Debo dejar Alcalá de Henares, y lo hago con pesar. ¿Qué extraño poder de sugestión y atracción poseen las ciudades medievales sobre mi persona? Aquí me quedaría, no sé si para lo que me reste de vida, pero, al menos, indefinidamente si pudiera. Alcalá es humana, amigable, te facilita el que accedas a ella, pero, de igual modo, suelta amarras, te ayuda en la salida. Salgo atento a los indicadores, situados estratégicamente, y reflexiono: si me fuese dado, antes de dirigirme a Complutum, debería haber iniciado la «ruta» en Alcobendas.
-¡Escribiste Alcobendas! ¿Estás loco? ¿Alcobendas en la ruta del Quijote?
-Sí, Alcobendas.
-¡Pecado mortal! Acabas de autodesterrarte al averno.
-¡Seguro! Alcancé una fase en mi vida en que, cuando lo estimo, me pongo el mundo por montera. No soy libre, nunca lo he sido, pero me permito licencias. Por cierto, ¿conoces a alguien auténticamente libre? Y no fue asunto que rehuyese Cervantes. A la libertad, volveré.
En el capítulo XIX de la primera parte, narra don Miguel «la aventura que le sucedió [a Don Quijote y a Sancho] con un cuerpo muerto…»: la perspectiva de veinte viajeros a caballo tocados con sobrepellices, portando hachas encendidas y seguidos de una litera enlutada y de otros seis viajeros igualmente enlutados, más de noche que de día y en despoblado, turba el ánimo del escudero y también del caballero. Pero Don Quijote, como es ya su costumbre, hace de la necesidad virtud y se dispone a afrontar el supuesto entuerto a que le empuja el destino. Da el alto a la comitiva y exige aclaración acerca de lo que está sucediendo; uno de los viajeros es arrojado al suelo por su caballería, temerosa sin duda de aquel aparecido, y los demás, asustados, huyen en desbandada. El caído suplica clemencia y se declara licenciado y haber recibido «las primeras órdenes», lo que implicaría que su muerte equivaldría a sacrilegio. Ya más sereno, reconoce ser bachiller y no licenciado, declara llamarse Alonso López, ser natural de Alcobendas y venir de la ciudad de Baeza… A decir de los estudiosos del «Quijote», estamos ante otro de los guiños del autor, porque Alonso López fue hombre de carne y hueso, amigo del soldado Cervantes Saavedra y compañero suyo de infortunio en el cautiverio de Argel.
¡Alcobendas! Discúlpenme los alcobendenses y, al menos, permítanme recoger aquí una de sus singularidades. Alcobendas es ciudad vecina de San Sebastián de los Reyes y ambas mantuvieron mutua hostilidad histórica, pero no las traigo aquí para que ayuden a empujarme al averno, sino para destacar que poseen cuatro calles en común, cuatro calles en que una acera pertenece a una, y la otra acera, a la vecina.
Te asomas a la trayectoria vital de Cervantes, ya muy estudiada, y te encantaría encontrarte con…, con un ser inmaculado, intachable, pero, para bien o para mal, como sucede a otros mortales en la historia, Miguel es un ser en el que conviven el hombre y el genio. Como genio, ¿qué voy a escribir que no se haya dicho ya? Y como hombre… -¡cómo negar al hombre!-, como hombre, entiendo sus posibles debilidades, su capacidad para sucumbir a la tentación, porque subsistir decorosamente no siempre resulta fácil y, más a menudo de lo deseable, el ser humano se ve doblegado por la vida, por las circunstancias.
Parece confirmado que nuestro autor desciende de judíos conversos -curiosamente, un antecesor suyo actuaría como confidente del Santo Oficio-, circunstancia esta, la de cristiano nuevo, que pesaría sobre sus hombros igual que una losa, lo que, en ocasiones, lo llevará a ser más creyente que nadie y a demostrar la limpieza de sangre a ultranza. Su hermana Luisa profesa como monja -ya lo escribí-, y lo hace probablemente para asegurarse una vida terrenal llevadera llamando a la puerta de la única orden que no exigía demostración de ser cristiano viejo.
