Los franceses llaman «deformación profesional» a la forma en que las instituciones filtran y modelan la información y los acontecimientos en función de su ortodoxia institucional, sus intereses y su ideología. El conocimiento profesional se convierte pues en un molde que se aplica a la realidad, ocultando la información que no encaja en la opinión generalizada de la institución y dejando un bonito patrón que a continuación pasa a interpretarse como el conjunto de la realidad. En política exterior, esta mala costumbre alumbra al fallo de la imaginación que conduce al desastre.
Nuestra torpe gestión de Oriente Próximo a lo largo de décadas constituye un buen ejemplo de este fenómeno. Durante años, nuestra instancia de la política exterior ha visto el caos y el conflicto de esta región a través de un prisma occidental que restaba importancia o se saltaba otras motivaciones o creencias y que fracasaba a la hora de imaginar formas de ver el mundo radicalmente distintas de la propia.
Este paradigma se apoyaba pues en supuestos cuestionables, como que el desarrollo económico, la lucha contra el colonialismo o la autodeterminación nacionalista eran los principales motores de la agitación política y social. Los imperios coloniales occidentales y luego la interferencia poscolonial, reza el argumento, habían reprimido de forma brutal las aspiraciones nacionalistas en pos de la autonomía y la libertad.
El desarrollo económico se había visto frustrado de igual manera para satisfacer los propios intereses de las potencias colonizadoras, llevando a la pobreza y la falta de oportunidades que alimentaban y empujaban a la violencia a los oprimidos. Saque a los neoimperialistas, cree las instituciones democráticas, ayude al desarrollo económico, y todo irá bien. La paz, la prosperidad y la cooperación internacional, y el orden mundial, aparecerán espontáneamente.
El fracaso a la hora de entender de forma adecuada la revolución iraní de 1979 refleja este prejuicio institucional a través del cual se filtraron los acontecimientos. Para muchos en la instancia de la política exterior, el odio al Shah era la consecuencia de la brutal represión de las aspiraciones liberales de la población.
El Shah era un neoimperialista, un títere neocolonial que supeditaba el bien de la población a su propio poder y privilegios, y a los intereses económicos y geopolíticos de los Estados Unidos.
La revolución iraní era por tanto un intento comprensible de liberación de un opresor extranjero y de su títere, y de creación de un gobierno consensuado que reconocía la autodeterminación nacionalista, que promovería un desarrollo económico más justo y que protegería los derechos humanos.
Lo que el molde de la política exterior pasó por alto era el contundente papel de las creencias religiosas islámicas a la hora de derrocar al Shah. Los fieles no odiaban al Shah porque estuviera frustrando las aspiraciones nacionalistas y liberales, sino porque sus políticas de modernización y secularización amenazaban al islam.
La cuestión no era en principio que la brutalidad y la autocracia estuvieran mal, sino que se daban en manos de la persona equivocada. Después de todo, los mulás habían asesinado en un año a más gente que el Shah en 25. El descontento del clero hambriento de poder, sin embargo, se justificaba o se ignoraba por muchos en Occidente, en favor de intereses que suponían los intelectuales, los seculares y la élite tecnocrática occidental.
Los sermones y los libros del principal impulsor de la revolución, el ayatolá Jomeini, eran descartados, y sus llamamientos a la yihad y la sharía ignorados. El asesor de Carter en materia de seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, aconsejaba mejor que las relaciones con los países musulmanes se basaran en «los intereses compartidos», y que «nuestro apoyo a un mundo de diversidad y nuestro compromiso con la justicia social» sirvieran para «profundizar nuestro diálogo» con los musulmanes.
Pero los clichés occidentales como «diversidad» o «justicia social» no tienen ningún significado en una forma islámica de ver el mundo dentro de la cual los musulmanes son «la mejor de las naciones», a los infieles hay que convertirlos o destruirlos antes que tolerarlos, y «justicia social» se traduce en una ley islámica intolerante y analfabeta. Nacionalismo o economía tampoco iban a ninguna parte con Jomeini, que decía explícitamente que la revolución no consistía en rebajar «el precio de los melones» y afirmaba estar dispuesto a dejar «que Irán arda» con tal de «exportar nuestra revolución al mundo entero».
