En el año 896 el Papa Esteban VI ordenó desenterrar el cadáver de su predecesor, para enjuiciarlo en la plaza pública. Así, nueve meses después de su muerte, el cuerpo putrefacto del Papa Formoso fue arrancado de su tumba, revestido de Pontifical y sometido a un juicio sumarísimo ante los cardenales y obispos romanos en el llamado «Sínodo cadavérico».
El aquelarre duró varias semanas. En un ambiente pestilente, en medio un tufo irrespirable, tras insultarle y acusarle de ir contra el canon, Clemente VI procedió a degradarle despojándole de sus sagradas vestimentas y le mutiló el cuerpo cortándole los tres dedos de la mano derecha con los que impartía la «bendición apostólica».
Por último llevó su humillación a tal extremo que mandó profanar sus restos, que fueron arrastrados por las calles de Roma, entre aullidos del populacho, quemados y arrojados al Tíber.
La increíble historia, que convierte en un juego de niños la escena de unos soldados americanos orinando sobre los cadáveres de sus enemigos, ocurrió a comienzos del siglo X. Una época convulsa y de tinieblas en la cual hasta la Iglesia Católica, hoy tan venerada en el mundo entero, cometía este tipo de barbaridades y atrocidades – que constituyeron los precedentes de la Inquisición– y que hoy ponen la carne de gallina a cualquier persona medianamente civilizada.
De ahí que a la mayoría del pueblo español le haya parecido cuando menos chocante y hasta aberrante que el hasta hace poco juez Baltasar Garzón Real, convertido en un justiciero desalmado, zafio y matón, inquisitorial en una palabra, pretendiera emular al Papa Esteban VI en pleno siglo XXI.
Porque, pese a que una ínfima minoría de exaltados robacadáveres le apoye, de esta manera y no de otra hay que calificar la actitud del que fuera instructor del Juzgado Central 5 de la Audiencia Nacional. Hace unos meses, con el pretexto de reparar las heridas causadas a los muertos y desaparecidos del bando republicano en la Guerra Civil, abrió un sumario y mandó «exhumar» simbólicamente de sus tumbas del general Francisco Franco, jefe del Estado Español durante 40 años, fallecido el 20 de noviembre de 1975, y de 34 de sus ministros y generales más leales, todos ellos también fallecidos para enjuiciarlos.
DE JUEZ A ACTIVISTA.– Empujado por ese conglomerado abigarrado y variopinto de agitadores comunistas y socialistas contrarios a la guerra de Irak, por los parias y antisistema forjados tras la desaparición del comunismo en 1989 a los que se unió en 2002 y 2003 para hacerse perdonar los intentos de encarcelar a Felipe González por los crímenes de los GAL y por la masonería chilena y argentina, donde ingresó como «adoptado», que no masón, en 2005 de la mano del presidente de aquella nación, Néstor Kirchner, el 14 presidente argentino adorador del «gran arquitecto del universo» y por su mujer, Cristina Fernández de Kirchner, la 15 presidente argentina ligada al grupo que predica la libertad, igualdad y fraternidad, el magistrado pretendía someter a los vencedores de la Guerra Civil española a un proceso sumarísimo, a una especie de causa general prohibida por la Ley y para la que no tenía competencia alguna.
Cualquier texto de Derecho Penal establece que la responsabilidad criminal se extingue con la muerte del causante de cualquier mal punible. Y el más joven de aquella trágica contienda, el general Francisco Franco, jefe del estado Español durante 40 años, llevaba enterrado en el Valle de los caídos desde el 20 de noviembre de 1975.
SERVIL CON EL PODER.– Analfabeto en materia de Derecho, incapaz de hilvanar un auto de manera coherente, que redacta con faltas de ortografía, conviene recordar que la falta de escrúpulos y el servilismo a los diferentes gobiernos de la democracia, ante los que se cuadraba militarmente después de ponerse de hinojos ante sus jerifaltes, llevaron a Baltasar Garzón a la Audiencia Nacional.
En unos momentos en que la mayoría de los sumarios contra el terrorismo se instruían apenas sin pruebas y sin demasiadas garantías jurídicas por falta de medios y falta de colaboración de un sector de la población del País Vasco, el juez de Torres (Jaén) comenzó a «inventarse» centenares de sumarios para meter a los terroristas entre rejas, como le acusaría años más tarde su compañero Joaquín Navarro Estevan hoy fallecido.
Su extrema osadía y su carencia de cualquier noma ética en el ejercicio de su profesión le convirtieron pronto en una «pieza insustituible» en el sistema judicial español y le envalentonó para instruir otras causas, como la de los GAL, que le enemistó con la cúpula socialista que durante años no le pudo ver ni en pintura.
Para congraciarse con ellos y firmar la «pipa de la paz» el «enfant terrible» de la Justicia acabó enfrentándose a muerte a José María Aznar (que nunca se fió de él, pese a que el magistrado se colocó al servicio de Jaime Mayor Oreja desde su llegada al gobierno lo mismo que años antes había sido el principal perro faldero de Juan Alberto Benlloch) durante los meses previos a la invasión de Irak.
AGITADOR PROFESIONAL.- Situándose por encima del bien y del mal, sin tener en cuenta que su militancia activa en España a favor de un dictador terrible como Sadam Husein constituía un atentado a la división de poderes y a la independencia del legislativo y el ejecutivo, prevaliéndose de su supuesta neutralidad e imparcialidad como juez, pretendiendo colocarse a la altura de Noam Chomsky, José Saramago, Umberto Eco o James Petras sin tener en cuenta las limitaciones de su cargo, Garzón no dudó un solo segundo en ponerse del lado de José Luis Rodríguez Zapatero, otro amoral como él, y se convirtió en el mayor agitador político de la España contemporánea.