Crítica al concepto de Utopía en el Manifiesto Comunista

A 150 años de la publicación del Manifiesto Comunista, el comunismo parece menos un fantasma que una ausencia: el fantasma de un fantasma. Numerosos intelectuales de izquierda han celebrado el cumpleaños del Manifiesto con diversas visiones acerca de qué sigue vivo y qué no en el libro de Marx y Engels. El filósofo argentino José Pablo Feinman afirmaba que el Manifiesto había anunciado “el fracaso total del esquema victorioso libremercadista”.

Feinman destacaba como características de este esquema “la desigualdad, la autoaniquilación de los hombres, la violencia ecológica, el desempleo y el racismo” para finalizar diciendo que el socialismo utópico ha muerto, pero que el libremercadismo “no logró enterrar al socialismo. De alguna manera el socialismo va a tener que volver”. Para el sociólogo Ricardo Forster la situación actual “es peor que en 1848” cuando el Manifiesto fue escrito. “La injusticia social y la búsqueda de una igualdad están muy lejos de ser alcanzadas”. De la misma manera Rosendo Fraga dice que lo que sigue vivo del libro es “el reclamo respecto a la injusticia social” y el pensador Eduardo Grüner constata que “contra lo que se suele pensar, prácticamente todo el comunismo sigue vigente, más allá de ciertas predicciones puntuales que puedan o no haber desmentido la historia”.

A pesar de estas voces consensuadas sobre la actualidad del Manifiesto varios intelectuales –incluso de izquierda- piensan que lo que murió es el mensaje utópico del pensamiento de Marx, la concepción teleológica de la historia. Marx veía la historia como un telos, como algo que tenía una finalidad y un sentido: la llegada del socialismo a partir de la revolución de una nueva clase, el proletariado. Este sujeto revolucionario jamás canalizó los sueños utópicos del marxismo, aún más, fue uno de los últimos exponentes de esa literatura que anuncia “los tiempos que vendrán” sobre la base de una política pensada desde la historia, una historia pensada en términos evolucionistas a la manera de la obra de Darwin (por quien Marx sentía profunda admiración) y el Mein Kampft de Hitler.

Sin embargo, los últimos trabajos eruditos sobre la utopía marxista del Manifiesto intentan probar que la idea de utopía ya no se relaciona con su significado clásico – es decir, esa sociedad ficticia y perfecta donde los hombres vivirán en paz y en armonía – sino con una nueva clase de resistencia frente a lo real y a lo dado. Para la izquierda, la utopía parece ya no ser la llegada del comunismo sino la capacidad de pensar críticamente, de ejercer un discurso contra su época y de romper los dogmatismos existentes. Este trabajo se ocupará de criticar esta concepción errónea del concepto de utopía, las desafortunadas ideas que trae aparejadas y la postura liberal frente al desafío que se presenta a fin de siglo con la desaparición de las certezas. Cabe aclarar que en este ensayo no se analizarán otros aspectos del Manifiesto que no sean los que estrictamente nos conciernen al tema de la utopía, dejando de lado deliberadamente las cuestiones económicas y sociológicas que no trataremos aquí.

La escritura utópica del Manifiesto

“Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el poder perderá su carácter político. El poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra. Si en la lucha contra la burguesía el proletariado se constituye indefectiblemente en clase; si mediante la revolución se convierte en clase dominante y, en cuanto clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de producción, suprime, al mismo tiempo que estas relaciones de producción, las condiciones para la existencia del antagonismo de clase y de las clases en general, y, por tanto, su propia dominación como clase. En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.

Este párrafo del Manifiesto está impregnado de utopía, es decir, de ese estilo literario que desde Platón hasta Tomás Moro ha anunciado una y mil veces la creación de una nueva sociedad desde sus cimientos, llegando a veces hasta calcular desde el número de habitantes hasta los derechos de las mujeres y los niños. Marx no diseño en detalle la utópica sociedad comunista, como si lo hicieron Tomás Moro con su famosa isla de Utopía, Platón con su República o Francis Bacon con su Atlántida. De todas formas, el espíritu por el cual nace su utopía es el mismo: la idea de que existe un archè o un principio de las sociedades humanas, es decir, una organización que sería perfectamente adecuada al ser humano. En este sentido, las utopías identificaron las sociedades ordenadas y armónicas con la buena comunidad; lo que buscaban solucionar era cómo eliminar el conflicto o la escisión en el seno de las sociedades humanas.
Las utopías forman parte de la genealogía propia de la modernidad, ese tiempo luminoso que engendra la promesa de emancipación e independencia con la rotura de los vínculos sagrados que nos unen a los dioses, como así también el programa de desencantamiento de la naturaleza, un tiempo de cambios acelerados y la confianza en la capacidad liberadora de la razón. Estas son las condiciones de emergencia de un nuevo tipo de relato: el relato utópico.

