Obama en el programa ’60 Minutes’ del 23 de septiembre de 2012, entrevistado por el periodista de la CBS Steve Kroft:
Soy el primero que confiesa que los aires que traje a Washington, el clima que yo quise ver instituido, en el que no mantenemos constantemente una reyerta política… eso no lo he logrado por completo. En algunos casos ni siquiera me he acercado…. Mi principal decepción es que no hemos cambiado el tono de Washington tanto como me habría gustado.
Fue el compromiso central de la candidatura de Barack Obama, la promesa más importante que hizo al pueblo estadounidense. Él iba a unificar un país dividido. Una y otra vez prometía salvar la brecha política. Poner fin a la amarga crispación de la vida cotidiana norteamericana, acabar con «la política de la amargura» que «nos divide en lugar de unirnos». Fue, más que ninguna otra, la promesa de esperanza y cambio que él ofrecía.
En cada etapa del viaje de Obama hasta la Casa Blanca –desde la intervención en Boston que le dio a conocer a nivel nacional hasta su discurso de investidura en 2009— se presentaba como el sanador. Los escépticos destacarán que partidismo y rencillas son algo tan viejo como la propia democracia norteamericana, pero Obama insistía en que cuando fuera presidente, él cambiaría eso.
El estilo tóxico de hacer política no era imprescindible. Póngame en el cargo más elevado de la administración, aseguró a una entregada audiencia de Ohio dos días antes de los comicios de 2008, y «le pondremos fin de una vez por todas«.
Millones de electores le creyeron. Se creyeron su promesa de cambiar radicalmente la vida pública americana. Recurrieron al liderazgo elevado que él prometía. Lo que tuvieron más bien fue la presidencia más divisiva y crispada de los últimos tiempos. ¿La disposición abierta y la educación que iban a ser la piedra angular de Obama? «Eso no lo he logrado del todo», reconoce. «Ni siquiera me he acercado».
Mientras la campaña electoral 2012 vive sus últimos momentos, una crónica de The Politico destaca que «Obama y sus principales ayudantes electorales han participado con mucha mayor frecuencia de ataques personales e insultos que la campaña Romney».
El caballero que llegó a la presidencia a base de condenar «el partidismo y la chabacanería y la inmadurez» se postula ahora a la reelección empleando con generosidad insultos y comentarios rastreros: Un importante ayudante insinúa que las declaraciones fiscales de Mitt Romney podrían ser constitutivas de delito. El vicepresidente dice que los Republicanos quieren devolver al votante «a las cadenas«. Un vídeo de la campaña Obama equipara a Romney con «un vampiro«.
«Los ataques personales contra Romney encabezados por Obama», concluye The Politico, «han sido inclementes y desmedidos en la misma medida».
Por supuesto que la falta de escrúpulos no es ninguna novedad en política. A pesar de todos los discursos de Obama de no querer «enfrentar a la América conservadora con la América progresista», siempre fue de esperar que su campaña de reelección se convirtiera en un desfile al enfrentamiento.
Pero la brutal negatividad de Obama no puede ser ignorada simplemente como la rendición inevitable del idealismo al realismo. Es cierto que los presidentes se han lamentado a menudo de la estridencia de la política americana. Abraham Lincoln quiso «cauterizar las heridas del país». George W. Bush se postuló originalmente como «el aunador, no el divisor». Hasta Richard Nixon dijo que su «gran objetivo» sería «unir al pueblo estadounidense». Pero solamente Obama hizo de la armonía bipartidista y de la unidad nacional el motivo de su candidatura.
Obama lamenta «no haber cambiado el tono en Washington». ¿Lo intentó?
Nunca. El presidente 44 nunca ha sido el sanador en jefe que prometió ser. Desde el principio fue a por el golpe bajo, atizando rencillas, demonizando a sus críticos y sí, enfrentando a los estadounidenses conservadores con los estadounidenses progresistas. Sus defensores aducen que no le quedaba otra, que frente a la oposición implacable de los republicanos, ponerse negativo era su única opción.
Pero todos los presidentes se enfrentan a la oposición. Los Demócratas combatieron a Bush con vehemencia; los Republicanos se enfrentaron ferozmente a Bill Clinton. Obama nunca condicionó la «esperanza y el cambio» al apoyo Republicano a su programa. Su condición era que le eligieran.
«El candidato de la esperanzada en 2008 va camino de convertirse en el candidato del miedo en 2012», escribía el periodista del New York Magazine John Heilemann la pasada primavera. «En el caso de cualquiera que todavía vea con buenos ojos a Obama, los meses por delante van a brindar una revelación de lo que hablamos realmente: no es un salvador, no es un santo, no es un caballero más allá del enfrentamiento, es un camorrista curtido y follonero que no retrocede y que está dispuesto a hacer lo que haga falta para permanecer en el poder».
El presidente dice ahora que «su mayor decepción» es que no ha sido capaz de elevar el discurso de la política norteamericana. Para incontables votantes, una decepción mucho mayor puede ser que ni siquiera lo haya intentado.
Jeff Jacoby es columnista del New York Times/ Boston Globe.