Una vez contados los votos ya no hay retórica ni maquillaje que pueda modificar esa realidad. Todavía no se ha inventado ningún artilugio político mejor que unas elecciones para establecer lo que realmente la sociedad quiere y representarla en un parlamento.
Fuera de estas mediciones, la voluntad, el pueblo, la identidad son suposiciones sin fuerza vinculante. Uno puede seguir suponiendo que, en el fondo, lo que la gente quiere es otra cosa o que es posible imaginar unas mejores condiciones para celebrar los comicios, pero eso es como quien afirma insistentemente que no sale bien en las fotos.
Aceptar un resultado electoral no es tan fácil, como recordaba Bertolt Brecht en aquella célebre parodia de un gobierno al que el pueblo había decepcionado y deliberaba acerca del modo de disolverlo para elegir otro.
En política, el primer signo de inteligencia tras las elecciones consiste en interpretarlas bien, en aceptar sobre todo aquello que no nos conviene y ponerse a trabajar en una dirección que, generalmente, contiene siempre un elemento de rectificación o al menos de acomodación, incluso para quien las gana.
Las elecciones de ayer nos sitúan, sin apenas variaciones, en un escenario muy similar al que ya teníamos, lo que es muy elocuente. Esta sociedad insiste en ser como es, podríamos decir.
Frente a la obsesión por conseguir que la aritmética parlamentaria nos dé algún día la razón, los resultados electorales son tenaces y recuerdan que ninguno de los dos polos en los que se agrupan los sentimientos de identidad logra una mayoría cualificada y homogénea.
Al mismo tiempo, ninguna de las opciones políticas se resigna a desaparecer (desistiendo frente a la reiterada amenaza de la violencia, aceptando pasivamente su ilegalización o sin ofrecer ninguna resistencia a la absorción) como viniendo a significar que nadie quiere ser excluido de la definición del País y que con esta composición real de la sociedad es con la que hay que contar.
«Feo, pero mío», dicen que afirmaba aquella señora a la que habían reprochado la fealdad de su hijo. Y ya que se ha hablado tanto de amor a Euskadi en estas elecciones, no estaría mal que comenzáramos reconociendo que su pluralidad significa que los hay, entre nosotros, especialmente feos, de acuerdo con los singularísimos criterios con los que cada uno se forja su ideal de belleza, pero que son nuestros feos.
Así pues, el resultado electoral nos coloca en una situación que apenas se diferencia de la de hace cuatro años. A mi juicio, esto significa, en primer lugar, que cualquier operación pensada para excluir estratégicamente a alguien (incluso a quien han comprado todos los boletos para ello) está condenada al fracaso.
Lo más elocuente a este respecto es la aparición de PCTV-EHAK, en la que se representa un sector de la sociedad vasca al que se trató de excluir en virtud de una ley que antes era sólo un abuso y ahora se revela como una chapuza inútil.
Esto podría tener un efecto indirecto positivo: la insistencia de esa parte de la izquierda abertzale para estar en las instituciones puede haber hecho que en ese mundo se interiorice una valoración positiva de las instituciones democráticas.
Y una de las cosas que se aprende en la vida institucional, además de a utilizar correctamente el sistema de voto electrónico, es que nadie representa a la totalidad del pueblo vasco y que la violencia es incompatible con la deliberación democrática, algo que ha pasado a ser una extendidísima convicción en nuestra sociedad.
En segundo lugar, las elecciones son una nueva llamada a la responsabilidad, a enfrentarse con unos deberes que llevamos mucho tiempo sin hacer y de los que no nos exime ni el paso del tiempo ni esa modificación radical de la composición parlamentaria que nunca termina de llegar. Las elecciones por sí mismas nunca resuelven los problemas de convivencia.
Esa misma sociedad vasca que desde hace muchos años no permite ser gobernada por un único partido (lo que previsiblemente va a seguir siendo así por mucho tiempo) no acaba de plasmar en su propia definición un acuerdo en el que todos puedan reconocerse.
Cabría interpretar el mensaje que la sociedad nos envía con este resultado electoral como una invitación a hacer de la necesidad virtud: un resultado que no facilita la gobernabilidad pero tiene la ventaja de que obliga a buscar acuerdos más amplios.
La resistencia de la sociedad vasca a sacrificar su heterogeneidad indica que en Euskadi la táctica no da más de sí y envía un mandato claro a sus gobernantes: la exigencia de superar las formulaciones políticas planteadas en términos de contraposición con el objetivo de conseguir un pacto transversal que defina nuestro modelo interno de convivencia y unas relaciones con el resto del Estado en las que haya una bilateralidad efectiva, garantías y condiciones de lealtad.
Para realizar bien esa tarea pendiente propongo que nos tomemos en serio una consideración preliminar y dos compromisos concretos.
La consideración preliminar consiste en diferenciar el juego político de las mayorías frente al acuerdo amplio que se requiere a la hora de definir una comunidad.
Por cierto que la cuestión acerca de cuál debería ser esa mayoría cualificada es algo que tampoco puede determinarse unilateralmente, ni siquiera aunque uno sea presidente de gobierno.
Cuando se trata de establecer las condiciones básicas de la convivencia no bastan las mayorías simples con las que se rige habitualmente la vida política y por eso suelen exigirse mayorías cualificadas (se trata de un requisito que, dicho sea de paso, no recoge el Estatuto de Gernika y que los no nacionalistas defendieron entonces para facilitar su margen de maniobra, frente a la mayoría cualificada que defendieron PNV y EE).
Tales procedimientos son una estrategia de las sociedades para protegerse frente a los ganadores de turno. Forma parte de los principios constitucionales la idea de que las grandes cuestiones que determinan el largo plazo de las sociedades no pueden dejarse a la arbitrariedad de una mayoría eventual.
El pacto y no la imposición o la unilateralidad es el procedimiento por el que se constituyen las reglas de juego de las sociedades más avanzadas.
Por otro lado, podrían favorecer una clima de confianza y facilitar el pacto los compromisos de
1. no tratar de imponer un acuerdo de menor aceptación (en general y en cada uno de los Territorios) que los actualmente vigentes y
2. no impedir un acuerdo de mayor aceptación que los actualmente vigentes.
El primer compromiso limita a la mayoría nacionalista en Euskadi mientras que el segundo limita a la mayoría que forman los partidos estatales en el Congreso. Lo primero garantizaría la pluralidad de la sociedad vasca; el segundo compromiso evitaría el veto de las Cortes españolas.
Se trataría de que estableciéramos la cohesión de la sociedad vasca como máximo criterio político; que aceptáramos por principio la fórmula más integradora, aunque eso pudiera obligar a unos a aceptar la reforma o a otros a seguir intentándolo.
Puede que en estas elecciones algo haya cambiado, pese a la terca representación parlamentaria, no tanto en los números como en las disposiciones y las expectativas.
Todo apunta a que se van agotando las dinámicas que se desataron en épocas de mayor antagonismo. Espero no equivocarme si advierto en la sociedad vasca un cierto cansancio frente a la confrontación, que se ha reflejado incluso en el tono más integrador de todos los mensajes electorales, como si los partidos hubieran adivinado que el enfrentamiento ya no vende bien.
En los discursos y, sobre todo, en las mentalidades se ha instalado el principio de que la imposición es inaceptable; el siguiente paso es entender que convivir en una sociedad pluralista exige flexibilidad y disposición al compromiso.
La perspectiva de dos años sin elecciones, con una ETA fuertemente debilitada y una sociedad que desea un pacto estable nos permite proyectar en esta legislatura un horizonte de convivencia.