Marx, que era un moderno a la vez que un romántico, imaginó una promesa de solución desplazada del espacio presente porque la utopía no tiene lugar, topos, es quimera, sueño, es la solución imaginaria que muestra, por el absurdo, el límite de lo dado sobre la base de su crítica radical. “Hijas de la feroz voluntad de unidad y de dominio de la modernidad, intentos de paralizar el mundo y detenerlo en el congelado y transparente cielo perfecto del ideal, pero también convocatoria a tomar el cielo por asalto, acicateo que invita a la persecución de los horizontes siempre huidizos de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad de los hombres, horizonte frágil y móvil, amenazado por el malestar que nos habita”, escribe la ensayista Alejandra Ciriza (4). El Manifiesto habla el lenguaje de la ciencia moderna, la cual permite predecir lo que puede y lo que no puede ocurrir, no busca solamente entender el mundo sino transformarlo con su saber racional y laicizado. Vale la pena citar la excelente anotación de Règis Debray sobre la naturaleza científica de la obra de Marx: “Como todo su siglo, Marx piensa en motor. “La lucha de clases es el motor de la historia”: La fuerza universal y aplicable en todos los puntos, cuyo sistema produce todos los movimientos de las sociedades de clase. … El sentido científico de una época no depende de la cronología de los descubrimientos sino de la evolución mucho más lenta de los criterios de pensamiento.

Marx – Engels piensan la historia dentro de los marcos de la mecánica clásica, en los términos de la cual la estática o ciencia del equilibrio de las fuerzas y la Dinámica, ciencia de las fuerzas aceleradoras o retrógradas y de los movimientos variados que deben producir (Lagrange) encuentran una común regulación, según los mismos principios generales de la palanca, de la composición de las fuerzas y de las velocidades virtuales. Lo que a una mente informada de 1840 le parecía residual, limítrofe o tangente a la explicación causal, o como signo de desorden que había que reducir, se ha cambiado en medios de producción y el fenómeno explicable, en palanca de explicación de los fenómenos. Marx pensaba en el seno de un mundo ordenado, en reposo, con fuerte estabilidad –donde la culminación revolucionaria llegaría a ocupar su lugar como un eslabón previsible y necesario al final de una cadena de causas y de efectos homogéneos entre sí. La Revolución valía no como ruptura de ese orden material y lógico, sino, al contrario, como su validación y su manifestación. De una naturaleza homogénea y sin singularidades, de la que puede dar una descripción exhaustiva un conjunto finito de leyes generales, se derivaba una historia planetaria de trama simple y continua, tan homogénea en todos los puntos de la tierra, como que “de la ley natural que preside el movimiento de la humanidad, se derivará la ley económica del movimiento de la sociedad moderna”. (prólogo al Capital, 1867)

Ahora bien, de ser productos imaginarios y meros anhelos espirituales, las utopías se trasformaron a través de las fracturas históricas de la modernidad y el surgimiento de nuevos sujetos sociales en verdaderos discursos políticos. La nueva concepción del tiempo que la modernidad produce posibilita la proyección hacia el futuro de las promesas de la realización del cielo en la tierra y esto precisamente lo que produce tanto el rechazo visceral por parte del liberalismo hacia las utopías como el nuevo discurso neoizquierdista de la utopía como la negación a aceptar como definitivo el límite de lo establecido. Dardo Scarvino, en su trabajo sobre la utopía en Marx, concluye diciendo que “la verdadera crítica del sistema capitalista es realizada por la lucha de clases” y más adelante, que el Manifiesto intenta es decir “que otro mundo es posible”. Para Scarvino “el totalitarismo neoliberal” anula los otros discursos y califica al comunismo como lo que no puede tener lugar. Y lo que no puede tener lugar, de acuerdo con la etimología, es lo utópico. En síntesis, para la izquierda actual, desde Galeano hasta Hosbwbawm, la utopía es la crítica a un estado de cosas actual que debe ser reemplazado por un movimiento real, algo que según ellos ya había sido dicho por Marx. Dice Scarvino: “El comunismo no es para nosotros ni un estado que debe ser creado, ni un ideal al cual la realidad debe ajustarse. Llamamos comunismo al movimiento real que deroga el estado de cosas actual”. Finalmente concluye: “La utopía ya no es aquella elucubración imaginaria con la cual se pretende convencer a los individuos, sino una práctica constitutiva y real de las organizaciones igualitarias o comunistas, verdaderas alternativas a la serialidad impuesta por el capitalismo”.

