El clima político en Colombia vuelve a estar bajo los focos internacionales.
El reciente arresto de Élder José Arteaga Hernández, conocido como Chipi o Costeño, señalado como el principal organizador del intento de asesinato contra el senador Miguel Uribe, ha vuelto a poner sobre la mesa los viejos fantasmas de la violencia política que marcaron buena parte de la historia reciente del país.
Uribe, una de las figuras más visibles de la oposición al presidente Gustavo Petro y precandidato para las elecciones presidenciales de 2026, fue tiroteado el pasado 7 de junio mientras pronunciaba un discurso en un parque de Bogotá.
El ataque, ejecutado presuntamente por un menor de 15 años manipulado por Hernández, dejó a Uribe con graves heridas en la cabeza y la rodilla.
El senador sigue en cuidados intensivos tras varias operaciones quirúrgicas. Además, dos personas más resultaron heridas.
La captura del presunto instigador se produjo tras semanas de investigación policial.
Arteaga Hernández, con antecedentes por delitos violentos y vinculado a organizaciones criminales desde hace dos décadas, fue detenido en una zona noroccidental de Bogotá. Las autoridades le acusan de tentativa de homicidio agravado, fabricación y tráfico ilegal de armas y uso de menores para delinquir. La Interpol había emitido una alerta roja internacional para su captura.
Antecedentes: una espiral cíclica de violencia política
El ataque contra Miguel Uribe no es un hecho aislado en Colombia. Forma parte de una larga serie de atentados y asesinatos políticos que han marcado la vida pública del país desde mediados del siglo XX. De hecho, la historia personal del senador está atravesada por esta tragedia: su madre, la periodista Diana Turbay, murió en 1991 durante un intento fallido de rescate tras ser secuestrada por el cartel de Medellín dirigido por Pablo Escobar.
La violencia política en Colombia ha estado históricamente ligada al auge del narcotráfico y los grupos armados insurgentes. El asesinato o secuestro selectivo de figuras públicas —periodistas, jueces, candidatos— fue durante años un mecanismo para sembrar miedo e influir en las instituciones democráticas.
A esto se suma el peso simbólico que arrastran las organizaciones guerrilleras como el M-19 —del que formó parte Gustavo Petro— y los acuerdos fallidos o inacabados con las FARC y otros grupos armados. El recuerdo del asalto al Palacio de Justicia en 1985 o los magnicidios políticos sigue muy presente en la memoria colectiva.
La Colombia del “narcoguerrillero Petro”: ¿nuevo ciclo o continuidad?
El mandato del presidente Gustavo Petro ha reavivado el debate sobre el alcance real del poder estatal frente al crimen organizado y los grupos armados. Críticos y analistas insisten en que, pese a los intentos oficiales por desmarcarse del pasado guerrillero, la inseguridad sigue siendo una constante, especialmente en regiones fronterizas como Catatumbo —escenario reciente de enfrentamientos y desplazamientos masivos—.
En este contexto:
- Las cifras oficiales apuntan a un repunte significativo en actos violentos contra líderes políticos y sociales desde 2022.
- Diversos sectores acusan al gobierno actual no solo de falta de contundencia ante la criminalidad sino también de mantener discursos polarizadores que alimentan la tensión social.
- La cooperación internacional —especialmente con Estados Unidos— para combatir el narcotráfico y garantizar investigaciones transparentes se percibe ahora como incierta.
No han faltado voces que establecen paralelismos entre la actual presidencia y los años más oscuros del auge narco. “Colombia parece repetir su historia… ¿Es Gustavo Petro una versión política del poder que una vez representó Pablo Escobar desde el crimen?” se preguntan algunos analistas locales. Esta percepción se ve alimentada por declaraciones incendiarias tanto desde la oposición como desde sectores próximos al oficialismo.
Un futuro incierto ante las próximas elecciones
La tentativa de asesinato contra Miguel Uribe se produce cuando Colombia ya calienta motores para las elecciones presidenciales de 2026. El propio senador había anunciado su candidatura meses antes del ataque, lo que añade un matiz inquietante: la posibilidad real de que resurjan prácticas sistemáticas para eliminar adversarios políticos mediante la violencia directa.
Puntos clave para entender cómo puede evolucionar la situación:
- Investigación judicial: La Fiscalía mantiene abiertas varias líneas sobre posibles móviles políticos o criminales tras el atentado.
- Clima electoral: Temor entre candidatos opositores a sufrir nuevos ataques; aumento visible en medidas de seguridad.
- Presión social: Movilizaciones ciudadanas reclamando garantías democráticas y rechazo a toda forma de violencia política.
- Relación con Venezuela: Petro ha impulsado propuestas bilaterales con Nicolás Maduro para reforzar el control fronterizo ante bandas narco-guerrilleras; sin embargo, muchos dudan sobre su efectividad real ante estructuras tan enquistadas.
El reto: romper el ciclo
El caso Uribe reabre heridas profundas y obliga a mirar hacia adelante con cautela pero también con urgencia. El reto para Colombia es romper definitivamente ese ciclo donde crimen organizado, discursos radicalizados e impunidad judicial convergen para debilitar las bases democráticas.
La sociedad civil ya ha comenzado a movilizarse, exigiendo respuestas claras tanto al gobierno como a las instituciones encargadas de garantizar justicia y seguridad. Sin avances tangibles será difícil evitar que estas heridas sigan marcando no solo la vida política sino también el tejido social colombiano.
Hoy más que nunca —con las elecciones a la vuelta de la esquina y los viejos demonios acechando— Colombia necesita respuestas contundentes. Y también memoria: porque ignorar las lecciones del pasado puede ser abrirle otra vez la puerta al horror.

