¿Los chavales que se han criado en parejas homosexuales crecen igual de bien que los que han crecido con padres heterosexuales? Durante los últimos años, la respuesta aceptada entre los sociólogos ha sido que no hay diferencia: las familias encabezadas por una madre y un padre no son mejores educadoras que las encabezadas por dos madres o dos padres. «No hay un solo estudio», afirma categórico el Colegio Norteamericano de Psicólogos en un informe de 2005, «que concluya que los hijos de parejas homosexuales tengan desventaja significativa en relación a los hijos de padres heterosexuales».
¿Pero esa conclusión — citada en múltiples ocasiones — estaba preparada? Loren Marks, académico de la Universidad Pública de Louisiana, retomaba hace poco el tema y examinaba los 59 estudios en los que se basa el Colegio de Psicólogos.
En ninguno de ellos, escribe en el número de julio de la publicación especializada Social Science Research, «se compara una muestra importante, aleatoria y representativa de parejas homosexuales y sus hijos con una muestra importante, aleatoria y representativa de parejas casadas y sus hijos».
La mayoría de los estudios se apoyan en muestras pequeñas que no son ni representativas ni aleatorias. En ausencia de datos de calidad, «las conclusiones firmes y generalizadas… presentadas por el Colegio de Psicólogos no están empíricamente respaldadas».
Suponiendo que Marks esté en lo cierto en lo referente a las conclusiones del veredicto del Colegio de Psicólogos, ¿cuántos defensores del matrimonio o de la adopción por parte de parejas homosexuales van a pensar en cambiar su opinión? ¿Cuántos van a alejarse de su apoyo al matrimonio homosexual a la luz de lo que quiera que la sociología tenga que decir?
Diría que la cifra es, más o menos, cero. Por contra, supongamos que el estudio de Marks hubiera demostrado que las afirmaciones del Colegio de Psicólogos fueran todavía más firmemente partidarias que antes. ¿Cuántos detractores del matrimonio homosexual cambiarían de opinión? Mi cálculo permanecería en el cero.
En el mismo número de la publicación Social Science Research, el sociólogo de la Universidad de Texas Mark Regnerus publica las conclusiones de un importante estudio nacional basado en entrevistas con una muestra aleatoria de 15.000 adultos jóvenes (de 18 39 años de edad) en relación a sus familias, su educación y su experiencia vital. La conclusión de Regnerus: los hijos de padres biológicos que han crecido en familias estables tienden a tener una vida mejor que aquellos cuyos padres mantienen relaciones homosexuales.
Incluso después de tener en cuenta la edad, la raza y el sexo, así como factores subjetivos como haber sufrido acoso escolar, las conclusiones son claras. Los menores que han crecido con padres homosexuales, escribe Regnerus en un ensayo en la revista Slate, «tienen una probabilidad mayor de estar en el paro, tener peor salud y estar más deprimidos». También tenían más probabilidades de haber sufrido infidelidades, problemas con la ley y abusos de tipo sexual.
La metodología de Regnerus ha sido criticada con virulencia. Hasta algunos académicos contrarios al matrimonio homosexual han puesto de relieve sus puntos débiles. El propio Regnerus reconoce que los resultados serían muy distintos en el caso de los chavales criados en parejas homosexuales hoy, «en una era en la que las parejas homosexuales están más aceptadas y tienen más apoyo». Y destaca que la orientación sexual «no tiene nada que ver con la capacidad de ser un padre bueno y eficaz».
Pero incluso si su metodología hubiera sido impecable, ¿cambiaría el debate en torno a la homosexualidad y el matrimonio homosexual? Si usted está convencido de que regularizar el matrimonio homosexual es cuestión de igualdad fundamental, no hay estudio académico con posibilidades de hacerle cambiar de opinión. Y si usted considera el matrimonio homosexual inherentemente inmoral o absurdo, una andanada de revistas científicas que predicasen sus beneficios no le convencería de lo contrario.
Nos gusta pensar en nosotros mismos como criaturas racionales con un sano respeto a los hechos y la lógica y los datos científicos. Y aun así, cuando hablamos de las cuestiones más polémicas de la legislación pública — las armas de fuego, el aborto, la separación entre iglesia y estado, la asfixia simulada en los interrogatorios, la inmigración ilegal, lo que se le ocurra — ¿alguien empieza por los datos y sólo después decide su opinión? La mayoría de nosotros funcionamos al revés.
Ejemplo: En un debate de 2008, el periodista de la cadena ABC Charles Gibson preguntaba a Barack Obama por el motivo de querer subir los impuestos a los beneficios, teniendo en cuenta que unos tipos impositivos más elevados conducen de forma característica a una recaudación pública inferior. «Bueno, Charlie», respondía Obama, «lo que digo es que examinaría la posibilidad de subir los tipos impositivos a los beneficios de la inversión a efectos de justicia». Para Obama, subir los impuestos a las rentas altas era un imperativo moral («justicia»); las estadísticas de la recaudación fiscal ocupan un segundo plano.
Otro ejemplo: partidarios y detractores de la pena de muerte se pelean a menudo en torno al efecto disuasor de ejecutar a los asesinos. Pero incluso si la cuestión de la disuasión pudiera zanjarse de forma definitiva, los partidarios de las dos partes convienen en que el debate en torno a la pena capital se prolongaría, igual de apasionado y crispado que siempre.
Los datos científicos y las investigaciones cuentan, por supuesto. Pero cuando las opiniones a tenor de amargas polémicas públicas cambian, en general lo hacen en respuesta a circunstancias personales o al atractivo emotivo o a presiones sociales. Las opiniones académicas homologadas, por impresionantes que sean, pocas veces tienen la fuerza necesaria para hacernos cambiar de opinión.