El fallo del Tribunal Constitucional egipcio que disuelve un parlamento dominado por los islamistas elegido hace apenas seis meses da un vuelco a la situación política de Egipto, ya cogida con alfileres. Mientras todos los ojos están puestos en las presidenciales de finales de esta semana, el parlamento era en muchos sentidos más relevante: encargado de redactar la nueva constitución, el parlamento era islamista en un 80% más o menos.
A medida que Hermandad Musulmana y el salafista Partido Nour se veían obligados por sus nuevas responsabilidades a prescindir del populismo oportunista de la oposición y a ponerse con los rigores de la administración pública, iban descubriendo que su popularidad estaba desapareciendo; el candidato de la Hermandad Musulmana fue incapaz de superar el umbral del 30% del voto en la primera vuelta de las presidenciales.
Es un toque de atención que el ejército egipcio espera aprovechar. El ejército está convencido de que si puede hacer «borrón y cuenta nueva», puede invertir la ola populista que aprovecharon los islamistas durante su primer encuentro electoral e impedir una situación en la que los islamistas, cuya popularidad ha seguido la misma trayectoria que la cotización de Facebook, tendrían una influencia no justificada por su popularidad.
Aun así, el ejército egipcio está jugando a un juego peligroso. Durante la campaña ha presentado contadas ideas nuevas. Los egipcios no van a permitir que su gancho de recuperar el estado de derecho reemplace al deseo genuino de reforma. En la práctica, los egipcios tienen razones para mostrarse cínicos con su ejército.
Mientras que los estadounidenses distinguen a los Generales por los triunfos en el campo de batalla, los egipcios no han ganado nunca una guerra a no ser que cuente su intervención en la guerra civil yemení, donde la principal herencia egipcia a estas alturas es el contagio del parásito Giardia de los soldados egipcios que se aliviaban en las alcantarillas hace casi medio siglo. La mayoría de los egipcios es consciente más bien de que sus Generales son empresarios. Lo que orienta sus posturas es simplemente el deseo de la élite militar egipcia de conservar el estatus quo y sus cuentas bancarias.
El peligro, no obstante, es la indignación popular. Los clérigos islamistas han dejado ya claro que tomarán la calle para combatir cualquier resultado electoral que no se decante por ellos. Han pasado más de dos décadas desde que el gobierno argelino, conmocionado por la victoria islamista en los comicios de 1991 y por la promesa de los ganadores de reformar la constitución, decidiera cancelar las elecciones desatando una brutal guerra civil que costó la vida a unas 200.000 personas.
La principal razón de que los argelinos no se vieran arrastrados en las protestas de la Primavera Árabe fue que las cicatrices de la violencia de la década de los 90 siguen frescas. Que un socialista árabe en lugar de un régimen islamista tenga ahora el poder puede convencer al ejército egipcio de que el riesgo está justificado.
En Argelia, sin embargo, la población está repartida a lo largo de su millar de kilómetros de costa. En Egipto, la mayoría de los 80 millones de habitantes viven hacinados en el estrecho Valle del Nilo. Los tribunales egipcios y los Generales están corriendo un riesgo verdaderamente importante. Si la historia se repite, la factura podría ser mucho más elevada.