Puede que nunca antes la situación política y social en Oriente Medio haya sido más traumática y trágica: camina hacia el abismo. La destrucción de algunos Estados, las luchas étnicas, los enfrentamientos entre las distintas comunidades suníes y chiítas, el conflicto entre Israel y Palestina que no parece tener fin ni tampoco la represión del pueblo palestino, las intervenciones de las grandes potencias, EEUU y Rusia, la participación y confuso juego de países como Arabia Saudí, Qatar, Pakistán, Irán y Turquía, el auge de los fundamentalismos radicales y fanáticos; todo ello ha convertido la región en un caos, un polvorín minado por la corrupción donde proliferan los atentados, las masacres, la eliminación de las minorías, y en el que nada ni nadie parece estar a salvo de la tragedia.
Siria se ha hundido en una guerra civil que ha causado miles de muertes y provocado masivas emigraciones que están desestabilizando a los países vecinos como el Líbano y Jordania. Lo que empezó siendo una revuelta estudiantil, reprimida cruelmente por el régimen dictatorial de Bashar al Asad, afloró todas las contradicciones latentes en el país, y el larvado enfrentamiento entre la comunidad sunita y alauita.
El apoyo de Arabia Saudí y Qatar a los rebeldes, financieramente y con armamento sofisticado -y absurdamente avalado por los EEUU-, ha terminado por provocar un cruel enfrentamiento en el que no se sabe si el objetivo de cada uno de los bandos es sobrevivir o exterminar al adversario.
Han sido las facciones radicales las que finalmente han conseguido liderar la oposición al régimen, lo que ha llevado a los EEUU a desistir de derrocarlo, por temor a que el remedio fuera peor que la enfermedad. Cuando se oyen en Occidente múltiples voces que piden acabar con el régimen sirio, parece que se olvida la trágica realidad existente. No hay ni sombra de una oposición democrática y laica, que ha sido barrida del mapa.
Irak como consecuencia de la intervención norteamericana se ha desintegrado. La que iba a ser la madre de todas las batallas y las victorias, se ha convertido en la madre de todos los conflictos y tragedias. La invasión desarticuló todas las estructuras del país.
Se creó un vacío en el que, bajo la férula norteamericana, los chiítas con su presidente Nuri Al Maliki impusieron una política sectaria marginando al resto de las comunidades. Las tres grandes existentes, sunníes, chiítas y kurdas, parecen estar a la puerta de otra guerra civil similar a la de Siria, sin que vislumbre el camino hacia la paz.
El principal beneficiario de este caos es el llamado Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIS), movimiento fundamentalista que pretende devolver el poder a los sunitas y, sobre todo, dominar la región e imponer la Sharia, proclamando lo que llaman un nuevo Califato Islámico.
Esta organización hunde sus raíces en el movimiento yihadista que inició Al Qaeda, pero es mucho más eficaz -puede que cuente con el asesoramiento de cuadros militares y políticos del antiguo gobierno de Sadan Husein. Su objetivo no es tanto atacar a Occidente, aunque sea su enemigo último, sino alzarse con el poder en la región eliminando a cuantos no acepten su modelo de sociedad.
Cuando gracias a la debilidad del ejército iraquí se apoderó de Mosul, tan solo hace unos meses, en Junio del pasado año, lo que catapultó a esta organización en la que ni siquiera habíamos reparado y le proporcionó una gran victoria mediática, su líder Abu Bakr al-Baghdadi proclamó:
«Nuestro objetivo es fundar un Estado en el que los árabes y no árabes, el hombre blanco y el hombre negro, el oriental y el occidental, se sientan todos hermanos. Siria no es para los sirios e Irak tampoco es para los iraquíes. La tierra es de Alá».
Algunos especialistas consideran que Al Qaeda es sobre todo una idea y unos cuadros, más que una eficaz organización como el Estado Islámico. Puede que sea cierto, pero esa idea sembró las semillas de yihadismo que atrae a numerosos seguidores y es tan peligrosa como el propio Estado Islámico; especialmente si nos referimos a Occidente, como prueba el trágico y reciente atentado contra el periódico francés Charlie Hebdo. Contra este yihadismo de lobos solitarios, resulta mucho más difícil luchar que contra organizaciones concretas, por poderosas que puedan ser.