En la aventura con Alonso López, a que acabo de referirme, Don Quijote confiesa a Sancho que se siente excomulgado por haber usado violencia en cosa sagrada -al comienzo de la aventura, el encamisado declara haber recibido «las primeras órdenes»-, y añade: «juxta illud, si quis saudente diabolo». Cervantes fue excomulgado en varias ocasiones, como consignaré oportunamente, por lo que muestra conocer las circunstancias «ad hoc», y prosigue declarando su respeto y adoración por la Iglesia; mas no pierde ripio y, a continuación, pone en boca de Sancho la de arena: «los señores clérigos […] pocas veces se dejan mal pasar…» Añado como curiosidad que esta es la primera aventura en que Don Quijote se lleva el gato al agua y hace que nazca en Sancho su admiración por él.
Ya recogí los vaivenes que vivió Cervantes de ciudad en ciudad en sus primeros veinte años de existencia: no tuvo una vida fácil, como sucedía y sucede al común. Y he aquí que, en el otoño de 1569, tras infligir una herida en un altercado, la Justicia le condena a perder la mano derecha «con vergüenza pública», a diez años de destierro y a otras penas complementarias. La consecuencia: huye a Roma. Si el joven fuese supersticioso podría pensar que la Justicia había actuado premonitoriamente en lo que se refiere a la manquedad, acaecida dos años después en el golfo de Lepanto.
En 1570 Cervantes ya se encuentra en Nápoles, y en 1571 Miguel y Rodrigo, su hermano, se hallan embarcados en la galera «Marquesa» y participan en la madre de todas las batallas, Lepanto. Cervantes se encuentra indispuesto el día D, pero dicen algunos biógrafos que salta a cubierta y lucha con denuedo. ¿El resultado? El ya conocido: dos disparos de arcabuz en el pecho y uno en la mano izquierda que le hacen pasar a la historia como el Manco de Lepanto. No falta quien ponga en duda su eficiencia, porque, con una experiencia de solo seis meses como soldado y además con fiebre…
Tras Lepanto y después de tres años de lucha por el Mediterráneo, Cervantes decide hacer un alto en su vida como militar, tal vez dar un giro a su existencia. Vuelven a España los dos hermanos en la galera «Sol», que formaba convoy con otras tres. En función de su actuación en Lepanto, si el viento le hubiera soplado a favor… Y lo que le hubiera supuesto un empujoncito en su próxima vida ordinaria, las famosas cartas de presentación de don Juan de Austria y del duque de Sessa reconociendo su dedicación en la batalla, terminarán por hundirlo. Era finales de septiembre de 1575; un temporal dispersa los barcos y los corsarios berberiscos apresan la galera «Sol» frente a las costas catalanas, y esos salvoconductos harán pensar al infiel que tiene ante sí a un hombre poderoso, una pieza de calado, y bien que atina, y pone un precio inasumible a su liberación, quinientos ducados de oro.
El cautiverio en Argel debió de marcar a fuego a Cervantes. Un cronista trinitario describe así el baño real en que estuvo preso nuestro autor: «No entraba en ellos [en los calabozos] aire ni sol, ni se puede ver el cielo y apenas llega la luz, la inmundicia es notable, el tufo y el mal olor intolerables». A pesar de todo, en la prisión demuestra temple, y hasta proyectó una sublevación general -solo los españoles eran 25 000- y cuatro intentos de fuga; dicen que siempre en la compañía de personas de dinero, influencia, poder, en procura de su favor cuando volvieran a la capital y así mejorar su posición.
Mientras tanto, los frailes alzan el estandarte de la redención, basado en la captación de limosna a cambio de indulgencias y de exenciones fiscales. Cervantes los convencería para que compren la libertad de Rodrigo, porque lo que madre y hermanas consiguen reunir no alcanza para liberar a los dos: la familia sigue viviendo en la penuria económica, y no faltan autores convencidos de que son las mujeres quienes priorizan la liberación de Rodrigo, militar al fin y al cabo y juicioso, hombre de porvenir, mientras que Miguel no era más que poeta. Y, sin embargo, lo que es la vida: Rodrigo, cumplido el medio siglo, muere de un arcabuzazo sin pena ni gloria.
Cuentan las crónicas que nuestro autor debió de sufrir tanto en Argel que solo una personalidad fuerte, como la que él debía de tener -a la fuerza, ahorcan- sería capaz de soportarlo y superarlo. De modo paralelo, los trinitarios preparan nueva hornada de rescates. Una flota corsaria se encuentra a punto de zarpar con destino a Constantinopla, destino que presagia grandes males porque allí apenas sobreviven los cristianos cautivos, y, en una galera, Cervantes se encuentra encadenado al duro banco. El trinitario fray Juan Gil debe de ver un no sé que en los ojos de Miguel, le aplica el rescate de los cautivos que no encuentra, tal vez unido a alguna parte facilitada por la familia, y le devuelve la vida. Sucede el diecinueve de septiembre de 1580, cinco años después de iniciado el cautiverio, mes a mes. Por fin, Miguel es hombre libre tras la redención del trinitario, y a finales de 1580, con la edad de Cristo, está de nuevo en Madrid.