Si esto es así, la esencia del Manifiesto ha desaparecido. Al mismo tiempo, no deja de llamar la atención la devaluada apuesta que hace la nueva izquierda con respecto a la alternativa comunista. Ya no es una propuesta real, distinta y revolucionaria como la intentada por Marx y Engels en el Manifiesto sino una tibia resistencia frente al orden imperante. Un comunista como Scarvino se enternece frente a la Carpa Blanca o los sin tierra del Brasil pero jamás le presentará una alternativa viable. Dice que “el comunismo sigue vivo bajo otras formas organizativas”, pero se semeja más a una nueva forma de managment que a una ideología vital y poderosa. También nos podríamos preguntar que destino “utópico” nos queda si el totalitarismo es comunista y no liberal. Pues, cabe aclarar que el liberalismo también es una clara manifestación de resistencia frente al status quo, un camino interminable hacia la libertad que no tiene llegada en un “fin de la historia”; quizá la diferencia es que su objetivo no es abolir la propiedad privada e instaurar la dictadura del proletariado sino lo contrario, preservarla con el fin de que los más humildes y necesitados tengan la esperanza de un futuro mejor.

Un escritor escatológico

Una utopía como la de Marx tuvo que ser algo más que un sueño de igualdad para que haya alucinado a tanto intelectuales. Sabemos que las ideas eficaces no siempre son las verdaderas sino las que penetran mejor en la piel. Si el Manifiesto es una exquisita pieza literaria es porque está escrito con reacciones breves, agudas y dogmáticas frente a los acontecimientos que ocurrían. Para la mentalidad de principios de siglo, la sociedad estaba al borde del colapso, a los intelectuales les fascinaba hablar en términos de “decadencia” e “inexorabilidad” y el primero que se había expresado en dichos términos había sido Marx.
La obra de Marx demuestra que era un artesano en el uso brillante de epigramas y aforismos. Paul Johnson (8) apunta que muchos de ellos no eran de su propia cosecha. “A Marat se deben las frases “Los trabajadores no tienen nacionalidad” y “Los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas”. El famoso chiste de que la burguesía usa escudos de armas en sus traseros vino de Heine, al igual que “La religión es el opio de los pueblos”.

Luis Blanc aportó “De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”. De Karl Shapper provino “!Trabajadores del mundo, uníos!”, y de Blanqui “La dictadura del proletariado”. Pero Marx era bien capaz de producir los propios: “En política los alemanes han pensado lo que otras naciones han hecho”. “La religión no es más que el sol ilusorio alrededor del cual gira el hombre hasta el momento en que comienza a girar alrededor de sí mismo”. “El matrimonio burgués es la comunidad de las esposas”. “La osadía revolucionaria que arroja a la cara de sus adversarios las palabras desafiantes: No soy nada y debo ser todo”. “Las ideas dominantes de cada época han sido las ideas de su clase dominante”. Además tenía el don poco común de retener los dichos de los demás y usarlos exactamente en el momento preciso de su argumentación combinados en forma mortífera. Ningún autor político ha superado las tres últimas frases del Manifiesto. Fue su olfato de periodista para la oración breve, concisa, más que por cualquier otra cosa, por lo que toda su filosofía se salvó del olvido en el último cuarto del siglo XIX”.

Si transcribí este extenso párrafo de Johnson es porque considero de radical importancia hacer notar que las utopías totalitarias se alimentan no de la razón como muchos creen sino de lo irracional, lo afectivo, lo epidérmico. Las utopías están cargadas del lenguaje de la exclusión y del odio y para ponerse en movimiento requieren de otro a quien odiar. Marx lo encontró en su odio por la usura y los prestamistas, en los que poseían los medios de producción y explotaban a los obreros. Como demuestra Francois Furet, tanto el fascismo como el comunismo odiaban al mismo objeto: la burguesía. Asimismo, el filósofo Karl Jaspers sintetiza el estilo de Marx de esta manera: “El estilo de los escritos de Marx no es el de un investigador… no cita ejemplos ni presenta hechos que contradigan su propia teoría, sino sólo aquellos que indiscutiblemente dan fundamento o confirman lo que él considera la verdad última. El enfoque es, en su totalidad, el de una justificación, no de una investigación, pero es la justificación de algo presentado como la verdad indiscutible, con la convicción no ya de un científico sino de un creyente”.

