Desde Sigüenza, ya anocheciendo, vuelvo sobre mis pasos a Madrid, que como en casa, en ningún lugar.
Con la salida del sol, reemprendo la marcha. Me dirijo a la calle 30 y luego me desvío hacia la A-4. Loli jamás coartó mis iniciativas, siempre me dejó libertad, pero intuyo que preferiría que no realizara viajes largos no imperativos. El día amanece espléndido, la temperatura resulta grata, luce el sol y circulo por la autovía. A la salida, conecto el teléfono al cargador del automóvil y pido a Google que me guíe; en cuanto alcanzo la A-4, me sugiere que continúe regularmente por la vía durante no sé cuántos kilómetros y dejo la radio de fondo. Viajo por áreas industriales y de negocios, con trechos en los que la velocidad se encuentra limitada a cien kilómetros por hora, apenas respetada. Cómo admiro a los grandes autores de literatura odepórica, capaces de ensimismar al lector describiéndole la misma realidad paisajística una y otra vez. ¡Qué arte! Después de un tiempo, Google Maps me anuncia que debo desviarme. Ya en la carretera comarcal, el entorno resulta más familiar, menos impersonal, menos tipo autovía. Evoluciono a través de varias rotondas, bien indicado el camino; sobrepaso parcelas labradas, una inmensa plantación de almendros, fincas con el cereal recogido, un pequeño castillo a mano derecha, y sin apenas darme cuenta, nuevo desvío, esta vez a Esquivias. Nada más dejar la carretera autonómica, un monumento formado por una pared pintada en blanco sobre la que vive la silueta en negro de caballero y escudero me indica que estoy en la tradicional tierra del Quijote, me da la bienvenida a Esquivias.
Accedo a la villa a través de una vía cómoda y tranquila, con viviendas unifamiliares y chalés de dos alturas a ambos lados. Unos jóvenes que trabajan en una de las casas se desviven por dirigir mis pasos, y me alegro de que coincidamos: Esquivias es lugar discreto en extensión y población y procede estacionar convenientemente y mover las piernas. A poco, accedo a la plaza Mayor, coqueta, con un monumento central dedicado a Cervantes; lo rodeo, continúo unos metros por el paseo de los Álamos, aparco y me dispongo a iniciar la faena.
La estatua del Manco muestra a un Miguel apoyado, reflexivo, mirando a lo lejos, puede que al futuro, con la vista perdida tal vez en el infinito, acaso tomando aliento, fuerzas, para hacer frente a la vida del mejor modo de que sea capaz. El monumento al Quijote, en el comienzo del paseo de los Álamos, simboliza a la perfección el mito, la exaltación de la locura de Don Quijote en visión moderna. Ya no me cabe duda de que Esquivias respira Quijote, respira Cervantes.
Este pequeño pero coqueto paseo da la medida de la tranquilidad de esta típica villa castellana. Dos abuelos sentados a la sombra son mi objetivo, y preguntar por la iglesia, que yo ya sé que se encuentra al final, me dará motivo para entrar en conversación. ¡Qué pena! El templo se encuentra cerrado porque el párroco se halla de vacaciones; no se dirá misa, por tanto, y las urgencias que pudieran producirse las atenderá el sacerdote de… Recorro la alameda y me sorprenden las dimensiones del monumento. Leo que cuando el casamiento de Catalina y Miguel, la villa contaba veintiocho casas y poco más de cien vecinos, en cuyo caso estaríamos ante un templo monumental, desproporcionado para ese número de parroquianos. La realidad es que no me encuentro ante la iglesia de la boda, sino ante la que la sustituye, cuya construcción se inicia en 1785. Ello no es óbice, sin embargo, para que una placa cerámica recuerde que esta es la «yglesia de nuestra señora de la asunción». Y añade que «en esta yglesia se casó el ynmortal miguel cervantes saavedra el año 1584». Ignoro cuál será el año de fabricación del testimonio -tal vez haya sido recuperada de la fábrica de la iglesia originaria-, pero no deja de llamarme la atención que se silencie el nombre de la novia, máxime siendo esquiviana e hidalga.
