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Espainya, colonia eusko-catalana

Javier Orrico, Martes, 13 de septiembre 2005
Nunca buscaron los catalanes más astutos la independencia de España, sino su derrota, la revancha histórica, ponerla de rodillas para mirarla desde esa superioridad frustrada cuya satisfacción ha sido el motor imaginario de su nacionalismo. Salvo unos cuantos energúmenos, a los que usan como batiente para presentar al resto como ‘moderados’ y pragmáticos, el nacionalismo catalán entendió siempre que la construcción del país era, sobre todo, un negocio en el que el desprecio sentimental y resentido hacia los rudos españoles –una mezcla de funcionarios parásitos en Madrid y prehistóricos braceros con palillo en el resto- había de compensarse con su condición de territorio explotable, de finca sobre la que la eficiencia catalanista ejercería su provechosa tutela.

Mientras la unión realizada a través del denostado Decreto de Nueva Planta del primer borbón les supuso el acceso al mercado colonial americano, y el inicio de su extraordinario despegue económico, la cosa fue bien, se sentían absolutamente españoles, amaban y cultivaban la lengua común, y en modo alguno ponían en duda la existencia de la Nación española, la idea ilustrada y liberal que la Constitución de 1812 terminaría por consagrar. Cuando volaron los territorios americanos, la cosa comenzó a no ir ya tan bien, pero el nuevo Estado español aún resultaría tremendamente útil, durante mucho tiempo, para el mantenimiento de un mercado cautivo al servicio de los protegidos intereses catalanes, que entonces creíamos también de todos. Durante la mayor parte del siglo XX, hasta la Transición democrática, Cataluña fue la región más desarrollada, rica y admirada, el lugar al que todos queríamos ir (y fuimos), nuestra Alemania del Mediterráneo, la guía cultural y estética, el símbolo de la libertad. Su capitalidad económica era indiscutida, su ejemplo de sociedad dinámica y abierta, un modelo para todos. Y fue precisamente la llegada del nacionalismo al poder político, la invención de la España de las Autonomías -creadas sólo para satisfacerles a ellos-, y el inicio de las construcciones nacionales de Euskadi y Catalunya (ya no se puede usar el español ni para nombrarlas), lo que acabó con todo eso.

Gracias a sus nacionalismos, el País Vasco no ha conseguido siquiera alcanzar la democracia, habiéndose convertido en uno de los últimos reductos del nazismo en Europa. Y Cataluña ya no es símbolo ni referente de otra cosa que no sea hostilidad hacia España, cerrazón y catetismo culturales, imposición de un dictadura lingüística sin parangón en el mundo occidental –¡hasta con oficinas de delación!-, y, por tanto, de un irremediable declive, de una sociedad estatalizada y amputada de su antigua iniciativa, endeudada hasta las cejas y que ha dejado de ser cabeza y modelo para las Españas. Trágico, sobre todo, para una Barcelona cuya razón histórica fue siempre la apertura y la acogida y que ha visto, con ira e indisimulable envidia, cómo Madrid la sustituía (boicotear los Juegos Olímpicos madrileños era vital), cómo Valencia se transformaba en una ciudad espléndida, cómo despegaban Almería y Murcia, sus antiguos nichos de esclavos, cómo Andalucía dejaba de verla como Tierra Prometida, cómo desaparecían de Castilla el luto y la tristeza, cómo hasta desde Extremadura se le sublevaban las sirvientas.

Hay que entender, pues, que, prisioneros de una imagen maravillosa de sí mismos, arteramente sometidos desde el primer Trastámara por esa malvada Meseta de palurdos que al menos antes podían explotar, y en una Europa ante la que quieren presentarse solos, como la nación que sueñan ser, no les quedaba más salida que una operación combinada de independencia y neocolonización de Espanya, el antiguo territorio cautivo hoy expuesto a un mercado sin fronteras y a un despegue económico propio que no supieron prever. Y para ello, ninguna ocasión mejor que la surgida de la llegada al poder de un fantoche situado por Maragall al frente del PSOE al grito de ¡Viva la Espanya plural, que nos la quedamos! No toda, por supuesto. Un trozo de la tarta se lo entregan a los vascos vía Iberdrola, de manera que las sedes de nuestra energía serán las que ya son, pero en exclusiva: Bilbao y Barcelona. Y sus Haciendas, las únicas beneficiarias de las inmensas ganancias producidas por el gasto energético de todos los españoles. La jugada es magistral. El Galeusca trocea España y se la reparte, ahora ya una mezcla de la Espainia vasca y la Espanya catalana. En el futuro, si queremos luz, Espainya.

Esa es la única interpretación posible de la llegada de Montilla al Ministerio de Industria, de la colocación de políticos catalanes en los cargos de Defensa de la competencia, del ascenso de Antoni Brufau –hombre fuerte de la Caixa- al frente de Repsol, y de esta OPA de Gas Natural sobre Endesa que pondrá a nuestra industria y a nosotros como consumidores a los pies del poder político y económico del Principado. Podríamos llamar a la operación, en homenaje a los viejos mercenarios almogávares que el imperialismo catalán tiene siempre en la memoria –es la última batalla que ganaron, hace setecientos años-, la Nueva Venganza Catalana, con Montilla, ‘el charnego que se cambió hasta el nombre’, como nuevo capitán Roger de Flor. Añádase como cierre de esta guerra moderna de déficits, impuestos, opas y concentraciones, la elaboración de un Estatuto cuya financiación –algo que depende de todos los españoles, salvo que ya demos por deshecha la soberanía, es decir, la democracia misma- quieren decidir ellos solos y luego blindarla para que jamás se pueda revisar el reparto de la riqueza de todos. Así que primero se la llevan y después la blindan en plan foral. Vamos a dejar el sector más importante de nuestra economía en manos de unos tipos que sostienen –y lo van a poner por ley- que son de ‘otra nación’. Y encima dicen que no los queremos. La verdad es que son geniales y que nosotros sólo tenemos lo que nos merecemos: a Zapatero.