Detrás del eufemismo, el horror

Detrás del eufemismo, el horror

(PD).- Salman Rushdie, quien todavía sigue escondiéndose por temor a que los fanáticos islámicos los asesinen, no ha dicho todavía palabra sobre las viñetas de Mahoma, pero sigue escribiendo. Y ahora lo hace desde Manhathan y en el sacrosanto The New York Times para denunciar la perversión del lenguaje… en EEUU.

Afirma el escritor que, más allá de toda duda, la frase más fea que se incorporó al idioma inglés en 2005 fue extraordinary rendition (“entrega extraordinaria”). y añade que para aquello que aman las palabras, su embrutecimiento del significado es una señal infalible de su falacia. Extraordinary es un adjetivo bastante común, pero tal como se utiliza a veces en la prensa y en los comunicados oficiales se violenta su sentido para incluir acepciones más siniestras que no figuran en los diccionarios: “secreto”, “implacable” y “extrajudicial”:

En cuanto a rendition, el inglés acepta cuatro significados: “interpretación, ejecución”; “traducción”; “rendición” (en este sentido, es un arcaísmo) y “act of rendering”. Este último nos remite al verbo “to render”, entre cuyas diecisiete acepciones posibles no hallaremos “secuestrar y entregar secretamente a uno o varios individuos para que los sometan a interrogatorios en un lugar no revelado, de un país no especificado en que se permita la tortura”.

El lenguaje también tiene leyes y ellas nos dicen que este neologismo norteamericano es impropio. Es un crimen contra la palabra.

Muy a menudo, la habitual jerga política, hecha de neologismos, vomita un término cuya blandura calculada nos hace estremecer de miedo y de asco. “Las palabras limpias pueden encubrir acciones sucias”, escribió William Safire, columnista del New York Times, en 1993, cuando apareció otra de estas frases: “limpieza étnica”. “Solución final” es otra locución, aún más horrible, de este lenguaje equívoco y perverso, digno de Orwell. Y “respuesta de mortalidad”, un eufemismo por “muertes por asesinato” que oí por primera vez durante la Guerra de Vietnam. Ningún neologismo debería enorgullecerse de semejante pedigrí.

La gente usa estas frases para evitar otras cuyo significado sería demasiado obvio y embarazoso. “Solución final” y “limpieza étnica” se usaron para evitar la palabra “genocidio”. Quien dice “entrega extraordinaria” revela su repugnancia a hablar de “exportación de la tortura”. Pero, como advierte Cecily en La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde: “Cuando veo una pala, la llamo pala”. Y aquí tenemos una pala gigantesca, y bastantes paladas de estiércol.

John McCain, senador republicano por Arizona, ha impuesto a una Casa Blanca reacia –el vicepresidente Dick Cheney hizo cuanto pudo por impedírselo– una enmienda que incorpora a la legislación norteamericana la definición internacionalmente aceptada de “tortura” (“castigo cruel, inhumano o degradante”). Esto hace presumir cada vez más que el gobierno de Bush podría tratar de eludirla “entregando” a personas que, a su juicio, valdría la pena torturar a países menos delicados. Tal presunción merece un análisis más minucioso.

Empezamos a enterarnos de algunos casos de capturas y traslados. Maher Arar, ciudadano canadiense nacido en Siria, fue capturado por la CIA cuando se dirigía a Estados Unidos; lo llevaron a Siria, vía Jordania, y allí, según su abogado, fue sometido a brutales torturas físicas. Khaled el-Masri, ciudadano alemán nacido en Kuwait de padres libaneses, dice haber sido secuestrado en Macedonia y trasladado a Afganistán, donde lo interrogaron y lo golpearon reiteradamente. Mohammed Haydar Zammar, ciudadano alemán nacido en Siria, denunció su secuestro en Marruecos y ulterior cautiverio (cuatro años) en Siria.

Ya hay varios litigios en curso. Los abogados de los demandantes dicen que hay muchas más víctimas y que todavía no se ha develado la estructura del plan de entregas extraordinarias en Afganistán, Egipto, Siria y, quizás, en otros países. Se han iniciado investigaciones en Canadá, Alemania, Italia y Suiza.

La propia CIA admite la existencia de “menos de diez” casos. En muchos oídos, esto suena a un nuevo eufemismo. Las herramientas se crean para ser utilizadas. Parece, por lo menos, improbable que se establezca un sistema políticamente tan arriesgado y moralmente tan dudoso para luego usarlo muy poco.

El gobierno norteamericano ha reaccionado con la energía que lo caracteriza. En su reciente gira por Europa, la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, les dijo –palabras más, palabras menos– a los gobiernos europeos que se apartaran del asunto. Así lo hicieron, con la docilidad debida: se declararon satisfechos con sus aseveraciones.

Poco después, a fines de diciembre, el gobierno alemán ordenó la clausura de un centro islámico cerca de Munich. Se habían encontrado documentos que incitaban a cometer ataques suicidas en Irak. Nos dicen que Khalad al-Masri lo frecuentó antes de su entrega extraordinaria a Afganistán. Nos estimulan a pensar: “¡Ajá! ¡Evidentemente, es un mal tipo! ¡Entreguen su miserable trasero donde les plazca!”.

Para comprender la perversidad de este modo de pensar, recordemos lo que Isabel Hilton, del Guardian, escribió en julio: “La ilusión de que los funcionarios saben más que las leyes es un riesgo ocupacional de los poderosos. Los de mentalidad imperial son especialmente propensos a él. […] Cuando la desaparición se convirtió en una práctica de Estado en toda América latina, en los años 70, suscitó la repulsa de los países democráticos, donde uno de los dogmas del gobierno legítimo establece que ningún agente estatal puede detener –o matar– a otro ser humano sin tener que responder por ello ante la ley”.

En otras palabras, no se trata de que un individuo sea “bueno” o “malo”, sino de que nosotros lo seamos. La cuestión es si nuestros gobiernos nos han arrastrado, o no, hacia la inmoralidad, desechando el debido proceso judicial que, por lo general, se considera el pilar más importante de una sociedad libre, después de los derechos del individuo.

Sin embargo, evidentemente, la Casa Blanca se cree respaldada por la opinión pública en este y otros asuntos discutibles. Hace poco, Cheney les dijo a los periodistas: “Cuando el pueblo norteamericano considere esto, comprenderá y apreciará lo que estamos haciendo y por qué lo hacemos”.

Puede que tenga razón por ahora, aunque la controversia no da señales de amainar. Queda por verse hasta cuándo el pueblo norteamericano está dispuesto a seguir aceptando la idea de que el fin justifica casi cualquier medio que a Cheney se le antoje emplear.

En el principio está la palabra. Allí donde uno empieza por corromper el lenguaje, pronto seguirán otras corrupciones peores. En diciembre, los law lords (“lores de derecho”) de Gran Bretaña, constituidos en Suprema Corte para dictaminar sobre la tortura, hablaron al mundo en términos sencillos y claros. “El torturador no es aborrecido porque la información que presenta puede ser poco confiable, sino por los medios bárbaros que utiliza para arrancarla”, dijo lord Rodger de Earlsferry. “La tortura es un mal absoluto. Jamás se puede justificar. Antes bien, siempre se debe castigar”, añadió lord Brown de Eaton-under-Heywood.

Existe la probabilidad espantosa de que, al tercerizar la tortura, Estados Unidos pueda eludir el castigo. Pero no podrá eludir el descrédito moral.

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