mucha sangre, pero, a principios de 1990, seguía siendo factible.
Desgraciadamente, una vez fuera de la prisión, Mandela prestó demasiada atención a los consejos del ala dura del CNA, especialmente a lo que decían Harry Gwala y los doctrinarios de Natal.
Era un momento de euforia, en el que el poder parecía al alcance de la mano.
Se puso en marcha una campaña para marginalizar definitivamente a Buthelezi, lo que solo sirvió para acentuar la agresividad del hipersensible líder zulú.
Buthelezi movilizó a los miembros del movimiento Inkatha, reactivo la horripilante guerra civil en Natal y muy pronto la carnicería se había extendido a los suburbios negros de Pretoria y Johannesburgo.
Esto puso en bandeja a los halcones del aparato de seguridad, una coyuntura perfecta para atizar las llamas y desestabilizar el incipiente proceso negociador.
Reaparecieron las bandas de «vigilantes». Feroces pistoleros asaltaban los trenes de cercanías asaeteando pasajeros o arrojándolos en marcha por las ventanillas.
El necklace volvió a ser cotidiano y las batallas territoriales entre «camaradas» del CNA e impis zulúes se saldaron con centenares de cadáveres.
El jefe Mangosuthu Buthelezi ha sido durante muchos años el político negro más controvertido de África del Sur.
Nació en 1928, en el seno de la familia de mas rancio abolengo de la aristocracia zulú. Su tío era el rey Zwelithini Goodwill, una figura sin poder efectivo, pero enormemente influyente en la tribu.
A los 26 años Buthelezi sucedió a su padre a la cabeza de los 20.000 miembros del clan familiar.
A esa edad ya había sido expulsado por agitación política de la Universidad de Fort Hare, la misma en la que estudió Mandela.
Durante esa etapa mantuvo estrecho contacto con el CNA, dirigido entonces por Albert Luthuli, el parsimonioso zulú que recogió el premio Nobel de la Paz en 1960.
En 1970, con enormes reticencias, Buthelezi aceptó convertirse en ministro-presidente de Kwa-Zulu, uno de los bantustanes creados por el régimen del apartheid.
El periodista Allister Sparks relata en The Mind of South Africa una conversación que mantuvo con el jefe zulú poco antes.
Sparks asegura que Buthelezi «agonizaba», carcomido por las dudas, y que él le animó a asumir el cargo.
«Pensaba que era necesario llenar el vacío y esa posición ofrecía una plataforma desde la que un político negro podía articular los agravios de su pueblo e incluso cuestionar el sistema con relativa impunidad —escribe Sparks—. El Gobierno no podía permitirse el lujo de amordazarlo.»
De no haber aceptado Buthelezi, las únicas voces negras que se hubieran oído a lo largo de la «década del silencio», habrían sido las de los dóciles acólitos cooptados desde el poder para dirigirlos bantustanes.
Resulta indudable que si el rey Zwelithini Goodwill, candidato favorito de1 Gobierno blanco, hubiera sido instalado como jefe político de KwaZulu, la tribu mas numerosa de Sudáfrica habría optado por la independencia nominal, como hicieron xhosas, tswanas y vendas. Los 8 millones de zulúes representan la cuarta parte del total de negros sudafricanos.
No solo se resistió Buthelezi a asumir la espurea independencia que le ofrecía Pretoria.
Durante una década fue también la encarnación de la única resistencia interna.
Cuando relanzó el Movimiento Cultural Inkatha, en 1975, adoptó incluso los colores negro, verde y oro del CNA.
Su oposición a la lucha armada, su denuncia del comunismo, sus criticas al boicot económico internacional y su excesivo protagonismo terminaron irritando al CNA, que rompió con él en 1979.
La resistencia negra se había hecho mas purista y militante.
Era necesario el rechazo total.
La tesis dominante en el CNA fue que un personaje creíble como Buthelezi, operando dentro del sistema, contribuía a confundir a las masas.
El jefe zulú comenzó a ser zaherido con mucho más vigor que los verdaderos colaboradores del régimen blanco.
El conflicto creció en los dos sentidos. La descalificación de Buthelezi como «vendido», lo que indudablemente no era cierto, le impulsó a responder con inusitada ferocidad.
Un hombre tan megalómano, cuya vanidad le había animado a interpretar el papel de su antepasado el rey Cetshwayo en la película ‘Zulú‘, no podía permanecer impasible.
Escudándose en su dignidad herida, estimuló la marcialidad zulú, recuperó la imagen del gran Shaka y subrayó las ancestrales peculiaridades de su pueblo.
El CNA siempre hizo gala de su carácter no racial, pero el hecho de que la mayor parte de su dirección, incluido Mandela, fueran de origen xhosa era esgrimido por Buthelezi como prueba irrebatible de lo contrario.
