Análisis

Laureano Benitez Grande-Caballero: «El Concilio Cadavérico de los profanadores de tumbas: Damnatio Memoriae»

Laureano Benitez Grande-Caballero: "El Concilio Cadavérico de los profanadores de tumbas: Damnatio Memoriae"
Concilio cadavérico de los profanadores de tumbas

La mayoría de las revoluciones de que se ha válido la sinagoga de Satanás para implementar el orden luciferino en el mundo han recurrido al terror como instrumento de dominación, dada la perversidad ideológica de sus hierofantes y adeptos, su absoluta falta de moralidad, su ateísmo militante, y el hecho de que solamente mediante «el Gran Miedo» -«Le Grande Peur», patentado en la Revolución Francesa- pueden imponer a las poblaciones que victimizan unas ideologías que están totalmente en contra de las leyes y principios naturales.

Terrores que se han ejecutado a base de guillotinas, ahorcamientos, torturas, masacres, gulags, campos de exterminio, chekas, pogroms, purgas, etc. Devastaciones infinitas, holocaustos y hecatombes, genocidios diabólicos han sido el resultado de estas revoluciones, tanto jacobinas como bolcheviques… Matanzas y carnicerías asombrosas, absolutamente satánicas, escenificadas macabramente en montañas de cadáveres descompuestos entregados al Señor de las Moscas.

Entre todas estas revoluciones, destaca la maldad absoluta de las revoluciones rojas, del «Terror Rojo», cuyas carnicerías han ido a desembocar indefectiblemente en ríos púrpura de pujanza incontenible, en apocalípticas fosas coloreadas de rojo, en una marea sanguinolenta que arrastra los restos de más de cien millones de muertos.

Sin embargo, hay otro terror, desarrollado hasta el paroxismo por las hordas marxistas, por los milicianos rojos engendrados por el mismo Satanás. Hay muchos tipos de dictaduras, de totalitarismos, pero el laurel de la victoria en este terreno también es propiedad del comunismo, un sistema tan totalitario, tan despótico y tan satánico, que, no contento con asesinar, también extiende su terror totalitario a los cadáveres, a los que profana y tortura en explosiones de necrofilia donde se demuestra la vena más satánica del ser humano; milicianos rojos, demonios exterminadores que se complacen sobremanera en matar también el alma de sus víctimas, mediante la tortura que los humilla y los degrada como seres humanos, y mediante la profanación de sus cadáveres: «Terror Negro».
En efecto, profanar un cadáver es la máxima expresión de sadismo, de degeneración y perversidad humana, de horror diabólico, profanación con la que se quiere dar a entender que el estado totalitario también gobierna sobre los mismos muertos, extendiendo sus purgas y su chekas hasta el hasta el más allá, en una actitud tiránica que no tiene parangón.

El respeto a los muertos ha sido una constante en la historia de la humanidad, en gran parte por motivos religiosos, y en otra medida por un miedo supersticioso a que su profanación acarreara a los vivos maldiciones y catástrofes desde el otro mundo, en venganza de los fallecidos por perturbar su descanso eterno.

La profanación de los cadáveres consiste fundamentalmente en desenterrarlos, y someterlos después a prácticas ignominiosas e irrespetuosas, que adquieren muchos grados: desde dejarlos sin enterrar -un gran miedo en la Antigüedad, posiblemente el terror más importante que experimentaba el hombre antiguo- hasta ejecutar con ellos rito siniestros, ceremonias horrendas de humillación, que podían deberse a la simple venganza, o a la experimentación con ellos de prácticas mágicas y satánicas.

Las prácticas profanatorias pueden considerarse como la ejecución más extrema de lo que en la antigüedad romana se conoció como «Damnatio memoriae», que significa literalmente «condena de la memoria», la cual consistía en anatematizar el recuerdo de un enemigo de Roma tras su muerte, eliminando todo vestigio que pudiera servir para recordar al condenado: imágenes, monumentos, inscripciones, e incluso se llegó a prohibir la simple mención de su nombre, que era borrado de las monedas, los edificios, los monumentos, las pinturas y los documentos oficiales («abolitio nominis»). La práctica llegaba hasta el punto de que, si el difunto había construido obras relevantes, se atribuían a sus sucesores, y se derogaban las leyes que había emitido.