La postura de Jean-Francois Revel

Me interesa poner énfasis en esta idea de las utopías como dulces alboradas que poseen un espíritu más religioso que científico. “Poned de rodillas, rezad la oración a Dios y creeréis”, decía Pascal. Es importante señalar que el siglo XX nos demuestra que las utopías totalitarias se presentan bajo la forma de una doctrina generosa, humanitaria, inspirada por una preocupación de ecuanimidad hacia los débiles, de pureza contra la corrupción y de libertad contra al subordinación y la exclusión. Como escribe Jean-Francois Revel “las utopías son astutas seductoras que proponen lo contrario de lo que en realidad apuntan. El socialismo ha concentrado todas las riquezas entre las manos de una oligarquía en nombre de la justicia social, ha reducido los pueblos a la miseria en nombre del reparto de los recursos, a la ignorancia en nombre de la ciencia, ha creado las sociedades modernas menos igualitarias en nombre de la lucha por la igualdad y la red más vasta de campos de concentración que jamás se haya constituido en nombre de la defensa de la libertad”. Aquí arribamos a una característica fundamental del pensamiento utópico la cual Karl Popper denomina “ingeniería social” o “tecnología social”. Según esta concepción la realidad social puede y debe ser enteramente construida según un plan de conjunto planteado al principio.

“El proyecto utopista quiere ser una refundación total del cuerpo social en cada una de sus partes, a la manera de Platón elaborando su República, desde los cimientos hasta el tejado, hasta en los menores detalles. La puesta en marcha de esos programas, “totalitarios al pie de la letra, no puede con toda evidencia hacerse más que mediante el despotismo más meticuloso”. Recordemos que para Popper las utopías constituyen el modelo de lo que él llama “sociedad cerrada” y su imposibilidad deriva de su carácter ucrónico, totalitario y colectivista. Las sociedades utópicas están constituidas según Popper sobre el intento por detener las transformaciones sociales (efecto de la libertad y la iniciativa individual, cuyo modelo es el mercado) a partir de la pretensión de conocer y planificar de manera total la vida.

Es importante señalar como lo hace Revel que los totalitarismos utópicos no engañaron a nadie. Todo lo que Hitler hizo ya lo había anunciado en su tristemente célebre Mi lucha. El trabajo obligatorio para todos, con la constitución de ejércitos de trabajadores entrenados, encuadrados y organizados como cualquier ejército está tanto en la obra de Hitler como en el Manifiesto. De la misma forma que la reeducación de los recalcitrantes, el espionaje, la vigilancia constante del trabajo y de la vida privada, la restricción de los desplazamientos, la homogeneización de la indumentaria y las casas, las condenas a muerte de los insumisos por el siniestro “Tribunal nocturno” platónico, son todos elementos que se pueden encontrar en la Utopía de Tomás Moro, la Ciudad del Sol de Campanella o el Manifiesto de los iguales inspirado por Gracchus Babeuf durante la revolución Francesa.

Al fin y al cabo, Revel sintetiza la postura liberal frente a las tentaciones totalitarias como “el conjunto confuso de todas las resistencias de la Humanidad a las ideas fijas persistentes que tienden a purificarle sometiéndole”. Durante este recorrido podemos provisoriamente concluir que la idea de utopía sea marxista o platónica no comulga con los principios de una sociedad abierta “donde los ciudadanos son iguales ante la ley y tienen derechos individuales que ningún poder político, incluso democrático, incluso mayoritario, no debe poder sustraer. La aniquilación de la esfera privada y del Estado de derecho puede ser debida al monopolio del poder del Estado, o al partido único, o al de una religión. Para las víctimas de ese monopolio viene a ser lo mismo. A decir verdad, no es la religión en sí misma lo que amenaza a la democracia, es la religión cuando se apropia en exclusiva del pensamiento y el derecho, dicho de otro modo, la teocracia”.

La tradición liberal frente al concepto de utopía

El contenido de las utopías presenta tanto una crítica de la sociedad existente como una alternativa ideal con la implicancia de que la misma es realizable con tal de que haya voluntad. J. C. Davies (13) destaca que aun si la sociedad ideal es definida como poco plausible o inalcanzable, la descripción de que de ella se hace en la narración proporciona un criterio por el cual juzgar tanto las instituciones existentes como cualquier cambio que tenga lugar. Aquellos que van en la dirección de la utopía son buenos y cuanto más se aproxima la sociedad al estado idea mejor es.

