Asesinos Islámicos

El terror de los terroristas de ISIS antes de morir reventados

Gritos, desesperación y pánico.

Así son los últimos minutos de un grupo de terroristas del ISIS, cuyos jefes han sido abatidos y que se montan en un tanque casero para tratar de escapar.

Mueren todos los fanáticos islámicos.

Terror y propaganda como armas de guerra

El terror y la propaganda fueron su mejor arma frente a enemigos más numerosos y mejor armados.

Miles de hombres yazidíes, minoría religiosa del norte de Irak a la que consideran herética, fueron exterminados y, las mujeres de esta comunidad fueron convertidas en esclavas sexuales.

La decapitación de combatientes capturados y el degollamiento de rehenes occidentales fue la escenografía de marca de una secta que ha encontrado en el rigorismo más exaltado del islam la justificación de la yihad para la comunidad suní. Mayoritaria en el mundo islámico, los miembros de la ortodoxia suní se han visto sojuzgados en Irak, donde constituyen una minoría, por la violencia sectaria de gobiernos de base chií.

En Siria se han sentido oprimidos por la élite alauí, rama del chiísmo a la que pertenece el clan familiar del presidente Bachar el Asad, que domina el país árabe desde hace medio siglo.

Los bombardeos internacionales no hicieron mella en sus avances territoriales hasta que el Estado Islámico se encontró con un rival que no parecía temer sus atrocidades. Las Unidades de Protección del Pueblo (YPG, en sus siglas en kurdo) resistieron durante seis meses a los yihadistas en la localidad de Kobane, fronteriza con Turquía, en un frente que marcó a comienzos de 2015 la máxima expansión del Estado Islámico.

El ISIS intentó jugar de nuevo la baza de la propaganda bélica con la toma de la monumental ciudad de Palmira. La destrucción de algunos de sus restos arqueológicos, declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco, fue toda una declaración de guerra a la cultura y la civilización universales.

El declive del Califato no ha cesado en los últimos cuatro años hasta su extinción en Baguz en la madrugada de este sábado. Antes de ondear su bandera amarilla en el feudo conquistado, las FDS encabezadas por las milicias kurdas y apadrinadas por el Pentágono han prolongado durante tres meses la operación contra el último bastión del ISIS.

Han pesado razones de prudencia —la presencia de decenas de miles de civiles y junto a yihadistas suicidas— y de estrategia internacional, ante la vacilación del presidente Donald Trump, que había barajado una retirada total de sus tropas, lo que hubiese podido dejar desprotegidos a los kurdos de Siria frente a Turquía.

Tras nueve meses de batalla casa por casa de las fuerzas iraquíes para expulsar al ISIS de Mosul en julio de 2017, las FDS reconquistaron Raqa en la mitad de tiempo gracias a la contribución de masivos bombardeos aéreos internacionales que arrasaron la ciudad. Privados de sus dos capitales y sin poder imponer exacciones a sus habitantes para financiarse, los yihadistas fueron retrocediendo hasta quedar arrinconados en la desértica frontera iraquí.

Después de perder su base territorial y de población, el Estado Islámico se ha transformado en su antítesis: un grupo terrorista errante que difícilmente podrá seguir liderando el yihadismo global.

La crueldad y la brutalidad —amparada en el fanatismo religioso— de los combatientes de una milicia sanguinaria, que no han conocido otra vida que la insurrección y la guerra, conmociona aún al mundo. En un conflicto donde intervienen grandes potencias globales como EE UU y Rusia, y regionales, como Irán y Arabia Saudí, la lucha contra el ISIS ha sido el único denominador común entre los bandos enfrentados.

El intento de genocidio de la minoría yazidí perpetrado por el Califato del Estado Islámico ocupa ya un lugar entre páginas aún más oscuras de la condición humana, como las que escribieron los paramilitares hutus Interahamwe en Ruanda, hace 25 años, o los jemeres rojos camboyanos, cuatro décadas atrás.

El efecto multiplicador de la barbarie del Estado islámico a través de las redes sociales —unido a la reciente memoria de un terror cercano, como en las tragedias de la sala Bataclan de París o de las Ramblas de Barcelona—, propicia que gran parte del mundo respire ahora aliviado por la derrota del último reducto del Califato.

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