En términos políticos, el huracán Sandy y la debacle del consulado de Bengasi ejemplifican dentro y fuera del país la ausencia fundamental de rigurosidad por parte de Estados Unidos en la era Obama.
Durante las jornadas posteriores al paso del Sandy, Barack Obama recibió en general buenas críticas. Se hizo fotografiar en la Sala de Estrategia de la Casa Blanca asintiendo religiosamente a los burócratas (John Brennan, asistente de Interior y Contraterrorismo; Tony Blinken, asesor de Interior del Vicepresidente; David Agnew, director de Asuntos Intergubernamentales) y lo tuiteó a sus 3,2 millones de seguidores.
Compareció en New Jersey con una cazadora en lugar del traje para demostrar que cuando las cosas se ponen difíciles, él saca una cazadora del Air Force One. Anunció que había dado órdenes a sus funcionarios de responder a todos en 15 minutos porque en América «no dejamos a nadie colgado».
Al hacer todo esto, el presidente «demuestra» que tiene «interés» — cosa que es cierta en el sentido de que en Bengasi se mostró dispuesto a dejar colgado al personal diplomático del consulado entero, y en 7 horas no se había respondido a la llamada de nadie porque presuntamente, él no estaba interesado–. Así que John Brennan, el de Contraterrorismo, y Tony Blinken, el de Interior, informaron al presidente del vendaval. Pero aquel 11 de septiembre de 2012, cuando hacía falta un poco de contraterrorismo, nadie se molestó en convocar al Grupo de Contraterrorismo, la más alta instancia contraterrorista norteamericana.
Mientras tanto, la FEMA, la «agencia de gestión de urgencias» que se encarga, muy interesadamente, de las catástrofes en lugar de prevenirlas, sigue hablando. A última hora de la noche del Sandy, escuché en la tele local que el gobernador de mi Estado había solicitado al presidente la declaración de zona catastrófica de cada condado de New Hampshire, para poder «descongelar» los fondos federales. New Jersey tenía un cuarto de millón de personas sin luz. Se informaba de que, más allá de nuestras fronteras, había 8 millones de personas de una docena de estados sin luz.
Pero eso no es «catástrofe». Ningún huracán pasó por mi condado. De hecho, por New Hampshire no pasó ningún huracán. Ningún huracán pasó por «17 estados», la cifra de estados supuestamente «afectados» por el Sandy en su apogeo. Hubo un huracán que alcanzó unos cuantos condados costeros de New Jersey, Nueva York y un par de estados más, y eso es todo. Todos los demás vieron un viento algo más huracanado –y aun así se quedaron varios días sin luz–.
En un condado al que el Sandy no tocó un pelo, mi administrador pasó una semana sin luz eléctrica. No a causa de alguna «catástrofe», sino a causa de una red eléctrica al aire libre decrépita y vulnerable que sería la vergüenza nacional de cualquier sociedad desarrollada.
Hace unas semanas, tuve oportunidad de visitar San Pedro y Miquelón, una colonia francesa de unos 6.000 habitantes ubicada en un par de atolones del Atlántico Norte. Toda la red eléctrica está enterrada. De hecho, la graciosa dama que se encarga de las visitas a las islas se detiene en llamar la sorprendida atención de los visitantes norteamericanos sobre esta atracción local.
Si usted dice «oye, es que eso es caro», bueno, nuestro Gobierno es todavía más caro que cualquier otro Gobierno de la historia; y no hemos visto nada que lo justifique.
Imagínese si el plan de estímulo de Obama en 2009 hubiera enterrado toda la red eléctrica de la costa este. En lugar de eso, ese proyecto de ley de Obama por sí solo gastó casi un billón de dólares, y nadie puede señalar nada que se haya construido.
