La fecha límite de la congelación de fondos públicos llegó y pasó, y que se sepa, ni Estados Unidos se convirtió en calabaza ni sobrevino un apocalipsis económico. Para los que saben de historia y economía, no es sorprendente: las reducciones del gasto público federal (hablo de reducciones reales, no de subidas del gasto público inferiores a lo planeado, que es de lo que se debate hoy) desataron el contundente crecimiento económico de la década de los años 20 y de finales de los años 40 otra vez. Ambos periodos protagonizaron reducciones del gasto público mucho más radicales que cualquiera de las cosas que se proponen hoy.
Los períodos de crecimiento que acompañaron a esas contracciones del gasto del Estado ilustran el principio básico, refrendado una y otra vez tanto en el país como en el extranjero, que dice que el crecimiento económico es más robusto cuando el Estado se hace a un lado que cuando interviene e interfiere en el sector privado.
Aun así, las decisiones que ha tomado el Presidente Obama, en términos de los capítulos del gasto a recortar y los capítulos del gasto a conservar o elevar, plantean muchas dudas. Su respuesta a su fracaso a la hora de convencer a los Republicanos de cometer un suicidio político y traicionar a sus electores subiendo los impuestos para evitar la activación del mecanismo de congelación del gasto público ha sido inmadura y perversa — una verdadera pataleta de legislación pública.
La decisión de Obama de valerse de la activación del mecanismo como excusa para suspender las visitas escolares a la Casa Blanca ha recibido, con mucha razón, una atención considerable. Cerrar de un portazo las puertas de la Casa Blanca a los escolares es algo, por sí solo, vulgar. Pero si se combina con la decisión presidencial, tomada justo antes de la fecha de la congelación del gasto público, de gastar un millón de dólares del contribuyente para disputar un torneo privado de golf con Tiger Woods, es algo mucho peor. Un comportamiento así denota desprecio a la población de este país — un orgullo contrariado que recuerda al «que coman pasteles» de María Antonieta.
Otra sorprendente prioridad del gasto público en salir a la luz es el terreno del gasto en defensa. Según un documento de la Universidad George Washington, el equipo Obama estaría debatiendo si abandonar o destruir 750.000 equipos militares (camiones, cazas, blindados) en Afganistán — por valor de 36.000 millones de dólares — para no gastar los 5.700 millones de dólares que costaría traerlos. A lo mejor me estoy perdiendo algo, pero ¿la mayoría de los gobiernos no aprovecharían la oportunidad de ahorrar 36.000 millones de dólares por la relativa ganga de gastar 5.700 millones?
Puede que Obama piense en términos de la teoría del escaparate roto de Bastiat: la destrucción de la propiedad es en realidad una bendición económica, porque cambiar lo que se rompe estimula la economía al crear empleo para los que fabrican el recambio. Por supuesto la teoría es falaz, y la destrucción de la propiedad no genera prosperidad.
En el contexto que nos ocupa, si el equipo de Afganistán se destruye y luego se reemplaza al precio de 36.000 millones de dólares, nuestro ejército se queda como está; pero si el equipo se trae, entonces el ejército registra un ahorro de 30.300 millones de dólares con los que comprar más naves, aparatos, etc. además del arsenal del que dispone.
No se sorprenda si Obama adopta el argumento del escaparate roto para abandonar el equipo en Afganistán, porque eso le ayudaría a lograr su objetivo de debilitar la capacidad de nuestro ejército, al tiempo que aplaca al conglomerado militar-industrial gastando miles de millones en fabricar el equipo de reemplazo.
No gastar 5.700 millones de dólares para dotar a nuestros militares con 36.000 millones en equipo nuevo roza la gestión incompetente. Es una frugalidad falsa, pero sin duda la frugalidad será el móvil de Obama, dado que es un caballero que no tiene problemas a la hora de incurrir en déficits multibillonarios.
¿Qué son otros 5.700 millones de dólares para un hombre que insiste en que no tenemos un problema de gasto público? Cuando se repara en que, al mismo tiempo que el equipo Obama parece creer que no nos podemos permitir invertir 5.700 millones de dólares en ahorrar a nuestro ejército 30.000 millones, la administración considera una necesidad urgente enviar 250.000 millones de dólares al régimen de la Hermandad Musulmana en Egipto. Parece que existe una explicación más siniestra a las extrañas prioridades de gasto público de Obama que la simple incompetencia.
Igualmente preocupantes son las prioridades de gasto de Obama en el Departamento de Interior. En lugar de ordenar al Departamento imponer ciertos ajustes modestos del cinturón a la luz de la tesitura post-congelación, el Departamento se dispone a realizar un enorme pedido de munición (1.600 millones de cargadores — ha leído bien), 7.000 armas de asalto y más de 2.000 vehículos blindados anti-minas. Es el mismo Departamento de Interior que citaba los recortes presupuestarios vinculados a la congelación del gasto público como razón para poner en libertad a un millar aproximadamente de inmigrantes ilegales a la semana de las cárceles donde esperaban la deportación. La yuxtaposición de estas decisiones de gasto hace difícil creer que la principal preocupación del Departamento de Interior sea la seguridad de la población norteamericana.
¿Qué conclusión sacamos de las prioridades del gasto público de Barack Obama? Destina fortunas a su familia y a sí mismo (una información reciente afirma que las visitas y las actividades de Obama costaron al contribuyente un récord de 1.400 millones de dólares durante su primera legislatura) al tiempo que priva a los escolares de las visitas a la Casa Blanca.
Pone en duda que nos podamos permitir traer un caro equipo militar, pero está seguro de que nos podemos permitir subvencionar al régimen egipcio de la Hermandad Musulmana. Aduce que el Departamento de Interior no se puede permitir tener bajo custodia a los inmigrantes pendientes de deportación, pero el Departamento de Interior tiene fondos a patadas para dotar de armamento hasta los dientes a sus efectivos.
Estas prioridades me parecen algo más que extrañas; parecen siniestras. Lo primero indica arrogancia; lo segundo, negligencia, por no decir un prejuicio antiamericano flagrante; lo tercero manifiesta desprecio al pueblo estadounidense, por no poner una postura más hostil. Parece que nuestro presidente no nos respeta ni le caemos bien. ¿O es cosa mía?
Mark W. Hendrickson es doctor en económicas y profesor de económicas y políticas del Grove City College