Avanzamos 35 años, y el mismo paradigma determina nuestra respuesta a los levantamientos de Oriente Próximo. Irán lleva décadas matando a los nuestros y avanza en el desarrollo de armas nucleares, y nosotros seguimos pensando que sanciones económicas y «diálogo» van a detenerlos por sí solos.
De ahí que se estén llevando a cabo todavía más negociaciones en torno al programa nuclear de Irán, las últimas en Kazajstán, con escaso o ningún resultado aparte de más retórica incendiaria por parte del «líder supremo» Jamenei.
En tanto, las centrifugadoras nucleares siguen girando mientras los negociadores iraníes ganan tiempo. Igual que pasó con el solícito «diálogo» de Carter durante la crisis de los rehenes de 1979, las concesiones y el diálogo con Irán no llevan a ninguna parte, por la sencilla razón de que la cúpula iraní tiene objetivos y creencias que nos son ajenas.
Pero a pesar de esa lección del peligro de usar prismas ficticios, repetimos el mismo error en Egipto. La Hermandad Musulmana avanza hacia la creación de un régimen islamista inherentemente antiamericano, antisemita, antiliberal y por tanto contrario a todos nuestros intereses nacionales y los de nuestro aliado regional más importante, Israel.
Pero aun así el Secretario de Estado promete 250 millones de dólares en ayudas, con 1.000 millones más a la espera de que Egipto acepte un préstamo de 4.800 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional. Y no hay que olvidar los 213 millones de dólares en cazas F-16 que está previsto reciba la Hermandad Musulmana.
Esta generosidad se derrocha sobre un régimen fundado en la supremacía islámica y el odio al infiel Occidente, un régimen que incorpora a la antiliberal ley islámica como constitución.
Un régimen que persigue a los cristianos egipcios coptos, que financia a la rama terrorista genocida Hamás, que niega el acceso a un sospechoso del asesinato de nuestro embajador en Bengasi y que practica el antisemitismo coránico y la retórica genocida. ¿Por qué lo hacemos pues?
Por el viejo engaño de que ese «diálogo» va a ayudar a Egipto a «reforzar su economía y construir la unidad política y la justicia», como decía Kerry durante su visita, y eso es su vez va a hacer que caigamos bien a la Hermandad Musulmana y que ésta respete nuestros intereses.
Después de todo, la revolución consistía en realidad en expulsar a un dictador brutal, eliminar la corrupción, crear oportunidades y mejorar la economía. Los objetivos y principios islamistas y yihadistas que llevan ocho décadas definiendo a la Hermandad Musulmana son sólo retórica.
Es raro, no obstante, que las minorías de verdaderos liberales en Egipto no hayan recibido esa nota, razón por la cual protestaban contra la visita de Kerry y la ayuda prometida, y planean el boicot de los comicios electorales.
Así de fuerte es el poder de las ideas recibidas y de los supuestos que no se ponen a prueba cuando se institucionalizan. La idea no es que no haya en todo el mundo millones de musulmanes que quieran dar cabida a su confesión en el mundo moderno o reconciliar islam con liberalismo.
Pero nadie puede dar pruebas de que hablemos de la mayoría de los musulmanes, al tiempo que hay abundantes pruebas de que los yihadistas y los supremacistas islámicos están mejor organizados y son más apasionados que todos esos supuestos moderados y liberales que son, con raras excepciones, conspicuos en su ausencia.
Hasta que el estamento de nuestra política exterior se libere de la tiranía de las viejas ideas y las deformaciones de la ortodoxia institucional, seguiremos repitiendo los mismos errores, a falta de que algún suceso sustancial — un Irán con armamento nuclear que desate la proliferación en toda la región — saque a la luz los peligrosos réditos del fallo de nuestra imaginación.
Bruce Thornton es miembro de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford y catedrático de la Universidad de California