«Una gran tormenta exige un gran Estado», anunciaba el New York Times. Pero Washington está tan enamorado del Estado que gasta 188 millones de dólares que no tiene a la hora, 24 horas al día, siete días a la semana, Navidades, Acción de Gracias y Ramadán incluidos. Y aun así, misteriosamente, el Gobierno intervencionista multibillonario de estilo Obama no puede sino repartir vales de comida entre los dependientes, generosas ayudas y baterías de medidas de jubilación anticipada entre los burócratas interesados e «inversiones públicas» entre los enchufados de Obama.
De manera que usted puede tener la mayor administración pública (o a estos efectos, la más cara) que se ha visto nunca, y seguir sin luz en 17 estados, porque su presidente anda gastando 6 billones de pavos y todo lo que tiene el país es una cazadora del Air Force One cutre que se pone él para posar en Twitpic respondiendo al teléfono con gesto de preocupación.
Hasta en las regiones del noreste que pueden decir legítimamente haberse visto afectadas por el Sandy, el Estado agravó las cosas.
La pasada semana, la niñera Bloomberg, el edil de Nueva York, repitió la peor actuación desde la ventisca de hace un par de años. Hablamos de un caballero que pasa sus días controlando al milímetro la cantidad de refresco que los neoyorquinos tienen derecho a comprar en vaso, en lugar de, por ejemplo, la cantidad de océano que tienen derecho los neoyorquinos a ver en el metro. El titán de la administración municipal que regulaba la sal de su hamburguesa con queso mediante ordenanza pública fue totalmente incapaz de regular que se echara sal por La Sexta Avenida cuando nevó.
Imagínese si este bufón atusado hubiera dedicado la misma energía ejecutiva a la protección de inundaciones en la red eléctrica y el transporte público que dedica a las cantidades de refresco que permite comprar. Es el liderazgo del siglo XXI: cuando las cosas se ponen difíciles, hay que prohibir las grasas saturadas.
Volviendo a Bengasi, el presidente que parece tan guay con cazadora se negaba a responder a las peticiones de ayuda de sus sitiados diplomáticos, aun habiendo personal militar y aparatos en la región. Una pena. Mucha cazadora y poco cazador. Esto también es un ejemplo de la generosa impotencia exclusiva de América.
Cuando las cosas se ponen feas en un consulado perdido del otro lado del mundo, muy pocos gobiernos tienen la tecnología necesaria para ver desarrollarse la tragedia en tiempo real. Todavía menos gobiernos tienen militares destacados a sólo un par de horas.
¿A qué vienen los vehículos no tripulados, las bases militares en todo el planeta, las fuerzas especiales de élite entrenadas hasta la perfección, si el presidente y la desproporcionada burocracia federal no se dignan a intervenir? ¿Cuál es el motivo de superar el gasto de Rusia, Gran Bretaña, Francia, China, Alemania y hasta las demás potencias militares intermedias juntas, si cuando hace falta, América no puede poner en el aire un solo aparato con un par de docenas de militares?
En Irak, al-Qaeda administra campamentos en el desierto. En Afganistán, los talibanes han devuelto la mayor parte del país a sus glorias pre-11 de Septiembre. Pero en Washington, el responsable de la burocracia «de contraterrorismo» más grande del mundo informa al presidente de árboles sumergidos y daños por inundación.
No sé si Mitt Romney o Paul Ryan podrán solucionar las cosas, pero sé que Barack Obama y Joe Biden ni siquiera lo intentan. Y que, por lo tanto, un voto a Obama es un voto a la certidumbre de la catástrofe nacional. Fíjese en la parte baja de Manhattan sin luz e intente imaginarse el aspecto de América si el resto del planeta decide que ya no necesita al dólar como divisa global.
Durante cuatro años, hemos tenido un presidente que sabe gastar lo que sea, pero no construir algo. Algo aparte de deuda, dependencia y decadencia. Como decía al principio, en sentidos diferentes la respuesta al huracán Sandy y a Bengasi ejemplifican la ausencia fundamental de rigurosidad por parte de la superpotencia en su ocaso. Coger o no el toro por los cuernos es la decisión a la que se enfrentará el electorado el martes.
Pero vale de cazadoras.