Análisis

La pareja presidencial

La pareja presidencial
Pablo Iglesias abrazado a su pareja Irene Montero y su casoplón de 600.000 euros.

Cualquier pais que se precie debe tener modelos alternativos de la misma cosa. Como ocurre en un mercado desarrollado. Nadie hace su elección en vacío. Debe disponer de productos de similar apariencia, incluso del mismo fabricante, pero eso sí, de marcas distintas, porque la libertad del cliente solo existe en el consumo de productos idénticos con nombres distintos. No existe ninguna otra forma de libertad. Libertad de compra. En particular, en ese tipo de consumos suntuarios que por inútiles bien podrían ser prescindibles. La libertad del consumidor se manifiesta como consumo inútil, ya que para lo útil las opciones son siempre mas limitadas.

España tiene la suerte de contar con productos, como todos artificiales, que proporcionan una atmósfera ideal para el consumidor compulsivo de comerciales. Cuenta con una pareja real, y otra imaginaria, una vestida de elegancia, boato y dignidad mayestática y otra quince-m. A menudo es difícil distinguir entre la función y la naturaleza, entre el decorado y el personaje, de modo que la responsabilidad se diluye en el ropaje de lo aparente. No se han desarrollado por ley orgánica las diferencias que deben existir entre el ejercicio de la función como Jefe de Estado de su majestad Felipe VI, y el sujeto que lo encarna, la persona que yerra y acierta y que puede ser responsable ante la ley si cometiera delito. La inviolabilidad absoluta del Rey asegura que no pueda sometersele a juicio incluso en el caso de una conducta punible. Esta falta de previsión de las leyes constitucionales arroja una sombra de duda sobre el principio de igualdad de todos los españoles. Por fortuna, Felipe VI no ha mostrado una conducta reprochable pero se sabe de otros casos no tan remotos donde la responsabilidad no debería substanciarse en pedir perdón. No se ha desarrollado la ley para delimitar esa delicada barrera donde la persona se confunde con la función. Los hechos han venido a crear las condiciones para distinguir entre la familia real y la familia del Rey. Faltaría desarrollar qué pertenece al ejercicio de la corona como función representativa y qué pertenece al ámbito personal del monarca.

La inviolabilidad absoluta del Rey se prodiga en la inmunidad de tantos representantes públicos en los que resulta imposible determinar qué se debe al ejercicio de su función y qué se debe al ejercicio de su libertad. Porque la una restringe la otra. Si se quiere ser Rey no puede quererse además libre. La conducta privada de un diputado o un senador no puede entrar en colisión con la representación que ostenta. La inmunidad parlamentaria está sujeta a límites, pero en la práctica son tan difusos que cualquier demócrata razonable abogaría por su simple liquidación. Valle Inclán decía que era monárquico porque adoraba la majestad caida. La mayor parte de los ciudadanos es republicana porque detesta la majestad en ejercicio. No por la persona que la encarna, sino por la naturaleza de la institución. Resulta ciertamente irracional aceptar que tantos y tantos que desean convertirse en monarcas no puedan llegar a serlo por su naturaleza. O casi. A Felipe VI le habría gustado ser periodista. A Pablo Iglesias le gustaría ser monarca.

Pablo Iglesias e Irene Montero representan la pareja real quince-m. Existe una delicada barrera entre la cursilería postfeminista y la natural alegría de asumir su condición de padres. Y la reacción de los padrinos no podía sino moverse en las mismas claves. Todos quieren bautizar a los hijos en sede catedralicia. Son una vez mas ese viejo ejemplo hispánico del que recibe todo en el mismo acto, acta de diputado, casa, salario y comida. Como esos funcionarios que obtenían con su trabajo el derecho a casa-habitación. A gastos pagados. Con el pan pagado bajo el brazo. Resulta mas atractiva la imagen ingrávida de Irene que el adusto leninista de espinazo doblado. Pero no resulta en absoluto atractivo que en el ejercicio del poder, concurra la pareja como una familia real, y que la consorte se erija en heredera, y el esposo en protector. Casi todas las parejas son morganáticas excepto el caso histórico de Isabel I de Castilla compitiendo en inteligencia matrimonial con el príncipe Fernando con una abrumadora diferencia de edad, pero si es la que une a Macron con su esposa Brigitte. Otras parejas presidenciales existen y el poder las ha dividido en unos casos, como François Hollande y Segolene-Royal o las ha unido como Perón y Evita y Daniel Ortega y Rosario Murillo. Las parejas morganáticas no se separan nunca. Las otras sí.

Esa santa alianza con Montero ha permitido a Iglesias desahacerse de las madres y los padres fundadores, primero relegando al gallinero a sus antiguos conmilitones, y luego incitando su escapada al patíbulo de la política madrileña. La disidencia es la cuna del pensamiento, una expresión conspiratoria y fraccionaria a extinguir para Iglesias. El peronista Iglesias quiere para sí un poder total y autoritario que cercena las opciones de aquellos de los que se sirvió mientras quiere ejercer como padre de la patria en una reinterpretación metafórica de la pareja real. Conociendo de cerca sus costumbres, los advenedizos de última hora se aproximan a Iglesias prestándose como en el Ricardo III de Shakespearse a ejercer de verdugos. Iglesias viene haciéndose con todo el poder podemita, y cede a Montero el protagonismo que ha ilustrado la historia del caudillismo peronista. Iglesias deriva en el rey de los hunos porque en muy poco tiempo sólo serán dos. Por el momento.

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