Y tras esta aparente digresión, vuelvo al camino a Sigüenza.
-¿También Sigüenza en la ruta del Quijote? Definitivamente, don Alonso Quijano te contagió su locura.
-Es el más hermoso de los elogios de que podría ser objeto.
A la Alcalá residencial le sigue la Alcalá comercial, con establecimientos varios, de dimensiones respetables, a uno y a otro lado de la autovía. Y es que, circulo de nuevo por la A-2, con tramos en los que la velocidad se encuentra limitada a cien kilómetros por hora. A mano izquierda, un área extensa destinada a la producción de cerveza, de una marca conocida, con inmensos depósitos metálicos con cientos, tal vez miles, de kilolitros de capacidad. Luego, parcelas destinadas al cultivo de la vid, de grano y de olivo. Circunvalo Guadalajara y unos minutos después abandono la autovía y me desvío a una carretera autonómica de factura excepcional; se acabó el llano mesetario, ya me encuentro en plena sierra. Me pregunto si habré circulado por aquí en otro momento. La vía es solitaria, muy solitaria, y no debe de resultar nada gratificante circular por ella de noche. ¿Quién habrá fundado Sigüenza y por qué en el lugar en que se encuentra?
Unos minutos más tarde, se desdobla la carretera: el carril en el sentido de mi marcha permite el acceso a la villa y el izquierdo facilita la salida. Tras el desdoble, a mano derecha, una instalación eléctrica, yo diría que de transformación, aunque el hecho de que haya un autobús repleto de visitantes que se recogen tras la correspondiente visita, me hace pensar que se trate de una planta generadora o cogeneradora. Estaciono unos metros más abajo, en el patio del edificio de la Cruz Roja, porque, desde aquí, la perspectiva del castillo resulta espléndida y voy a fotografiarlo.
¡El castillo! Aunque sea gateando, subiré a él. ¿Gateando? Escribo gateando porque la señalización de acceso resulta manifiestamente mejorable y debo preguntar. Por fin, ¡alcanzo la fortaleza! Este monumento, hoy restaurado y recuperado como parador nacional -¡cuánto debemos a Paradores!- resulta sobrecogedor por sus dimensiones, por el grosor de sus muros, por la seguridad que debía de proporcionar en los siglos de Reconquista… Estas piedras acogieron a grandes personajes de la historia, de los que me subyuga Blanca de Borbón, reina consorte del castellano Pedro I, el Cruel para unos y el Justiciero para otros, al que me referiré también al paso por Montiel. En aquellos tiempos, los matrimonios reales, ajenos totalmente al amor de los cónyuges, que en casi todos los casos ni se habían visto personalmente, perseguían alianzas políticas y mantener la dinastía trayendo al mundo vástagos sin cuenta. Tenía dieciocho años don Pedro y ya arrastraba carga a su espalda cuando se casa con Blanca, y como el rey francés no respetase los plazos en la entrega de la dote, la abandona a los dos días de la ceremonia y la encarcela mientras él dedica su tiempo a la amante de turno. Y aquí, en este castillo, Blanca consume encerrada cuatro preciosos años de su joven vida, en espera de ser asesinada por orden de su marido, como así sucederá unos años después lejos de aquí. ¡Contaba veintidós años cuando el regicidio! ¡Si las piedras romancearan! Cervantes, hombre de a pie, medita en distintos capítulos del «Quijote» en torno a la toma de estado; me quedo con esta intervención de Cardemio: «… para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los bienes de fortuna» (I, XXIV).
Disfruto de la fortaleza y la recorro hasta donde me es posible, observo el horizonte en derredor y la villa a sus pies y no puedo evitar una reflexión. Confieso que antes de lanzarme a los caminos preparo a conciencia la correspondiente documentación; aun así, he de reconocer que, a menudo, la realidad me reserva sorpresas. Formulo este circunloquio porque no esperaba encontrar una fortaleza de este empaque en una villa así de apartada y de estas dimensiones; acudo a Google a satisfacer mi curiosidad: 4700 almas censadas. Paladeo un café, exquisito café, en este castillo-parador y me dispongo a continuar la visita.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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