El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Por cómo el plumero usas se colige…

POR CÓMO EL PLUMERO USAS SE COLIGE

QUE TÚ ERES DE MANUAL UNA LESBIANA

El bálano no es una bala, no; tampoco es una oveja, pues no bala. El bálano jamás es disparado, pero me consta que se hincha o inflama y enciende o enrojece; y, estando rodeado o bajo el influjo de determinadas circunstancias especiales, dispara. Tiene una abertura en el extremo, por la que suele salir a chorro orina y, excepcionalmente, como consecuencia de un espasmo, resultado, a su vez, de un orgasmo, es expulsado, eyaculado, un líquido blanquecino y viscoso que no sé a qué sabe, porque no lo he catado, pero sí que sé a qué huele, a lejía. ¿Cómo y cuándo ocurre eso? Pondré un ejemplo a continuación, para que quede clara la cosa. Cuando alguien toma el bálano por bola de helado (poco importa en el caso que nos ocupa su sabor, variopinto), que se coloca en la base abierta del cono o cucurucho, y se chupa y/o lame con gusto, ese gesto repetido produce ídem, sumo placer, al dueño o poseedor de la bellota o cabeza de ese miembro viril o glande. Y aquí hablo de oídas, pues reconozco que no puedo perorar de ello con conocimiento de causa, ya que, como aseveró Lope de Vega, en el verso que corona ese soneto sobre el amor, que arranca este endecasílabo melódico, “desmayarse, atreverse, estar furioso”, solamente “quien lo probó lo sabe”.

Creí otrora, de veras, indubitablemente, a pies juntillas, que Emilio, a quien yo le llamaba cariñosamente por su hipocorístico, Emi, quería hacerme suya, o sea, tener un affaire, apaño o lío conmigo. Mi profesor particular de lenguas y literaturas españolas, a cuya casa acudía, salvo que fuera día de guardar fiesta, por las tardes, los martes y los jueves para mejorar mi nivel y rendimiento en dichas asignaturas, me hacía leer invariablemente, en voz alta, al inicio de la hora que duraba la clase, las líneas que aparecen en el párrafo precedente. Conjeturé que lo hacía para que yo le preguntara qué querían decir. Pero, como yo, más que barruntar o intuir, sabía por dónde iban los tiros, qué significaban, no se lo preguntaba. Mi padre acostumbraba a decir sin defecto, mutatis mutandis, para casos similares, esto: quien dribla o elude la ocasión evita el peligro.

A mí Emi me gustaba… como profe, pero confieso que se me hizo un ápice, solo una pizca más interesante (confío, deseo y espero que se entienda por qué he escrito con ironía o sorna, en el inicio de este parágrafo, cuanto antecede a este paréntesis), cuando me enteré de que a dos compañeras mías de clase, curso y facultad, Sofía y Paula, que iban también a recibir de Emi clases particulares los lunes y los miércoles, no les obligaba a leer los renglones susodichos. Me imaginé cuál era el motivo o razón, que, en lugar de leerlas, llevaban a cabo al alimón cuanto se daba a entender en ellas. Así que, por fin, un día le pregunté al respecto y él me hizo una exégesis correcta, extensa, oportuna, la esperada, que holgaba, por supuesto, con el único objeto o propósito de saber, curiosa que es una, a dónde me llevaba haber interrogado tal cosa. Pensé que, cuando acabó de referir su interpretación, se bajaría la cremallera de la bragueta del bluyín que vestía, extraería su dedo sin uña, y me pediría que le hiciera la clásica práctica de sexo oral, una vulgar mamada o francés, pero, inesperadamente, no lo hizo. Se limitó a decirme que yo ya no necesitaba profesor particular y que me fuera a casa y no volviera por allí jamás.

Aquel infausto martes llegué a casa desconsolada, porque no entendía el proceder de Emi, y le conté a mi madre, con pelos y señales, todo lo que había pasado, incluso aquello que se me había pasado por la cabeza o había fantaseado, pero no acaeció. Me escuchó atentamente y, cuando terminé de narrarle el caso y de llorar como una Magdalena, me dijo que volviera a casa de Emi, como así hice, y le dijera, poco más o menos, esto:

“—Don Emilio, yo quiero aprender y confío, deseo y espero que usted me enseñe cuanto estime que yo debería saber sin falta. Si a usted no le apetece que le haga un francés antes de clase, pero ansía que le practique otra modalidad sexual, la que a usted le pete más, acaso baste con pedírmelo por favor y yo estaré casi casi medio dispuesta a ello”.

Reconozco que, por no interrumpirle, pasé por alto preguntarle si Emi le había dado también clases a ella.

Desde hace dos años, todos los martes y jueves sigo yendo por la tarde a casa de Emi, amén de para recibir clases de las asignaturas mencionadas, para limpiarle la araña del salón, con media docena de brazos y numerosas piezas de cristal, que funge de potente imán para el polvo. Tengo que acudir a la vivienda, sita en el número 69 de la Avenida de los poetas, vestida con una prenda de cuadros, parecida a un reducido kilt o falda escocesa, que me regaló Emi por mi décimo no(ve)no cumpleaños, sin medias, y subirme al último peldaño de la escalera de tijera, mientras él la sostiene firme abajo, para que no me caiga, a fin de quitarle con un plumero a la lámpara del techo el polvo acumulado.

Él es feliz así, dando curso a su parafilia, viendo mis muslos interminables (mido ciento noventa y seis centímetros y juego de alero-pívot en mi equipo de baloncesto) y desnudos, y yo soy dichosa aprendiendo lenguas y literaturas españolas a porrillo con el mejor profesor, sin que se nos vaya, ni a él la olla, ni a mí la pinza.

Nota bene

   Ojalá nadie infiera ni vea en el vocablo que aparece al final del subtítulo de este texto, lesbiana, ningún ataque a esa sección concreta, dentro del colectivo LGTBIQ.

Olvidábaseme de decir que fue mi madre quien se chivó y le dijo a Emi, antes de que empezara a ejercer de mi profesor particular, que yo era lesbiana. Y hoy, por fin, salgo del armario, y me siento orgullosa de declararlo aquí públicamente.

   Estela Goterón, “Metempsicosis”.

   Ángel Sáez García

   [email protected]

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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