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En la Casa Blanca y en los despachos del edificio de Langley donde tiene su sede la CIA, hace ya muchos meses que los saben, pero la inmensa mayoría de los habitantes del planeta y de forma especial los ciudadanos de la opulenta Unión Europea todavía no han caído en la cuenta.

Aquí vivimos todavía bajo la impresión que nos produjo el desmoronamiento de la URSS hace dos décadas, cuando en un abrir y cerrar de ojos pasamos de un mundo bipolar a uno en el que sólo había una superpotencia y se llamaba Estados Unidos.

De sopetón, descubrimos que el inmenso Ejército Rojo había tenido en Afganistán muchas más bajas por enfermedad que en combate, que en las calles de Moscú morían congelados unos cuantos borrachos cada noche invernal y que los rusos de a pie iban con una bolsa de plástico en el bolsillo, por si topaban con una tienda o un mercadillo en el que vendieran algo.

Y tuvimos hacía ellos una mirada despectiva, la del orondo burgués hacia el menesteroso insolvente, olvidando que en 1814 entraron a caballo en París persiguiendo a las tropas de Napoleón, que en 1945 empujaron a los nazis hasta el mismo bunker de Hitler en Berlín, que fueron los primeros en lanzar un ser humano al espacio, que son duros como el pedernal y tienen vocación imperial.

En Rusia, que se extiende desde el Pacífico al Atlántico y hay nueve usos horarios, conviven dos almas: la proeuropea y la paneslava.

Vladimir Putin, ex miembro del KGB, respira con la segunda. Para él y los suyos, la UE no es un aliado. Es un rival, un enemigo, lo mismo que EEUU.

La partida que se juega en Ucrania no es económica, aunque el precio del gas parezca tan importante.

Lo que se dilucida, como ocurrió en el ‘Caso Snowden’ y cuando el Kremlin frenó en seco al belicoso Obama, haciéndole quedar en ridículo en Siria, es puro poder.

Y en ese juego, Rusia juega otra vez a superpotencia.

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