EL ESCRITOR FUNGE SU OFICIO A DIARIO
Hoy he soñado que era un bebé. No berreaba como un tal, pero me hacía pipí y popó encima. A ver si me explico: he soñado que iba a presentar, dentro de un centenar de minutos, un par de horas escasas, una colección de cuentos, trenzados por mí, exactamente, 28, sobre un mismo espacio mítico, Algaso; y, del absoluto acojono que he sentido, me he cagado y meado, sin tener uebos, sin hache y con be, sí, necesidad, de descorrer la cremallera de la bragueta ni bajarme los pantalones.
Si hubiera hecho la presentación cuando tenía 28 primaveras y no las 62 que llevo consumidas, computadas, 34 más, acaso hubiera sentido idéntica congoja a la que he experimentado, pero esas 34 trayectorias trazadas alrededor del sol me hubieran servido para adquirir las tablas de las que hoy carezco y noto que las necesito, pues he advertido que mi piel se ha erizado de pánico, de puro miedo cerval, que acaso me impida articular palabra, hablar. Así, poco más o menos, me he visto a mí mismo, dentro del episodio onírico que se ha encargado de proyectar en la pantalla de mi mente el inconsciente libérrimo que otrora, a la hora de mi alumbramiento, me adjudicó la partera al azar, el que me tocó en suerte.
Está claro, cristalino, que la pretensión del escritor publicado es vender ejemplares de su obra (o, en su defecto, que esta sea leída); cuantos más, mejor. Y el editor, que participa del mismo propósito, le intenta persuadir diciéndole: Venderás muchos más, si apareces en este programa de la tele, si acudes a esa emisora de radio, si vas a la Universidad donde te graduaste o licenciaste a dar una charla o conferencia o te acercas al centro cívico que queda a tiro de piedra de tu casa a explicar qué te llevó a escribir la susodicha colección, las 350 páginas que la componen.
Ahora bien, yo sigo emperrado en mi idea sempiterna de que lo que debe hacer el escritor es fungir su oficio a diario, no promocionar lo que ha escrito. Discrepo del parecer de mi editor. Y es que me temo que, como soy un novato en el arte y la lid de la presentación libresca, puede que, en lugar de alcanzar y hollar la cima, vender más, cuanto logre sea lo opuesto, vender menos.
Este menda es un perito en colocar una palabra tras otra, con coherencia y cohesión formal y sentido común, es decir, en que el conjunto elaborado se mantenga en pie, o sea, no venga abajo, cual castillo de naipes, al sentir la primera oleada del viento, las primigenias caricias de las yemas de los dedos de los lectores (ellas, ellos y no binarios). ¿Elegí el estilo, la manera de escribir, o se me impuso? Puede que las dos razones aducidas sean igualmente ciertas. Lo propio cabe afirmar de las tramas y los personajes que aparecen en ellas.
He oído a varios críticos (ellas, ellos y no binarios) aseverar que los escritores debemos escribir sobre la realidad que nos circunda. Pero la madre del cordero, el intríngulis o el busilis está en saber ¿qué es la realidad? ¿Qué entendemos cada uno de nosotros por la tal? ¿Lo que vemos en las pantallas de las teles y los teléfonos inteligentes o lo que contemplamos de camino al trabajo, y viceversa, a través de los cristales de las ventanas del tren de cercanías que usamos para desplazarnos? ¿Lo que anhelamos o deseamos, porque lo que nos acaece no nos gusta? ¿Lo que ocurre en nuestra comunidad de vecinos o cuando soñamos, estemos dormidos o despiertos? ¿Acaso no es todo eso la realidad?
Hace muchos años leí “La verdad de las mentiras” (1990), una colección de 23 (33 en la edición acrecida de 2002) ensayos de crítica literaria sobre novelas prestigiosas de diversos autores conspicuos (y una colección de cuentos y otra de memorias), de Mario Vargas Llosa. No tuve que acudir a ninguna presentación de dicha obra para leerme, de cabo a rabo, con verdaderos placer e interés el libro susodicho, y aprender, mientras iba pasando sus páginas y reflexionando (y hasta tomando notas) al respecto, que la verdad puede estar agazapada en cualquier parte, hasta en el rincón más insospechado; que puede viajar en las páginas de un libro mentiroso, mientras quien lo lee se desplaza, de un sitio a otro, en el medio de locomoción que sea, bus, metro, tren… Y que las páginas de un ejemplar son mentira (salvo que el libro sea un ensayo, una obra histórica o de cierta especialidad científica), pero, en los espacios que hay entre las líneas y en los márgenes, cuántas verdades de todo tipo afloran. O sea, que en un país que se llama Mentira cabe hallar provincias o reinos auténticos, aunque las carreteras o caminos que los comunican sean falsos.
Hay lectores que afirman que la literatura les consuela. No pongo en duda ese juicio, pero la literatura nada tiene que ver con una oenegé, con una institución como la Cruz Roja o Cáritas. Lo que suministran las organizaciones benéficas no lo dan las novelas. La literatura, desde los clásicos grecolatinos, tiene dos finalidades claras, entre otras, la dulce y la útil, que cabe hallar en los versos 343 y 344 de la “Epístola a los Pisones” (o “Arte poética”), de Quinto Horacio Flaco: “Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci, / lectorem delectando pariterque monendo” (“Se llevó todo el galardón quien mezcló lo útil con lo dulce, deleitando al lector y al mismo tiempo aconsejándolo”).
Ángel Sáez García