El nuevo presidente llegará a la Casa Blanca marcado con una razonable sospecha de estar enemistado con las principales agencias de seguridad e inteligencia
RESULTA esencial para la estabilidad de las instituciones mantener el respeto necesario por parte de los ciudadanos, pero lo que está sucediendo en este inaudito y todavía incompleto periodo de transición en la presidencia norteamericana va a provocar un enorme daño al prestigio del que probablemente sea el cargo público más relevante del mundo.
En este afán devastador están compitiendo tanto el presidente saliente -que se comporta como si fuera incapaz de asumir la derrota de la candidata demócrata- como el entrante, cuya peculiar personalidad y sus excéntricas gesticulaciones anticipan una etapa completamente impredecible.
El episodio de la piratería informática dirigida desde Moscú durante la campaña electoral ha sido gestionado de la peor manera posible, de modo que el autócrata ruso Vladímir Putin aparece ahora como el personaje decisorio de la política norteamericana.
Por su parte, el nuevo presidente llegará a la Casa Blanca marcado con una razonable sospecha de estar enemistado con las principales agencias de seguridad e inteligencia, mientras que, a lo lejos, el resto del mundo percibe la idea de que, con cierta habilidad informática, se puede influir en el desarrollo de las elecciones del país más poderosos del mundo.
El balance de la gestión de Barack Obama, galardonado con el Nobel de la Paz como un premio anticipado a lo que se suponía que sería una gestión prodigiosa del primer presidente de raza negra, necesitará un poco más de perspectiva, pero será sin duda decepcionante.
Sin embargo, y en el caso de Donald Trump, con la acumulación de decisiones estrafalarias, chantajes a empresas y nombramientos plagados de conflictos de intereses, esta decepción puede ser aún más rápida.