Bajo unos pocos metros hasta el cruce, subo otros cuantos y desemboco en la plaza de Astrana Marín, empinada, pequeña, coqueta, luminosa, con un busto dedicado al cervantista y un mural cerámico en que puede leerse la cita con que inicio el paso por esta villa. Históricamente, Esquivias fue la última de las villas en sucumbir al peso de las tropas del joven emperador Carlos I en la Guerra de las Comunidades, pero fue y es leal a Don Quijote y a su entorno. ¿Hubiera existido la inmortal novela sin Esquivias, como pone en duda don Luis? ¡Ucronía! ¿Por qué se expresa así de rotundo el estudioso? Porque considera que Esquivias y sus gentes le inspiraron en la escritura de la obra; el caso más sobresaliente sería el de Alonso Quijada, pariente de Catalina y posible antecedente de Don Quijote.
Subo una calle empinada y avanzo por el lugar. Los escudos que se conservan mantienen vivo el recuerdo de que esta es villa de hidalgos. De igual modo, una cerámica da cuenta del fervor de la población por la Virgen de la Leche.
En mis viajes, al alcanzar una villa no empleo Google Maps para moverme o situarme, para así tener ocasión de hablar con los vecinos. Pregunto por la casa-museo y solo me falta que las interpeladas me acompañen, que tanta es la cordialidad con que se recibe a los curiosos, a los visitantes. Instantes después, alcanzo la heredad y accedo a un patio amplio en que un cartel cerámico recuerda que aquí vivió el matrimonio Cervantes-Salazar. A mano derecha, unos escalones bajan a sendas rejas cerradas; un paso relativamente estrecho me conduce a otro patio amplísimo desde el que se accede a la «Casa de Cervantes», de dos plantas. La recepción es amplia, con armarios dotados de puertas de cristal que atesoran libros «ad hoc», algunos de hace varios siglos. Atiende Susana.
-Buenos días.
-Hola.
-Quisiera visitar la casa.
-¿Con guía o por su cuenta?
-Por favor, con guía.
La guía es Susana. Tras unos primeros minutos en que romper el hielo, sintonizamos extraordinariamente bien. Susana disfruta con su trabajo, conoce en profundidad el entorno y el devenir de la pareja, los ancestros de Catalina y la historia de la villa, y lo comunica; le satisface que este visitante lleve aprendida parte de la lección, que le inquiera y hasta que disienta de su parecer en ocasiones. A la vez que cambiamos impresiones, recorremos las estancias, magníficamente recreadas. Bien por el Ayuntamiento y bien por la Fundación Areces que, según me cuenta mi guía, compró el conjunto para el municipio y lo restauró. Tras el periplo por la casa, pasamos al primer patio, bajamos los escalones a que aludí líneas atrás y pude visitar una espléndida bodega a mano derecha y una cueva a mano izquierda. Me cuenta Susana que son habituales las cuevas bajo las viviendas en Esquivias; su uso tradicional era como despensa pues mantienen una temperatura permanente de quince grados. La recorro y hasta me dejo llevar por la imaginación: en los tiempos oscuros, ¿habrá tenido otros usos esta red de pasadizos, tal vez comunicados, al menos, en parte? Me despido con gratitud de Susana y, con sus aportes y mi bagaje, paso a la reflexión.
