Matar a Bin Laden sin que el séquito de príncipes sufriera un rasguño era imposible
La CIA pudo matar a Osama Bin Laden en 1999 y dejó pasar una oportunidad que no se ha vuelto a repetir. Lo cuenta el periodista de The New Yorker Lawrence Wright, premio Pulitzer y autor de un libro magnífico titulado «La torre elevada«.
El millonario-terrorista saudí estaba en el desierto al sur de Kandahar (Afganistán) con un grupo de halconeros reales de Emiratos Árabes Unidos (EAU) que cazaban hubaras, una avutarda en extinción con supuestas propiedades afrodisiacas.
El guardaespaldas de uno de los príncipes había dado el soplo. Todo estaba preparado para que los Predator, aviones sin tripulación, reventaran el campamento y acabaran con un hombre, entonces casi desconocido, cuyo nombre no se había incluido todavía en la lista de los más buscados del FBI, pero la operación se abortó.
George Tenet, entonces director de la CIA, se opuso. Dick Clarke, coordinador nacional de contraterrorismo de la Casa Blanca, acababa de regresar de los Emiratos donde había apoyado la venta de aviones norteamericanos por 8.000 millones de dólares.
Matar a Bin Laden sin que el séquito de príncipes sufriera un rasguño era imposible.
Ni Tenet ni Clarke ni la CIA sabían entonces el alcance de la amenaza que representaba aquel tipo barbudo y desgarbado que 15 años antes había renunciado a las comodidades de su familia, una de las más ricas de Arabia Saudí, para unirse a la yihad contra los soviéticos en Afganistán.
Tampoco sabían ni fueron capaces de prever el tremendo precio que EEUU y Occidente en su conjunto iban a pagar por su falta de decisión.