El primer beneficiario de esta evolución fue el régimen.
El carácter marcadamente tribal de Inkatha servía para reforzar la tesis de que los negros sudafricanos pertenecen a distintas naciones, que deben ser tratadas separadamente.
Los sangrientos arreglos de cuentas entre hordas de impis y batallones de «camaradas» iniciados en Natal en 1986, aportaron inestimable munición ideológica a los profetas del apartheid.
Los desastres ocurridos en el Congo Belga, Rodesia, Nigeria o Uganda, cuando esos países accedieron a la independencia, insistían los racistas recalcitrantes, eran insignificantes comparados con lo que podía ocurrir en Sudáfrica si se daba a los negros la oportunidad de ejercer el poder.
La actitud de Buthelezi no estuvo exenta de ambigüedades.
Efectivamente reclamó en reiteradas ocasiones la libertad de Mandela, pero al mismo tiempo utilizaba descaradamente los fondos enviados por el Gobierno blanco para acrecentar su poder.
Cualquier habitante de KwaZulu que aspirase a una pensión o a un empleo publico, recibía el consejo de afiliarse a Inkatha.
Los expeditivos agentes del bantustán colaboraban estrechamente con los policías blancos en la caza y captura de sus mutuos enemigos: los militantes del CNA.
A la larga, el despiadado enfrentamiento fue inclinando la balanza en contra de Buthelezi.
En 1990, sus rivales habían logrado arrebatarle el apoyo de numerosos zulúes, especialmente los jóvenes de las ciudades, y amenazaban con ampliar su control en el sacrosanto Natal.
La liberación de Mandela parecía la ocasión idónea para rematar la faena.
El «Padre de la Nación» era un personaje mitológico, cuya efigie figuraba en las camisetas como en su época to hizo la del Che Guevara.
Buthelezi había sido recibido por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, pero no era a él a quien se disputaban ahora periodistas y mandatarios extranjeros.
Con la legalización del CNA, Inkatha perdía automáticamente su calidad de interlocutor privilegiado del poder.
Buthelezi intentó maniobras de aproximación e incluso sugirió la posibilidad de establecer un frente unitario, pero la única respuesta del CNA fue tildarlo nuevamente de «marioneta».
Desde muy pronto resulto evidente que el conflicto tendría implicaciones a largo plazo.
Lo ocurrido en el Congo Belga con Moise Tshombe, en Nigeria con Odumegu Ojukwu y en la cercana Angola con Jonas Savimbi debía haber servido de advertencia para no repetir errores similares en Sudáfrica, pero el CNA no calibró el peligro que entrañaba la vitriólica disputa con Buthelezi.
Inmediatamente, tras la excarcelación de Mandela, tres días de violencia tribal segaron la vida de medio centenar de personas.
En marzo, una partida de impis irrumpió en un valle habitado por partidarios del CNA, incendiando y matando todo a su paso.
El presidente De Klerk adoptó medidas para pacificar Natal.
En abril incrementó de 200 a 1.500 el número de soldados asignados a la vigilancia de Pietermaritzburg, la capital regional.
La cifra mensual de muertos paso de 180 a 110.
De Klerk prometió también investigar la posible parcialidad policial y acciones contra la pobreza, pero la devastación continuó.
El jefe zulú no podía permitir que el Gobierno blanco y el CNA negociaran a sus espaldas el futuro constitucional del país.
En julio Buthelezi desveló formalmente las ambiciones nacionales de Inkatha, anunciando su apertura a blancos y negros.
Hasta entonces el movimiento operaba solo en Natal y restringido a los zulúes. A partir de entonces se llamaría Partido de la Libertad Inkatha y operaria en toda África del Sur.
La degollina se propagó muy pronto a los inmensos y depauperados townships, que se extendían como un cáncer por el extrarradio de los centros industriales de la Sudáfrica blanca.
En esas aglomeraciones interminables, con calles sin asfaltar y chabolas con tejado de cinc, fallecieron 500 personas en diez días.
La existencia de «hostales», en los que vivían hacinados centenares de varones zulúes, ofrecía un caldo de cultivo excepcional para las alharacas.
Unas veces, los zulúes eran atacados sin piedad por los «camaradas» del CNA.
Otras, salían sembrando de dolor, mutilación y espanto los suburbios habitados mayoritariamente por xhosas.
Era evidente que la vieja alianza de conveniencias entre Inkatha y las fuerzas de seguridad había sobrevivido a la liberación de Mandela.
Patrullas policiales registraban una barriada, confiscaban armas y horas después, por una misteriosa coincidencia, los guerreros zulúes atacaban.