Puede que un ciudadano común ajeno al mundo literario se pregunte qué trae a Cervantes a Esquivias. Hemos dejado a nuestro autor en Madrid, y en 1584 viene a Esquivias a colaborar en la edición del cancionero de un amigo, de un esquiviano influyente, a petición de su viuda -ella, parece que de origen morisco, volvió a casarse sin respetar el luto establecido, lo que debió de resultar escandaloso hace cuatro siglos y cuarto-. Algún autor relaciona este viaje con el flirteo de Miguel con Ana Villafranca -Ana de Villafranca en otras fuentes-, tabernera madrileña de la calle de los Tudescos; de resultas, Ana quedaría embarazada y el escritor se encontraría en una situación comprometida, tal vez temeroso de una posible demanda, de una petición de compensación, de la reacción airada del marido engañado…, con lo que el encargo literario le vendría como anillo al dedo para poner tierra por medio y obviar la paternidad sobrevenida y no deseada: es más, no falta quien establezca que el encargo de la viuda esquiviana sería su manera de ayudar a Cervantes, al que conocía bien y apreciaba a través de su difunto marido. Y Catalina, ¿cómo llega a su vida? Aunque tal vez debiera preguntarme por quién llega a la vida del otro. Catalina es Catalina de Salazar y Palacios, como aparece nombrada en la lápida de la casa-museo, o Catalina de Palacios Salazar y Vozmediano, como veo en otra fuente, y no agoto los modos en que se la conoce, que, por aquellos tiempos, los apellidos se manejaban a gusto de cada cual. Era hija de hidalgo y sobrina de Juan de Palacios, párroco de la villa, que la educó, y hasta es posible que conociera el latín. Tiene diecinueve años cuando Cervantes llega a Esquivias y una visión romántica de los hechos dibuja una situación de este tenor: la joven, ingenua y soñadora, se sentiría subyugada por este héroe de Lepanto cautivo en Argel y escritor; Miguel, por su parte, vería en ella a una hidalga, cristiana vieja, solvente económicamente…, un buen partido, en pocas palabras. La realidad la conocen ellos donde se encuentren y, con seguridad, me temo que seguiremos ignorándola. Ahora bien, no deberíamos perder de vista hechos objetivos: la joven acaba de perder a su padre, que deja a la familia acosada por las deudas que contrajo, y tiene dos hermanos menores de los que se ha de responsabilizar; Cervantes es hombre de mundo y seguro que no se le escapan estas circunstancias; por otro lado, él cuenta 37 años frente a los 19 de Catalina… Sea como fuere, tal vez utilizándola como escudo ante la tabernera y su marido, Cervantes y Catalina, Catalina y Cervantes son casados en pocas semanas, el 12 de diciembre de 1584, por el tío clérigo Juan de Palacios y pasan a vivir en la casa que les facilita Alonso Quijada y que acabo de visitar. En función de los flases con que me encuentro, concluiría que esta unión no muestra visos de haber logrado la felicidad de los contrayentes; es más, en uno de los documentos que manejo se insinúa que Catalina pudiera haber tenido una aventura extramatrimonial al poco del enlace. Y no me resisto a incluir este pensamiento de Cervantes: «… el que busca lo imposible es justo que lo posible se le niegue…» (I,XXXIII). ¡Ay, Catalina, y ay, Miguel! Porque, Catalina ha de soportar la vergüenza de varios presidios de su marido, a los que me referiré oportunamente, ha de admitir a la hija ilegítima de su esposo… Dicho de otra manera: bucear en el «Quijote» es navegar tras el amor. Cervantes publica su primera parte con 58 años, ya viejo para la época. En ese tiempo, ¿qué es el amor para don Miguel? Unos botones de muestra.
Reviso subrayados en el «Quijote» en busca de este pasaje que el autor pone en boca de Cardemio: «Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no lo es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en llegando a alcanzarle se acaba» (I, XXIV). Y de este otro que aparece en labios del narrador: «… solo se vence la pasión amorosa con huilla, y que nadie se ha poner a brazos con tan poderoso enemigo, porque es menester fuerzas divinas para vencer las suyas humanas» (I, XXXIV).
Con todo, parece que los primeros tiempos de matrimonio fueran felices, discretamente felices: nuestro autor vende una comedia y publica «La Galatea», pero vivir de la pluma resulta harto complicado y emprende su labor como administrador de la dote de su mujer.
Cervantes sabe que el amor iguala, y así pone en boca de Don Quijote que «… el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma, lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza…» (II, LVIII).
El sentido común de Sancho le hace pronunciarse así: «… el amor, según yo he oído decir, mira con unos anteojos que hacen parecer oro al cobre; a la pobreza, riqueza, y a las lagañas, perlas» (II, XIX). Y también que: «… esto de morirse los enamorados es cosa de risa; bien lo pueden ellos decir; pero hacer, créalo Judas» (II, LXX).
