Con nuestra complacencia, Don Quijote cabalga por las inmensas y luminosas llanuras de la Mancha permanentemente, eternamente, casi como un presagio, igual que una sombra. Mas, ¿por qué Cervantes no ubicará a nuestro héroe en Madrid ni en sueños?
-¿Acaso te molesta, Manoliño, que Miguel cite a Barcelona y no a Madrid? ¡Pero si tú eres madrileño solo de arribada! ¿De qué te ofendes? Anda, ¡no seas centralista!
-Mejor, no respondo.
De nuevo, en Madrid. Y ahora, ¿qué?, ¿por dónde continúo?, ¿por dónde empiezo? Resulta incuestionable que no es posible detener o retrasar el reloj de la historia. Cervantes no quiso que el Caballero de la Triste Figura conociese Madrid, tal vez porque él sí lo conocía, probablemente más de lo que hubiera deseado.
Creo que debo reenganchar en la plaza de España, frente al conjunto arquitectónico dedicado a Cervantes, Don Quijote y Sancho. La plaza de España es amplia o recoleta según la unidad de medida que se emplee para calificarla, mas posee un valor incuestionable: personalidad propia. Que, ¿por qué? Dedúcelo tú: sitúate en ella, recórrela, descúbrela, disfrútala, y ya me dirás. Hace una eternidad, en mis primeros tiempos de estancia en Madrid, como de pasada, me hice una pregunta imposible: ¿por qué autor, caballero y escudero han sido ubicados aquí?
-Tú lo has dicho, Manoliño, ¡pregunta imposible! ¿Y por qué no? Propón alternativa, si la tienes, que vivimos tiempos de cambio.
-¿Tiempos de cambio? ¿Recuerdas la máxima de Ignacio de Loyola cuando establece que «en tiempos de desolación nunca hacer mudanza?» Pues, eso.
Observo al hombre y a sus criaturas. Cervantes, desde su pedestal, serio y sosteniendo un libro en la mano derecha, cuida de que los hijos de sus sueños no echen a volar por su cuenta. A mitad de la base, grabada, la cruz trinitaria. Y en primer plano, Don Quijote y Sancho. Don Quijote, a caballo de un mustio Rocinante y tocado de lanza, parece saludar a la parroquia, como si de un conquistador de aquellos tiempos se tratase. Y Sancho, indolente, sobre su rucio, escrutando las miradas de los curiosos que nos acercamos a honrarlos.
Subo por la acera izquierda de la Gran Vía y, poco antes de llegar a la plaza del Callao, alcanzo la calle de los Tudescos. Répide, el historiador de las calles de Madrid, establece que esta vía se extendía desde la plaza de Santo Domingo a la calle de la Luna, pero el tiempo todo lo desbarata y hoy nace en la Gran Vía y acaba en la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta. Total, una decepción: Tudescos es hoy una pequeña y anodina calle de unos ciento cincuenta metros. La acera izquierda, tomada en sus cuatro quintas partes por la fachada lateral, cerrada, de una multinacional de la moda, y la quinta parte restante, un establecimiento oriental; la acera de la derecha muestra la pared cerrada de un cine y poco más. La calle desemboca en una plaza razonablemente amplia, abierta, luminosa, soleada, calurosa. Para Répide estamos en una «… calle angosta, famosa en los anales bribiáticos de la villa, vía poblada de casas de huéspedes…». ¿Bribiáticos? De briba, dice el diccionario de la RAE: «Holgazanería picaresca», lo que nos aproxima… a los bajos fondos. Tras la vuelta del cautiverio de Argel, ¿habrá vivido Miguel en alguna casa de huéspedes de esta calle? Lo que sí está constatado históricamente es que me encuentro en una vía antaño famosa por sus tabernas, posadas, casas de lenocinio… Reza una copla de aquellos tiempos que la capital disponía de trescientas tabernas y solo una librería. ¿Habrá variado sensiblemente la proporción? Mas, me centro en Ana de Villafranca o Ana Franca de Rojas, que de las dos maneras se la conoce como ya escribí. Ana, mujer de la clase media del momento, con dieciséis años, recibe a la muerte de su tía, a la que servía, una herencia de cien ducados, que la llevó al matrimonio y a montar una taberna en esta calle, frecuentada, además, por los seguidores de Talía. Y Ana se prenda de Miguel, o Miguel de Ana, o uno del otro, y la chispa se hace pasión y la pasión alumbrará a Isabel. Lo demás ya es historia.