No pocos emperadores se vieron afectados por esta costumbre, entre los cuales cabe citar a Calígula y Nerón (por aclamación popular), y Domiciano, Publio Septimio y Maximiano (con carácter oficial). Sin embargo, se da la paradoja de que, en su pretensión de que la «Damnatio» fuera un castigo cuyo objetivo era impresionar al pueblo de Roma y disuadir de la ejecución de conductas contrarias al Imperio, su misma naturaleza suponía que para que el castigo fuese ejemplar era preciso mantener el recuerdo del condenado.

La «Damnatio» ya existía en el mundo helénico, pero donde tuvo su inicio fue en el Antiguo Egipto, donde la eliminación del nombre de algún personaje de archivos y monumentos era especialmente dañina, ya que perjudicaba la estancia del difunto en el país de los muertos tras el juicio de Osiris.

Recogiendo la «Damnatio», el visionario George Orwell creó en el Ministerio de la Verdad de su novela distópica «1984» una comisión encargada de la técnica conocida como «vaporización», consistente en eliminar físicamente a los disidentes, y posteriormente borrar todo recuerdo de él en cualquier tipo de registro

Por supuesto, el genocida satánico Stalin fue el más fanático practicante de la «Damnatio» contra sus enemigos políticos, en especial entre 1934 y 1953, prohibiendo bajo castigos ejemplares cualquier mención de sus nombres y borrando éstos de todo tipo de documentos. La paranoia llegaba hasta el punto de que las fotografías oficiales donde aparecían los personajes condenados a la «Damnatio» se retocaban por la censura para eliminar de ella a los personajes incómodos para el tirano. Víctimas de Stalin fueron Trotsky, Bujarin, Zenoviev y tantos otros líderes políticos que cayeron en desgracia ante el demente georgiano.

Sin embargo, desenterrar cadáveres nunca ha sido una práctica habitual en las «damnatios», que se aplicaban más bien a borrar el recuerdo de los difuntos marcados por la venganza de sus verdugos, no a desenterrar sus cuerpos.

Uno de los casos más espectaculares de «Damnatio cadavérica»» lo protagonizó el papa Esteban VI en el año 897, quien aplicó la «Damnatio» al papa Formoso, su antecesor, durante el llamado «Concilio Cadavérico». La escena ha pasado a la posteridad por el impactante montaje con que se realizó: Formoso fue declarado culpable de un conjunto de delitos. Como sentencia, todas sus decisiones fueron declaradas nulas, se le amputaron los tres dedos de la mano con las que había impartido la bendición, y el cadáver fue arrojado al Tíber. Impresionante.

Naturalmente, como no podía ser de otro modo, la inclusión de la profanación de los muertos en las «damnatios» fue obra del comunismo, los maestros indiscutibles de esta práctica dictatorial. Realmente, es asombroso constatar cómo la chusma roja luciferina no se pierde una, pues su innata crueldad les ha llevado a ser feroces practicantes de todas las perversiones que la humanidad ha atesorado en su devenir, muchas de las cuales las han inventado ellos mismos.

En la «damnatio» del Terror Rojo ya se instauró plenamente la profanación de los cadáveres, pues los bolcheviques, no contentos con matar a los rebeldes blancos que se oponían a su dominio, los desenterraban para después quemar sus cadáveres. Práctica que perfeccionaron en grado sumo los milicianos rojos del Frente Popular, expertos carniceros, blasfemadores diabólicos que desenterraban los cadáveres de religiosos y de religiosas para después conformar con ellos en los mismos templo horrendas escenas sexuales que la gente podía ver previo pago de entrada.

Estas profanaciones no tienen nada de extraño en una chusma satánica que ya lleva en su registros más de cien millones de muertos, cifra tan alta que, por un simple cálculo de probabilidades, un grupo no desdeñable de ellos sufrirían la crueldad post morten de asesinos tan despiadados.

En la España actual, la «Damnatio» ha pasado a llamarse «Memoria histórica», de la cual hablaremos en el siguiente artículo.

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