El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

¿De qué vas a escribir hoy, Otramotro?

¿DE QUÉ VAS A ESCRIBIR HOY, OTRAMOTRO?

Hace diez o doce minutos, como mucho, cuando apenas hacía un par de los tales que acababa de tomar asiento en el banco de madera del parque, que suelo ocupar a diario por las tardes (siempre que no llueva, claro), acompañado de mis inseparables libreta de apuntes y bolígrafo BIC azul, se ha acercado a “mi oficina” o “despacho” al aire libre mi amigo y heterónimo Emilio González “Metomentodo”, para, tras saludarme con sus “buenas tardes” de rigor (y corresponderle servidor con otras del mismo jaez), formularme la pregunta acostumbrada: “¿De qué vas a escribir hoy, Otramotro?”

Bueno, pues, esta tarde me ha dado por variar un ápice o pizca mi respuesta habitual y contestarle esto:

—Aún no he decidido su asunto, pero será alguno de los infinitos temas sobre los que cabe discurrir o disertar, supongo; solamente falta decantarse u optar por uno, o sea, elegir cuál.

—¿Infinitos? ¿No son muchos?

—Infinitos, sí, interminables. Son tantos como las estrellas que titilan por la noche, cuando el cielo está despejado; como las gotas de agua que hay en el océano; como los granos de arena que hay en el desierto.

—¿Tantos?

—Tantos, sí. A pesar de que un día tiende a parecerse al precedente, como eso ocurre o se cuenta en la película “El día de la marmota”, que aquí, en España, se estrenó con el título de “Atrapado en el tiempo”, ¿no tienes la impresión refractaria de que cada día es distinto, especial, porque algo lo diferencia del anterior y del siguiente, y que acaso merezca la pena hacer el esfuerzo de narrarlo? A mí eso, indefectiblemente, me ocurre. Pero es necesario estar alerta, atento a cuanto sucede, para fijarse y reparar en ello. Estar seis horas pegado al móvil no ayuda a concentrarse en dicho menester.

—Ponme un ejemplo, como haría tu guía y mentor.

—Ayer, sin ir más lejos, cuando terminé de escribir el primer borrador del texto en prosa en mi libreta, sentado en el banco selecto, me marché a casa. Los vecinos de arriba, que escucharon que abría y cerraba la puerta de mi piso con la asidua doble vuelta de llave, comenzaron a mover mesas y sillas, como si hubiera sucedido un sismo o terremoto, sin parar, con la clara intención de molestar y enojarme, como consiguieron.

—Y tú les pusiste música clásica.

—Pues, lamento contradecirte, porque marras, amigo; no. Hasta ayer, cuando acaecía el hecho, esto es, los ruidos abundaban, eran a gogó, o a tutiplén, en el piso superior, devenían inaguantables, procedía como me has atajado, para ver si aún era cierto o estaba vigente ese aserto de que la música (la clásica haría el trabajo más rápidamente, suponía) amansa a las fieras, pero en esta oportunidad, como estaba cabreado, de veras, opté por una alternativa inesperada.

—¿Cuál?, si puede saberse.

—Puede. Cogí el recipiente que utilizo para cocer los huevos de gallina y determiné darle otra función. Así el mango del susodicho cazo con la izquierda y lo puse en posición inversa a la normal, empuñé una cuchara con mi diestra y di un inopinado concierto, propio de una cacerolada, sin haber ensayado previamente. He de reconocer que estuve superior, de ovación, con ¡bravo! incluido, ya que fue mano de santo, porque de arriba no precedió ni siquiera el sonido del vuelo de una mosca.

—¡Me tomas el pelo!

—No; puedes creerme a pies juntillas. Le di tan fuerte con la cuchara en el culo de dicho útil de cocina que lo abombé, arqueé o combé, lo volví convexo (con beso, así aprendí a distinguir dicho vocablo de su opuesto, cóncavo, con cueva). Dicho proceder me permitió culminar, sin sufrir otro contratiempo ruidoso, mi labor creativa. Cuando terminé, llamé a las puertas de los vecinos más cercanos para pedirles disculpas o perdón por la murga dada, busqué si tenía en casa un sustituto, pero no lo hallé, así que me desplacé a un supermercado cercano para comprar otro nuevo. Me costó siete euros y medio.

—¿Tanto?

—Tanto. Antes de acceder a dicho híper, como salía, en ese preciso momento, de comprar lo que fuera, por la puerta del susodicho, un agente de la policía local, al que conocía, lo abordé y le expliqué lo que me sucedía, un día sí y otro también, con los vecinos del piso superior. Y me comentó que, cuando se volviera a producir un hecho similar, aunque fuera de día, llamara al 092, para que una pareja de agentes se desplazara hasta nuestro edificio para actuar como corresponde, según la norma o el proceso protocolizado. Le di las gracias por escucharme y por el consejo. Y le aduje que así lo haría, en el supuesto de que perseveraran en la misma actitud incívica.

Nota bene

   Han pasado unas cuantas jornadas del suceso narrado arriba, y hasta ahora, cuando paso las líneas del tercer borrador a ordenador en la biblioteca, no he tenido que llamarles. Lo haré cuando no tenga idéntico resultado la cacerolada.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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