Vuelvo a la Gran Vía. Cruzo a la plaza del Callao y bajo por la calle de Preciados, luminosa, entoldada de lonas de colores que quieren ayudar a soportar el calor a los paseantes. Es esta una de las primeras vías que con gran revuelo y protesta fueron peatonalizadas en la capital. Hoy forma parte de un área ciudadana dedicada a la venta de todo tipo de artículos, y bien que atrae al público. Observo a personas que van y vienen, ágiles algunas y parsimoniosas otras; además, toda una fauna variopinta cuya simple contemplación justifica el perderse por aquí. De pronto, viene una curiosa pregunta a mi cabeza: entre estos seres humanos, ¿habrá algún caballero andante en potencia?
¡Ay, mi admirado Don Quijote! Decide hacerse caballero andante para llevar la Justicia donde fuese menester, Justicia que se traduciría en agravios a «deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer» (I, II). Y, a la vista de los ejércitos/rebaños, cuando Sancho le pregunta por lo que han de hacer, le responde con firmeza: «Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos» (I, XVIII). Manifiesta al Barbero y al Cura que la mayor necesidad del mundo son los caballeros andantes (I, VII). Y se reafirma: esa profesión es «… tan necesaria en el mundo que no estoy en dos dedos de ponello en duda» (I, XIII). Tiene presente especialmente a la mujer: «Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres…» (I, XXV). Y añade en otro lugar: «… los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado; así, ¡oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana, que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros» (II, VIII). Pero, con gran sentido de la realidad, es consciente de que su estado «… es más trabajoso, y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso» (I, XIII). A la fuerza tiene que llamar la atención un hombre con una actitud como la que derrocha nuestro héroe; le dice el caballero del Verde Gabán: «No me puedo persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos» (II, XVI). A nuestro héroe le preocupa su reputación; después del episodio de los galeotes, Sancho muestra a su amo el miedo que siente ante la esperable respuesta del Santo Oficio, y el caballero acepta ponerse a cubierto «… con una condición: que jamás, en vida ni en muerte, has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo…» (I, XXIII), a lo que el fiel escudero le responde con la llaneza que le caracteriza: «… el retirar no es huir, ni el esperar es cordura cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana y no aventurarse todo en un día». Argumento que no caerá en saco roto; y así, cuando el caballero huye dejando al escudero en la estacada, como sucede en la aventura de los rebuznos de Sancho, el de la Triste Figura derrocha imaginación: «No huye el que se retira; porque has de saber, Sancho, que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad […]. Y así, yo confieso que me he retirado, pero no huido» (II, XXVIII). Y a la pregunta de qué le mueve a presentarse con el extravagante aspecto de que hace gala, responde Don Quijote que los caballeros andantes han de observar «su» indumentaria: «La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande [vista] de otra manera» (I, XIII). Y no solo su atuendo, sino las prescripciones establecidas, como el no iniciar aventura mientras no finalice la que tuviese en proceso o no «poner mano a la espada contra gente escuderil…» (I, XLIV). Aunque lo de la «gente escuderil» tendría excepciones, como cuando el manteo de Sancho: Don Quijote confiesa a su escudero que, de haberse enterado de la afrenta de que era objeto, aun contraviniendo las leyes de la caballería, lo hubiera vengado (I, XVIII).
Y, casi sin darme cuenta, desemboco en la plaza de la Puerta del Sol, kilómetro cero de las Españas, cargada de historia y de historias, con ese reloj centenario que señala el comienzo del año a las gentes de medio mundo. A tiro de honda, la plaza Mayor; mas, yo continúo en sentido contrario, por la carrera de San Jerónimo, de aceras estrechas repletas de viandantes y saturación de vehículos.
Me detengo a fotografiar Lhardy, restaurante de los más antiguos de la capital, avanzo hasta la plaza de Canalejas y continúo por la calle de la Cruz; poco antes de alcanzar la plaza del Ángel, en su cruce con la calle de Espoz y Mina, una placa en la fachada recuerda que en ese solar estuvo situado el corral de comedias de la Cruz, el más popular en aquellos tiempos, donde Felipe IV admiraba las interpretaciones de María Calderón, la madre de Juan José de Austria. Las calles estrechas del Madrid antiguo tienen su encanto, pero prefiero el espacio abierto de la pequeña y recoleta plaza del Ángel, que me lleva a la plaza de Santa Ana, amplia, luminosa y cargada de siglos de historia.
En primer lugar, una estatua recuerda a Calderón; a su espalda, una figura femenina, y a sus pies, una máscara, símbolos ambos del teatro. Un poco más adelante, una escultura muestra a Lorca con un ave en las manos, tal vez una paloma, a punto de iniciar el vuelo. En un edificio de la cara izquierda situado a su altura, un sencillo reloj de sol en lo alto. Y de frente, el teatro Español, que ocupa el solar del viejo corral de comedias del Príncipe.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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