Haro Tecglen y Antonio Herrero

Haro Tecglen y Antonio Herrero

Eduardo Haro Tecglen, ideólogo de El País, ha muerto.

¿Qué sentimientos despertaría en él su propia muerte si pudiera autodirigirse una columna de opinión? Quizá tengamos alguna idea releyendo el texto titulado «Qué más da» que le dedicó al periodista radiofónico Antonio Herrero en mayo de 1998.

Busco mis sentimientos por la muerte de Antonio Herrero: no tengo. La pura muerte deja de impresionar a quien se ve cerca de ella: no queda la sensación de culpa de quedarse aquí, porque se queda para poco. La muerte de un enemigo ya es insignificante: otro saldrá y, además, es igual: son gentes de otras estructuras.

Yo no fui enemigo de él; él lo era mío y supongo que, por mucho que me maldijese, no le importé nada.

No le oía: a su hora no puedo. Me llamaban para contármelo. Lo de él, lo de Jiménez Losantos, lo de otros que no recuerdo (ah, sí, Carlos Semprún). Hace muchos años me impresionaban estas cosas: cuando murió Franco y la censura se abrió. Era lógico: se abrió para todos: buenos y malos, justos y canallas. Para la verdad y para la calumnia. ¡La abrieron ellos! Pero la verdad es siempre dudosa y la calumnia deja mucho. Tuve entonces, hace 20 años, algún susto: vi que se podía mentir, se podía minar la fama, la moral de los hombres; se podía alterar sus pensamientos, falsificar sus palabras, crearles el personaje que no eran. Sabía que era un arma de Estado: el de Franco, o de Stalin, o de Hitler, qué sé yo; pero que en la democracia no podía prevalecer. Podía: y prevalece. Quizá éste sea su mejor régimen.

En los totalitarismos no se cree en nada; en las democracias se puede ser crédulo del mal. Qué grave. «Qué fuerte», dicen ahora. No le oí nunca, pero me lo contaban. Ni le conocí. Pasados los años largos de este régimen, ya me dan igual todos ellos. Sé que los suyos trataron de desmontar este periódico donde me guarezco; y, con él, una línea política que no continuaba las grandes de su afiliación. O que daría las prebendas a otros.

Algunos de entre ellos, de entre sus sindicados, sólo tenían rabia porque no escribían aquí, no tenían esta difusión. Otros, porque se habían transformado hacia su propio opuesto y no aceptaban que hubiera personas que las mantuvieran. Otros hasta por fe religiosa. Deposito mi flor en la tumba: es blanca, como la indiferencia.

Quisiera tener algún sentimiento de pena por una muerte, de malestar por una pérdida o de alegría por el silencio definitivo de una voz adversa. La que me duele es otra, la de «un mendigo de la Historia española», como dice su hijo (le salió muy raro: José Luis Martín Prieto): la de un inválido del Quinto Regimiento. Al que yo vi, en aquella lejanía, como salvador. Qué curiosa es la vejez; se duele uno de lo antiguo y de lo lejano. Desprecias a algunos contemporáneos.

Puede leerse la prolija obra de Tecglen en el blog que su familia le montó por su 80 cumpleaños.

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