En ocasiones, los testigos hablaban de bandas de impis llegadas a bordo de camionetas conducidas por blancos.
Una mano encubierta parecía estar ejecutando un calculado plan desestabilizador, para hacer naufragar el proceso de reformas.
Mandela y el resto de lideres del CNA denunciaron la existencia de una misteriosa «Tercera Fuerza», que supuestamente coordinaba las actividades subterráneas de los escuadrones de la muerte, con las masacres de los guerreros de Inkatha.
Afloraron testimonios de antiguos impis que hablaban de una campaña de reclutamiento efectuada en 1986 por agentes de la policía de KwaZulu, culminada con el envío de cientos de jóvenes zulúes a campos de entrenamiento secreto.
Uno de estos campos se encontraba, supuestamente, en la franja de Caprivi, en Namibia. Allí, soldados de elite del Ejército sudafricano habían familiarizado a los recién llegados con las técnicas de lucha guerrillera.
Los reclutas, según las mismas fuentes, abandonaron Caprivi transformados en los temidos y aborrecidos «Gatos Negros», que convirtieron los aledaños de Johannesburgo en su reino del terror.
Mbongeni Khumalo, un supuesto «Gato Negro» arrepentido, concedió entrevistas a los periódicos en las que describió a Inkatha como un «apéndice» de la policía:
«Después de nuestros ataques, y si alguno de nosotros era casualmente detenido, nunca éramos llevados a juicio; todo el mundo sabe que los Gatos Negros nunca somos encarcelados».
El combativo The Weekly Mail fue el primero en revelar datos concretos sobre la siniestra «Tercera Fuerza».
Según sus pesquisas, estaba controlada por militares blancos y policías de KwaZulu, «con el objetivo de socavar al CNA y crear bases de poder para Inkatha».
Las autoridades rechazaron tozudamente cualquier implicación.
La negativa perdió toda su fuerza, cuando detono el Inkaghate, en julio de 1991.
El escándalo alcanzó su punto culminante al difundirse que el Gobierno subvencionaba desde hacia cinco años —cuando comenzó la «guerra entre negros»— actividades de Inkatha.
Fueron días tormentosos para De Klerk. Pruebas irrefutables demostraban que desde el Gabinete se habían girado instrucciones a la policía para que financiase manifestaciones.
Uno de los mítines había tenido lugar en noviembre de 1989 y otro en marzo de 1990.
Ambas reuniones habían degenerado en disturbios callejeros y muertes.
Las cantidades eran relativamente modestas: menos de diez millones de pesetas (60.000 euros).
Posteriormente se descubrió que también se habían entregado 50 millones de pesetas (30.000 euros) a la United Workers Union, el sindicato próximo a Inkatha.
Mandela se encontraba de visita en España, y se encrespó:
«Estamos dispuestos a romper totalmente las negociaciones con el Gobierno si éste no reacciona adecuadamente ante esas operaciones clandestinas.»
Era innegable que el ministro de Exteriores, Pik Botha, había tratado de acrecentar el potencial de Inkatha, para que sirviese de contrapeso al CNA.
De Klerk aseguró ser totalmente ajeno al turbio asunto, pero algunos sugirieron que deliberadamente había permitido la riña entre Inkatha y el CNA para debilitar a la oposición negra.
No era una teoría descabellada, pero la realidad es que las atrocidades afectaron negativamente a los esfuerzos de De Klerk para persuadir a los blancos de la conveniencia de compartir el poder con los negros.
En junio de 1990, en una elección parcial celebrada en Natal, el Partido Conservador —contrario a toda negociación con la mayoría negra— dobló sus votos y estuvo a punto de arrebatar el escaño en liza al Partido Nacional.
Las brutalidades también endurecieron las posturas de los políticos negros, retrasando durante muchos meses el inicio de las negociaciones constitucionales.
El presidente blanco aprovechó la adversa coyuntura para tender su mano a Mandela y proponer una alianza de mutuo interés entre el Partido Nacional y el CNA.
Dos de los máximos «halcones» del Gobierno, el ministro de Defensa, Magnus Malan, y el de Interior, Adriaan Vlok, pasaron a ocupar carteras menores.
El comunista Harry Gwala, líder del CNA en Pietermaritzburg, instó al Gobierno a deshacerse de su «marioneta zulú».
A pesar de que el despliegue del Ejército había atenuado sensiblemente la violencia, Gwala y los suyos exigieron airadamente su total retirada de los townships.
Algunos comentaristas anunciaron a bombo y platillo el ocaso definitivo de Mangosuthu Buthelezi, pero el jefe zulú no tardaría en demostrar que sin su concurso era imposible una salida pacifica a la crisis sudafricana.