Meter en cintura a la prensa

Meter en cintura a la prensa

Fernando González Urbaneja, presidente de la Asociación de la Prensa y uno de los veteranos periodistas españoles con mayor prestigio en la profesión, analiza en el último número de Cuadernos de Periodistas las maniobras de organismos reguladores como el CAC y concluye que todo tiene tufo de intento de amedrentar a los medios y a los periodistas, con ruido de expedientes, sanciones, y hasta revocación o no renovación de licencias.

Hace unas semanas desde una institución nos propusieron un debate con el título ‘El periodismo responsable’. El ‘responsable’ traslucía una línea entre lo responsable y lo irresponsable, lo correcto y lo incorrecto, referido al ejercicio del periodismo.

Pero era una proposición correcta para acercarse al periodismo de estos días y a sus problemas. Lo que el periodismo requiere es libertad y pluralidad, como los pájaros el aire y los peces el agua. Sin amplia libertad y pluralidad no hay periodismo, para abrir hueco a la propaganda, el adoctrinamiento y la manipulación.

Y no era la proposición correcta porque en estos tiempos no faltan los decididos a meter en cintura a los periodistas y a dar lecciones sobre el trabajo informativo, y más aún en cuanto a las opiniones. No faltan quienes quieren fijar, en nombre de los ciudadanos, los límites tolerables del periodismo, por supuesto que con la presunción de servir a la verdad (inquietante palabra cuando se usa de forma unidireccional, mi verdad) y la honestidad, otro concepto con definición imprecisa.

Y no faltan quienes reclaman neutralidad, es decir noticias y opiniones incoloras, inodoras e insípidas.

La corriente intervencionista es firme e intensa, no sólo en España, también en otras democracias más avanzadas y experimentadas. Incluso en las filas del periodismo hay quien piensa que es hora de poner coto a ciertos abusos, y no sólo en el calculado chismorreo del peculiar mundo de los famosos de temporada, también en el espacio de la política y las ideologías. Y entre los periodista abunda el derrotismo y la resignación. No faltan incluso los que han decidido cambiar de oficio, especialmente entre los jóvenes que empiezan, cuando comprueban que la realidad está lejos de lo que imaginaron.

Libre expresión

Ralf Dahrendorf titulaba su último artículo periodístico: ‘La libertad de expresión en el banquillo’ que concluía con la reclamación de más espacio a la libre expresión y la advertencia de que las amenazas a la misma achatan las libertades y las oportunidades de los ciudadanos. En este sentido hay que reclamar que los poderes públicos no entrometan sus dedos reguladores en el oficio de los periodistas. Sobre todo en España, una sociedad aún con incipiente destreza en el uso de las libertades.

Durante demasiados años hemos padecido la intrusión (y utilizo la palabra en su más preciso significado) de los gobiernos en los medios, por muy variados procedimientos, y sin beneficio para la credibilidad de periodistas y políticos (que anda baja), ni para el servicio a los ciudadanos, cada día más recelosos frente a lo que les cuentan. Tampoco para el buen desenvolvimiento económico y moral de los medios, de los editores y de los periodistas.

El arbitrario reparto de licencias audiovisuales, que vienen aplicando los sucesivos gobiernos desde hace más de 20 años, forma parte del problema y es una de las causas del difícil desenvolvimiento de la libertad de expresión y del retroceso y estrechamiento de la misma durante los últimos años. En espera de las concesiones, editores y periodistas han reducido expectativas, mientras llegan tiempos mejores. No llegan.

Ahora el problema cursa con variantes. Los gobiernos aparentan (quizá incluso sean sinceros) propósito de enmienda y, copiando otras democracias, proponen organismos reguladores (comisiones audiovisuales al estilo de la FCC norteamericana, el Ofcom británico o el equivalente francés, que es el más apreciado de los intervencionistas) con competencias cedidas de los gobiernos para gestionar las licencias y administrar el espectro radioeléctrico y con la pretensión de que sean independientes, competentes e imparciales. Pero antes de que esa independencia esté acreditada y de que esos reguladores demuestren competencia profesional y acumulen prestigio, les dotan de facultades fiscalizadoras con tufo de intento de amedrentar a los medios y a los periodistas, con ruido de expedientes, sanciones, y hasta revocación o no renovación de licencias.

La larga resolución del Consejo Audiovisual de Cataluña sobre los contenidos emitidos en programas estelares de COPE es ejemplo de todo esto. El informe es discutible, los hechos u opiniones cuestionados pueden reflejar mala educación, crítica subida de tono, opiniones poco fundadas… pero difícilmente delitos sancionables o excesos insoportables. La prolija argumentación para justificar las acusaciones rezuma debilidad.

En fin, que para ese viaje no se requieren tales alforjas. El informe debería inducir al legislador a mucha cautela antes de ‘meter en cintura’ la libertad de expresión. El remedio será peor que la enfermedad y confirma aquella proposición de un viejo demócrata: “Las ovejas están mejor solas que vigiladas por los lobos”.

