EL LEÓN ACOSADO

Ignacio Camacho: «Rato se desplegó sin ápice de remordimiento, con el aplomo retador de sus mejores tiempos»

Ignacio Camacho: "Rato se desplegó sin ápice de remordimiento, con el aplomo retador de sus mejores tiempos"
Rodrigo Rato. EF

LA ucronía más seductora de la España del siglo XXI es la de qué habría sucedido si el sucesor de Aznar hubiera acabado por ser Rodrigo Rato. Tenía el perfil del triunfador: pujante, resuelto, audaz, inteligente y con sentido de Estado, una vocación política incurable y un instinto casi animal de liderazgo.

Pudo haber sido el gran dirigente del centro-derecha pero aquella moneda que cayó sobre el suelo de La Moncloa por la cara de Rajoy lo dejó noqueado y ya nunca logró reponerse del desengaño.

Como consuelo cambió la ambición de poder por la del dinero, sin dejar nunca de sentirse un expatriado de la política, la víctima de una especie de destierro. Acostumbrado a mandar, se comportó como un condottiero de las finanzas hasta que tropezó con la lógica implacable de un mundo refractario a los aventureros.

Ese talante retador, arriscado, intrépido, asomó el otro día durante su comparecencia en el Congreso. Más que someterse a una comisión de investigación, se enfrentó a los diputados sin ápice de remordimiento.

Los trató con arrogancia, con la insolente condescendencia de quien se sabe más preparado que ellos; aquel tono engallado, inmodesto, aquella altanería desenvuelta, aquella autoconvicción demoledora que gastaba cuando subía a la tribuna en sus mejores tiempos. Y lejos de apocarse ante un horizonte penal más que complicado, desplegó su insatisfecha

vis política para convertir su testimonio en un ajuste de cuentas con el Gobierno. Ni asomo de autocrítica; el Rato más combativo, aplomado, suficiente y soberbio.

Para el caso resulta irrelevante la veracidad de su relato. Que la tiene en lo que se refiere a la encerrona orquestada para su aparatosa detención y al modo en que su antiguo subordinado Guindos forzó su renuncia en un momento de pánico al colapso.

La cuestión es que ni siquiera la condena por el inaceptable escándalo de las tarjetas ha mermado su espíritu peleón ni limado sus formidables dotes de parlamentario. Frente a un grupito inexperto de aprendices de cazador se desplegó con la fiereza de un viejo león acosado. Rugió y arañó el aire con sus zarpazos, como si la perspectiva verosímil de varios años de cárcel no le hubiese limado un átomo de osadía o de desparpajo.

Es la suya una peripecia de sabor amargo. Un hombre de talento excepcional que bajó de la cúspide tan deprisa que derrapó en las curvas del fracaso. Un paradigma de la época en que la euforia de la prosperidad y del éxito infló una burbuja de tramposo entusiasmo.

Quién sabe en qué momento se embriagó de autoconfianza y de impunidad con la velocidad de aquel carrusel desbocado. Sin duda no fue el único en deslumbrarse con las luces del jolgorio financiero y monetario; quizá sí el personaje más representativo, el de mayor alcance emblemático. Y sin duda por eso, el trofeo de caza más cotizado como símbolo de la expiación colectiva de tanto estrago.

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