Los éxitos militares del Estado Islámico, la descomposición del ejercito iraquí, el apoyo de las comunidades sunitas, desesperadas por la marginación y el expolio que han sufrido; y la llamada a la creación de un nuevo Califato Islámico, mítica idea de todo movimiento fundamentalista -incluida su trágica puesta en escena de las decapitaciones de los rehenes occidentales-, le ha generado una aureola de victoria que atrae a numerosos musulmanes, incluso occidentales, que han comenzado a integrarse en las filas de sus ejércitos. Difícil es entender cuales son las razones que impulsan a muchas de estas personas, y las predisponen a matar y morir para apoyar esta irracional utopia.
Pero este tipo de movimientos no han surgido de la noche a la mañana. Sus fundamentos son el wahabismo saudí y el salafismo, ideologías fundamentalistas y retrogradas, cuya difusión ha sido financiada desde hace años por algunas de las ricas monarquías petrolíferas del Golfo, incapaces de ver la bárbara deriva que podían alcanzar. Hoy día puede que estén arrepentidos de ver el monstruo que han contribuido a crear, pero no es fácil detenerlo.
No se puede olvidar en esta compleja y tortuosa situación, la posición de Turquía y de Pakistán; país el primero que nunca ha querido comprometerse en la lucha contra el Estado Islámico, si es que no lo ha apoyado directamente, preocupado por la posible consolidación de un Estado Kurdo en la zona, lo que rechazan a toda costa; y el papel jugado por Pakistán, que se ha convertido en una bomba de relojería en el que sus Fuerzas Armadas, el verdadero poder, por un lado reprime a los islamistas y por otro les proporciona refugio, como sucedió en el caso de Bin Laden.
En este complicado y casi irresoluble puzzle, hay que incorporar a Rusia, decidida a mantener su antigua influencia en la región y a debilitar a los EEUU a toda costa; y también a Irán, país que lidera el chiísmo militante, y no se arredra ante el implacable odio del Estado de Israel siempre dispuesto a destruirlo. La teocracia iraní a su vez no renuncia a hacer valer su influencia en la región, cualquiera que sean las consecuencias.
De nada han servido las lecciones de la revolución iraní cuando las fuerzas laicas y democráticas hicieron caer al Sha, y quien terminó ganando la partida fueron los ayatollahs liderados por Jomeini, lo que supuso un cambio radical en toda la región, y no precisamente hacia una sociedad más tolerante y democrática.
Hoy día la mayor parte de los actores en este nuevo Gran Juego, empiezan a están preocupados por la desatada furia que enfrenta a suníes y chiíes y por los excesos y la barbarie del Estado Islámico, de tal forma que las potencias occidentales han decidido detener su avance y evitar que se consolide.
De ahí, que el presidente Obama haya impulsado una coalición de países para enfrentarse al Estado Islámico, aunque incomprensiblemente ha decidido no enviar tropas para luchar sobre el terreno lo que debilita la posibilidad de acabar con su declarado enemigo, máxime si como dicen sus líderes, ellos avanzan como la «serpiente entre las rocas».
Difícil es terminar con la misma desde el aire y, sobre todo, cuando algunos de los países de la coalición no se sabe si realmente están decididos a involucrarse en la lucha.
No parece que Occidente haya sido capaz de entender la complejidad de la situación. Es evidente que sus intervenciones no han dado fruto alguno; más bien lo contario. Hoy día carecemos incluso de una clara estrategia para enfrentarnos al yihadismo, fenómeno que no entendemos y rompe todos nuestros esquemas. Ha fracasado la «guerra contra el terror» que inició Bush, y todavía más la creencia de que bastaba con acabar con los tiranos para que se implantara una democracia liberal, progresista y defensora de los derechos humanos.
Difícilmente saldrá victorioso el Estado Islámico de este enfrentamiento -pero su guerra y la de los yihadistas contra la democracia, las libertades y los derechos humanos seguirá causando durante años grandes sufrimientos tanto a los países musulmanes como a los occidentales. La necesaria paz en la región requiere sentar en la mesa a los países implicados y establecer los pertinentes acuerdos. Pero no existe actualmente ninguna potencia que pueda imponerlos y tampoco está claro que las partes contendientes estén dispuestas a hacer las concesiones necesarias para conseguir la paz.
El viejo Oriente Medio ha dejado de tener sentido; el nacionalismo y el panarabismo también. En gran medida han quedado obsoletas las organizaciones internacionales y, en concreto, las Naciones Unidas. Se impone una reformulación de las mismas. Los enfrentamientos y los odios entre las distintas comunidades religiosas y étnicas son ahora la fuerza dominante. Hemos vuelto a los años más oscuros de la Edad Media.