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El cardenal converso con acceso directo al Papa

RD, Martes, 9 de diciembre 2008

Acaba de dar un paso de gigante en su carrera eclesiástica. El cardenal Antonio Cañizares Llovera sube al Olimpo de los ministros vaticanos, apoyado en su profunda fortaleza de converso del progresismo y en una vieja amistad, consolidada desde hace más de 25 años, con Benedicto XVI. No en vano, a principios de los años 80, cuando dejó de ser profesor del progresista Instituto de Pastoral de la Pontificia de Salamanca en Madrid para convertirse en secretario de la comisión episcopal de Doctrina de la Fe, este cronista lo bautizó con el apelativo (entonces no demasiado cariñoso) de “pequeño Ratzinger”. Un apelativo que hizo fortuna y hasta el propio Papa utiliza.

Pequeño en estatura (no llega al metro y medio), pero grande en su conversión y en su sintonía, en aquella época naciente, con el gran cancerbero de la Fe en Roma, el entonces prefecto para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger. Cañizares y Ratzinger conectaron al primer golpe de vista. Quizás porque son almas gemelas, con un recorrido vital muy parecido, sobre todo en el ámbito teológico-ideológico.

Si el Papa fue uno de los adalides del Vaticano II y pasó una buena parte de su juventud al lado del teólogo heterodoxo por antonomasia, Hans Küng, Antonio Cañizares fue, durante más de 20 años, uno de los puntales de la renovación litúrgica española y formó parte del ramillete de teólogos progresistas que dirigían el Instituto de Pastoral de Madrid. Junto a nombres tan destacados como Casiano Floristán, Juan de Dios Martín Velasco, Luis Maldonado, Marciano Vidal, Julio Lois o Jesús Burgaleta. Los máximos adalides de la apertura conciliar.

Sencillo, amable, cercano y bien preparado sobre todo en Catequética, Cañizares no sólo predicaba teóricamente, sino que daba trigo progresista en las parroquias en las que colaboraba en Madrid. Sobre todo en la de san Gerardo del barrio de Aluche, que se convirtió en santo y seña de la progresía en el ámbito de la catequesis. Nunca fue un dechado de retórica y sus clases eran un “tostón”, pero suplía sus escasas dotes verbales con una simpatía muy mediterránea.

Pero de pronto, en los años 80, se cayó del caballo progresista. Y cambió radicalmente. Sobre todo desde que el entonces arzobispo de Madrid, cardenal Ángel Suquía y el obispo de Segovia, Antonio Palenzuela, lo promueven, en 1985, para el cargo de director del Secretariado de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe. Ninguno de sus antiguo amigos se explica la cusa de su súbita conversión y cambio de bando. Pero el caso es que rompió totalmente sus relaciones con casi todos ellos y se dedicó a seguir sus obras de cerca, quizás porque no tenía más remedio por el cargo que ocupaba.

Desde la Casa de la Iglesia, su ascenso fue espectacular. Primero como profesor y teólogo de cabecera del cardenal Suquía y, después, volando por sí mismo. Con Ávila como diócesis de despegue, en la que se empeñó en fundar una universidad Católica que se mostró ruinosa. Por falta de dinero, de alumnos y, porque competía con la Pontificia de Salamanca, su antiguo hogar.

Pero de Ávila promocionó a Granada. Dicen que para intentar meter en vereda a los díscolos jesuitas de la Universidad granadina. Y aunque algunos profesores se quedaron por el camino y otros tuvieron que autocensurarse, el caso es que la Compañía siguió respaldando a su Universidad, que ahí sigue.

E paso a Toledo coadyuvó a transformarlo por completo. Convertido en primado de España, se creyó el papel, hoy simplemente honorífico, e intentó ejercerlo a fondo y, quizás, un poco a destiempo. Con los medios de comunicación como palanca, se convirtió en el reducto de todas las esencias más conservadoras. Tanto ad intra como ad extra. Martillo de socialistas, en círculos políticos comenzaron a llamarle “Recaredo”. Y en lols ámbitos eclesiásticos, se tornó en la “bestia negra”.

Duro en el fondo doctrinal y teológico, pero suave en las formas. Es capaz de sonreír, contar chistes o tomar una caña con cualquiera sin dárselas de príncipe de la Iglesia. Típicamente mediterráneo (nació en Valencia el 15 de octubre de 1945), Cañizares supo granjearse, a pesar de todo, el afecto de las máximas instancias socialistas, encabezadas por la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, que lo eligió como su interlocutor preferente. Sobre todo durante el breve interregno de monseñor Blázquez al frente del episcopado.

Con la vuelta de Rouco a la cumbre de la cúpula episcopal, a Cañizares le quedaba muy poco margen de maniobra. Rouco no es Blázquez y no iba a permitir que el pequeño cardenal le hiciese sombra desde Toledo. Y Cañizares, con la ayuda de su amigo el Papa, optó por poner tierra de por medio. Durante unos años. Porque Rouco tiene 72 años y, como máximo, le quedan cinco en el timón de la Iglesia española. Cañizares, en cambio, tiene sólo 63 y, dentro de 5 años, con 68, puede volver a Madrid. Como jefe absoluto y total. Cardenal de ida y vuelta.
Mientras tanto asume el que en Roma llaman “dicasterio español”.

Y es que por Liturgia y Disciplina de los Sacramentos han pasado los cardenales Larraona, Tavera, Martínez Somalo y Javierre. Sigue, pues, la saga española. En un dicasterio considerado de segundo rango hasta ahora, pero que cobra especial relevancia con el Papa Ratzinger. Porque la liturgia es una de las máximas preocupaciones (algunos hablan de obsesiones) de Benedicto XVI. Convencido de que muchos de los actuales males de la Iglesia provienen de los numerosos desmanes teológicos cometidos en el postconcilio, Su Santidad quiere atar corto ese ámbito eclesial. Y devolverle la pompa y el boato de antaño. Convencido de que el misterio litúrgico es el camino más fácil y mejor para llegar a Dios. Esa será la función de su pequeño amigo.

Amén de dirigir y controlar la liturgia en todo el mundo, Cañizares, con su ascenso a los altares de la Curia, se convierte asimismo en el español más cercano al Papa. De ahora en adelante, las decisiones que se tomen en Roma sobre España dependerán en buena medida de sus consejos. Y, aunque no forma parte todavía, del dicasterio de los obispos, nadie duda de que tendrá mucho que decir en los próximos nombramientos. Y por supuesto, en las relaciones entre el Vaticano y el Gobierno socialista.

Y que tiemble Federico Jiménez Losantos. El locutor de La Mañana sabe muy bien que, a partir de ahora, las presiones romanas sobre su protector el cardenal Rouco Varela, se van a incrementar. Y, como consecuencia de ellas, su puesto en la cadena de los obispos está más en entredicho que nunca. Cañizares es un hombre de convicciones. Y, cuando entiende que algo o alguien está dañando la credibilidad de la Iglesia, no se anda con contemplaciones. Hace tiempo que el todavía purpurado de Toledo sabe que ni el tono ni el mensaje de Losantos se acomoda con el ideario de la cadena episcopal. Y no tardará en hacer valer su opinión al respecto. Con la fuerza del converso y el plus de poder que acaba de conseguir.