España, con poca experiencia en la gestión de la libertad de expresión y menos aún en la actuación de organismos independientes, no puede recorrer en pocos meses lo que a otras democracias más maduras les ha llevado años. Además, lo acreditado por los gobiernos, y especialmente el actual, a la hora de componer los organismos independientes es decepcionante ya que poner de manifiesto que son más oportunidad de empleo para militantes más o menos distinguidos con déficit de independencia, que ocupación responsable para profesionales con competencia y capacidad acreditadas.

Ejercicio del Periodismo

Los límites al ejercicio del periodismo los marca la ley y la jurisprudencia. También el pacto de los editores con los periodistas, que tendrían que volver a respetarse y entenderse para salir del atolladero en el que andan envueltos. No sólo en España, también en países muy avezados en las libertades civiles como son los Estados Unidos y Gran Bretaña, hay nuevas leyes en curso o en vigor que restringen la libertad de expresión con la coartada de prevenir incitaciones al odio o a la violencia o de la lucha contra el terrorismo.

Limita la libertad prohibir o restringir el debate, la crítica, incluso expresiones de antipatía, burla y hasta insultantes para otras creencias o ideas. La confrontación, la colisión de opiniones es esencial para preservar la libertad decía hace unos días el escritor británico T. Garton Ash que recordaba una frase de Stuart Mill:“A la ley y a la autoridad no les corresponde restringir los ataques a la infidelidad a unas creencias o valores”.

Es frecuente escuchar que esto no puede seguir así, que los periodistas no tienen derecho a todo, que es intolerable que se escriban o digan… para reclamar leyes antilibelo o actuaciones sancionadoras y ejemplarizantes de organismos vigilantes del canon oficial, de la moral o de lo correcto. Esas son las vísperas de la censura y el oscurantismo. En España tenemos leyes suficientes como para que ciudadanos e instituciones se defiendan de posibles abusos de la libertad de expresión. La Constitución marca el campo de juego, el Código Penal y algunas otras leyes, como la del honor, son modernas y actualizadas (para algunos incluso restrictivas) a la hora de fijar los límites. Y el árbitro no es otro que el juez competente. Las sentencias de los tribunales, especialmente la doctrina del Supremo y del Constitucional, completan el cuadro y permiten a los magistrados tomar decisiones fundadas.

Sin embargo no hay mes que pase sin que a alguien se le ocurran medidas restrictivas de la libertad de expresión que tienen como objeto callar las voces que no les gustan. Gobiernos y oposiciones claman por lo mismo y lo contrario según su posición relativa, según sean o no sujetos de crítica. Criticar a los amigos parece intolerable y abusivo, mientras que hacerlo a los adversarios significa el ejercicio de una libertad incuestionable. Algunos presuntos demócratas asumen sin reserva que a la Administración corresponde la facultad de determinar el canon de lo que es o no tolerable. O que, como el espectro radioeléctrico es un bien público, gestionado por la Administración, a ésta compete también la vigilancia de los contenidos que ocupan ese espectro radioeléctrico. ¡Qué disparate!

En ningún caso se puede defender que los periodistas deben estar exentos de crítica. Todo lo contrario, necesitamos esa crítica; entre los deberes de los periodistas está dar espacio a la crítica, sin trampas ni mezquindades. La credibilidad de los medios y de los periodistas va a encontrar uno de sus sustentos, precisamente en la capacidad para aceptar y, en su caso, asumir esa crítica, dar espacio a otras opiniones y a nuevos datos y a correcciones de los aportados en sus informaciones, muchas veces incompletas y parciales, por la propia naturaleza del trabajo periodístico. Los protagonistas de la información, entre ellos políticos y otros personajes con poder, tienen derecho a criticar, a defenderse, también a demandar y a la querella. Pero no a la amenaza ni al uso del poder para tomar represalias contra lo que no les gusta.

Un ejemplo elocuente del extravío en que andamos nos viene de los Estados Unidos. Hace poco más de un mes una periodista del Washington Post desveló la existencia de cárceles secretas de la CIA en terceros países destinadas a interrogatorios abusivos a prisioneros relacionados con el terrorismo. La reacción de la propia CIA y de algunos congresistas no fue prevenir y cortar esos abusos sino perseguir a quienes pudieran haber revelado la información a la periodista que la publicó. ¿Se habrán leído la Constitución estos políticos y funcionarios tan proclives al abuso y al desprecio de libertades y garantías? ¿Se combate así el terrorismo? ¿Es esa la superioridad moral? Las malas ideas, el error en las prioridades, es caldo de cultivo para el abuso. Desde la mentira y el encubrimiento no se construye democracia, el fin no justifica los medios; peor aún, éstos, mal empleados, desmontan la legitimidad de los fines.

Así que constatamos amenazas serias al ejercicio de la profesión. A la precariedad laboral, primer problema para los periodistas españoles, a la insoportable presión de las fuentes, se unen ahora el otorgamiento de facultades administrativas para regular la libertad de expresión, siempre con la excusa de contribuir al bien común, a la decencia y a la verdad. La amenaza parece ser a los periodistas pero en realidad tiene a los ciudadanos como víctimas.

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