La Europa de los enanos quiere un rasero a su altura en el que no destaque ninguna talla de mínima relevancia
Los grandes cambios históricos se producen por el impulso de los pueblos, pero necesitan de un liderazgo que los encauce hacia el ámbito en el que se toman las grandes decisiones, que es el de la política.
Por eso en el reciente aniversario de la caída del Muro de Berlín pesaba bajo el fulgor pirotécnico de la fiesta la memoria de los gigantes que lo hicieron posible.
Gorbachov, el Suárez del comunismo, tan similar en su esfuerzo de desmontaje de un régimen que hasta sufrió una intentona golpista; Kohl, el tenaz arquitecto de la reunificación alemana; Thatcher, la estricta gobernanta que revirtió la decadencia del bipartidismo británico; Mitterrand, el viejo zorro ambiguo que dominaba como un césar los recovecos del poder; Reagan, el inesperado estadista cuya simpleza estratégica resultó de una efectividad demoledora; incluso González, que entonces aún no había ensombrecido la frescura de su carisma con la mancha de la corrupción y el crimen de Estado.
Y el Papa Juan Pablo, cuyo ejemplo moral socavó los cimientos de la tiranía comunista como si su palabra hiciera sonar las trompetas de Jericó.
Aquello fue de veras una conjunción planetaria de líderes irrepetibles, una coincidencia de talento y pujanza que precipitó con su acción decisiva el salto cualitativo de la Historia… y cuya evocación provoca una cosquilla de melancolía al comparar esa alineación galáctica con la mediocre panoplia de sucesores que celebraron la efemérides de su obra maestra.
Afirma Ignacio Camacho en ABC -«La Europa de los enanos«- que la de hoy es la Europa de Berlusconi, de Brown o de Zapatero, una gris y desacordada nomenclatura tan consciente de su vulgaridad que se conjura para cerrarle el paso en la presidencia comunitaria a cualquier figura que pueda eclipsar su protagonismo mortecino.
La confabulación de medianías dirigentes -con la complicidad egoísta de Merkel y Sarkozy, celosos de su relativa hegemonía entre enanos- descarta con pretextos, impedimentos y vetos la posibilidad de que un Blair, un Felipe, un Aznar, un Schröder o una Mary Robinson encabecen el Tratado de Lisboa para no tener que sufrir su sombra, y buscan en el perfil bajo de los burócratas luxemburgueses o belgas un simple funcionario que le coja el teléfono a Obama.
Que ése sí tiene un perfil de liderazgo inatacable, aunque aún le quede pendiente el detalle de demostrarlo.
La Europa de los enanos quiere un rasero a su altura en el que no destaque ninguna talla de mínima relevancia.
Se refocila en una mediocridad anodina incapaz de aportar ideas, impulsos o novedades que rompan su rutina endogámica.
Se siente cómoda en la planitud de una dirigencia conformista con su propia galbana intelectual, sus tristes automatismos políticos y sus pequeños resortes de poder.
Sin grandeza, sin ambiciones, sin sueños. Veinte años después de la demolición del Telón de Acero, esta gente no tiraría ni una pared de cartón.