Casi dos años después de iniciado el levantamiento sirio, el reinado del Presidente Bashar Assad parece más comprometido que nunca. Los rebeldes cierran el cerco en torno a Damasco. Estados Unidos y un centenar de países más habrán reconocido a la oposición como gobierno legítimo de Siria este mes. Por motivos humanitarios que razones de seguridad nacional, América estará mejor sin Assad.
Assad no era ningún baluarte contra el fundamentalismo islámico. Aunque se oponía a los elementos fundamentalistas dentro del país, en el extranjero los financiaba, ayudando a terroristas de Al Qaeda a infiltrarse en Irak. También tendía líneas de apoyo a Hezbolá, grupo cuya selección de objetivos estadounidenses y alcance global rivaliza con los de Al Qaeda.
Si bien los funcionarios estadounidenses temen que Assad utilice armas químicas, muchos olvidan que si los israelíes no hubieran destruido sus instalaciones nucleares en el año 2007, ahora estaría blandiendo un arsenal más letal.
Ese cambio de régimen se producirá probablemente sin ningún compromiso estadounidense de tipo militar, si bien no será tampoco una fuente de orgullo para la Casa Blanca. Como testigo de primera mano y participante en el Pentágono tanto en la planificación pre-guerra de Irak como en la reconstrucción de posguerra, considero que el equipo Obama está replicando los errores de la administración Bush, uno tras otro.
Empecemos con la Inteligencia. Cuando comenzó el levantamiento sirio, el Departamento de Estado no tenía ninguna información de la identidad de los sirios libres.
La revuelta pilló por sorpresa tanto al Departamento de Estado como a la CIA. De la noche a la mañana, saber quiénes eran los rebeldes sirios pasó a ser la prioridad principal.
Componer el mapa de una oposición no es ninguna cuestión baladí. La tentativa de la administración Bush de organizar a la oposición iraquí fue en la práctica una experiencia comparable a una pelea de gatos. La mayoría de los árabes que acabaron ocupando los puestos principales eran desconocidos para los americanos.
En Siria se desarrolla la misma dinámica. Los sirios han salido del anonimato hablando de vínculos más allá de los sueños más ambiciosos del Departamento de Estado. Han realizado manifestaciones en los encuentros auspiciados por Estados Unidos en Estambul y Doha, ninguna de las cuales ha tenido relevancia alguna para los sirios de a pie.
El Presidente Obama también parece lento a la hora de comprender que, exactamente igual que en Irak, los estados regionales interpretan un papel subversivo. El Ejército Sirio Libre ha detenido a docenas de agentes de la Guardia Revolucionaria de Irán que se hacían pasar por peregrinos. Damasco tiene sus lugares sagrados, pero ser un peregrino religioso en una Siria castigada por la guerra es como ir a Newark a esquiar.
También Turquía está librando un doble juego. Los sirios acusan a Ankara de apoyar a los islamistas radicales con el fin de minar a los kurdos seculares. Qatar es en la actualidad el financiero de las formaciones religiosas más fundamentalistas. Las descripciones color de rosa de la oposición siria repiten el triunfalismo de los pájaros en la cabeza de la era Bush, en lugar de la realidad.
La formación del Consejo de la Oposición Siria, elogiada por Obama por su aperturismo, replica otro error de Irak: confundir democracia de mecanismos con democracia de resultados. El supuesto de que el aperturismo promueve la democracia a menudo es erróneo. Algunas formaciones se aprovechan de los vientos democráticos exclusivamente cuando les conviene, y luego vuelven a las armas.
Como descubrieron rápidamente los iraquíes, el grupo demasiado diferente acarrea la parálisis política. En ocasiones, la mejor vía de la democracia es la marginación, no la inclusión. Obama nunca nombraría vicepresidente a Mitt Romney, y no debería de esperar que los sirios sean más magnánimos.
El equipo Obama también tiene que reconocer que, igual que la guerra ha arrasado Irak, ha cambiado para siempre Siria. Las fuerzas gubernamentales y los milicianos irregulares practican la limpieza sectaria de forma igual de deliberada que la practicada en Bosnia o en Irak.
Hoy, Siria es un país de cantones étnicos y sectarios, unos alauitas, unos sunitas y unos kurdos. No hay vuelta atrás. Pero a pesar de la nueva realidad, no parece haber habido ninguna planificación evidente a largo plazo para el futuro de Siria.
Una cosa debería de quedar clara: lo que suceda en Siria no va a quedarse en Siria. Si los cristianos se dirigen al Líbano huyendo del ascenso de militantes islamistas, alterarán el delicado equilibrio sectario de aquel país. Los iraquíes temen que una presencia de Al Qaeda en Siria pueda reactivar la violencia sectaria dentro de su país. Los turcos temen tanto al separatismo alauita en la provincia turca de Hatay como al nacionalismo kurdo en todas partes.
Obama tiene que hacer planes para lo peor. Habrá una insurgencia siria. Rivalizar por el poder es una cosa; otra es aceptar la derrota. Las potencias de la región van a elegir a sus representantes, alimentando un conflicto largo.
Al Qaeda, que no es famosa por sus compromisos, se unirá a la mezcla. El día 11 de diciembre, el nuevo consejo yihadista encabezado por el Frente Nusra, organización clasificada por Estados Unidos hace poco como grupo terrorista, anunciaba aspirar a «la victoria o el martirio».
La caída de Assad será el final del principio, no el principio del final. Como nuestro último Presidente aprendió muy bien en Irak, los verdaderos cambios comienzan solamente después de la caída del dictador.
Michael Rubin es miembro del American Enterprise Institute y profesor de la Escuela Naval. Imparte Historia de Afganistán a las unidades militares estadounidenses desplegadas. Entre 2002 y 2004 fue el director de la Oficina del Secretario de Defensa para Irán e Irak, de donde pasó a la Autoridad Provisional de la Coalición en Irak. Es exfuncionario del Pentágono.