Marcela, el amor de Grisóstomo, nos aparta de los lugares comunes y sumerge al lector en profundidades filosóficas: «… no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama […]. El verdadero amor […] ha de ser voluntario y no forzoso» (I, XIV).
Referirse al amor en el «Quijote» exige aludir a Dulcinea. Don Quijote, por enésima vez, se declara su enamorado, lo que le impide poner sus ojos en otra mujer, y lo sintetiza así: «… nadie se puede obligar a lo imposible» (II, LXX). Y una elucubración, una especulación en forma de pregunta: ¿Y si Dulcinea fuese la encarnación, la sublimación de Catalina?
Tal vez sea este el momento de referirme a las otras mujeres en la vida de Cervantes. En primer lugar, su madre, Leonor de Cortinas, natural de Arganda del Rey, que parió siete hijos. Además de Luisa, la hermana carmelita a que ya me referí, Miguel y sus hermanas Andrea y Magdalena se admiran profundamente. Las hermanas de Cervantes son independientes económicamente, lo que en aquellos tiempos solo era posible aprovechándose de los varones: hacen de la relación con ellos su modo de vida, y esa relación les proporcionará parte del rescate con que liberar a Miguel del cautiverio de Argel. En algún momento, son conocidas despectivamente como «las Cervantas». Y Cervantes acepta con liberalidad la liberalidad de sus hermanas. Andrea alumbra soltera a Constanza. Estas dos hermanas, su sobrina y su hija ilegítima le procuran sinsabores y amargura, pero no es menos cierto que las hermanas y la madre redimen a Rodrigo del cautiverio y a él probablemente en parte, lo que le llevará a mantener hacia ellas eterna gratitud: una vez más, las dos caras de la moneda. E Isabel, su hija, se integraría en la familia como criada de su tía Magdalena, hasta el extremo de que Catalina será su madrina en su boda con Luis de Molina, también cautivo en Argel con Cervantes, una boda pactada tras el nacimiento de una hija concebida con un secretario de mucho nivel social. Tal vez tanta amargura lleve a Cervantes a poner en labios de Teresa Panza que «… mejor parece la hija mal casada que bien abarraganada» (II, V), y a hacer pronunciar a la hija de la Rodríguez: «… más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de un caballero..». (II, LVI). Sin embargo, la relación de padre e hija no fue buena, y en los momentos finales de la existencia de Cervantes ni siquiera se hablaban.
Desde la casa-museo, subo en dirección a la vivienda de Catalina cuando soltera, jalbegada, de propiedad privada, no visitable y con un escudo en la fachada.
Avanzo hacia la plaza de España, donde espero deleitarme con la recreación de Catalina en forma de busto, «la esquiviana más universal», como reza la columna sobre la que se apoya. ¿Cómo sería en realidad? En plena calle y sin privarse, casi a voz en grito, una vecina confiesa a otra que va «al gimnasio este, al de La Galatea».
Camino por la villa, aparentemente sin objetivo, curioseando, palpando el movimiento, la actividad, la vida de los esquivianos, observado con cautela y con curiosidad. Alcanzo el Ayuntamiento, en obras en las inmediaciones, y continúo en dirección al rollo jurisdiccional, del tiempo de Carlos III, podada la cruz por un rayo tiempo ha. A la vuelta, me topo con la «calle cura pero perez, Capellán de la ermita de S. Bernabé (Esquivias S. XVI)», del que Susana me habló como ejemplo de hombre histórico de la población trasladado por Cervantes al «Quijote».
De vuelta hacia el automóvil, vuelvo a Miguel. Lo dejé administrando la hacienda de Catalina, pero…, ¿qué pasaría por su cabeza?, ¿qué sucedería en su vida ordinaria?, ¿cómo sería la relación con su mujer?, ¿tal vez era difícil de asentar? Porque, leo que, procedentes de Flandes y de camino a Toledo, las reliquias de santa Leocadia pernoctan en Esquivias, y, en amaneciendo, reemprenden la marcha con todo boato. Y Cervantes se incorpora a la comitiva.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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