En general, existe una profunda hostilidad entre el utopismo y el liberalismo clásico. Los escritores conservadores y liberales han criticado tanto el contenido de las utopías como la misma idea de una sociedad perfecta. Muchos afirman que, siendo la naturaleza humana imperfecta y falible, no puede realizarse ninguna sociedad perfecta, de modo que diseñar una es simplemente una ociosidad. Otros, incluyendo a Nozick, sostienen que los seres humanos son tan diversos en su naturaleza y deseos que ninguna forma única de organización social va a ser perfecta para todos. La utopía de una persona es la distopía de otra. Para Hayek y la Escuela Austríaca la misma idea de diseñar una sociedad o describir cómo funciona una constituye una imposibilidad teórica, dado que nadie puede saber ni siquiera todo lo que se necesita para describir un orden social, mucho menos para diseñarlo. Las instituciones sociales son el producto de acciones humanas no planificadas y no del diseño, y no hay modo de que alguien descubra completamente cómo funciona una institución compleja o cómo ha llegado a ser lo que es. Una utopía también intenta fijar y definir un solo modelo final de cómo debe ser una sociedad, eliminando de este modo cualquier perspectiva de cambio. Una vez más, esto es imposible según los austríacos dado que no podemos decir qué es lo que van a crear las interacciones de los seres humanos a lo largo del tiempo. Por consiguiente, la utopía es incompatible con una sociedad libre porque para impedir que la acción humana modifique las cosas, siendo que una sociedad perfecta el cambio provoca necesariamente deterioros, las acciones individuales tendrían que ser rigurosamente controladas. Tal como lo plantea Nozick, la utopía tendría que proscribir los actos capitalistas entre adultos que los consintieran.

Por lo demás, las utopías son peligrosas de dos maneras prácticas. Primero, pueden hacerse intentos de realizar la utopía, comprimiendo la realidad de la vida dentro de los moldes abstractos de la misma. Allí donde esto se efectúo de manera limitada, por ejemplo en la planificación de las ciudades, los resultados han sido desastrosos. Para liberales y conservadores, ésta es una consecuencia inevitable, dado que el intento de planificar la sociedad destruye las redes vitales del conocimiento tácito y las instituciones informales. Segundo, la presentación de una sociedad ideal en la que todos los males han sido resueltos socava el apoyo a las sociedades existente reales y a sus beneficios. Cualquier sociedad va a sufrir cuando se la compare con una alternativa ideal. Una parte crucial de la estrategia de la izquierda es siempre la comparación de las sociedades capitalistas son la alternativa ideal, pero nunca hacen lo mismo con las sociedades socialistas. Esto refleja hasta qué punto se considera que la utopía socialista es la única sociedad ideal, y de ahí que cualquier estado socialista, al estar más próximo al ideal, sea mejor que cualquier estado capitalista, juzgándose a los defectos como fracasos en la búsqueda del ideal más que como partes necesarias del socialismo.

Quizá sea Nozick quien en Anarquía, Estado y Utopía haya delimitado los límites de la utopía dentro de las fronteras del pensamiento liberal. Nozick ha sostenido que la única utopía real es una metautopía en la que un marco de ley y derechos permita a las personas la búsqueda de una diversidad de estilos de vida y la creación de muchas formas competitivas de organización social. Esto se ajusta la razonamiento liberal de que se puede abogar por la búsqueda de la vida buena sin prescribir una versión determinada de la misma, sino solamente un método de búsqueda. El razonamiento de Nozick permite que conservadores y liberales mantengan su crítica del método y el contenido de las utopías tradicionales al tiempo que utilizan una forma adaptada de la metodología utópica.

¿Son necesarias las utopías?

Llegando al final de este ensayo la pregunta tentativa es acerca del destino de una palabra como utopía, tan cara al lenguaje político del siglo XX como revolución, comunismo o fascismo. Hoy asistimos al pedido piadoso de nuestros intelectuales quienes nos ruegan no perder nuestra fe en las utopías, o mejor, no dejar de creer en lo que ellos creían treinta años atrás. Por su parte, desde los medios también se realizan encuestas y programas para entender el por qué de la decadencia de las utopías y su falta de consenso entre los más jóvenes.

Es muy frecuente escuchar voces de lamento por la ya tan mentada “crisis de valores” que atraviesa nuestra pobre sociedad. Sin embargo, habría que preguntarse si alguna vez existió una sociedad con valores para que estos hoy estén en crisis. También podríamos agregar que los valores no desaparecen porque no se cumplan las mejores aspiraciones sino en todo caso por el olvido de la aspiración misma; precisamente el lamento en torno a la crisis o aun muerte de los valores indican que siguen vivos y activos. Esta es la reflexión del pensador español Fernando Savater en su libro El contenido de la felicidad. Savater sostiene que lo realmente inquietante “sería que algún día llegara a creerse que los valores han triunfado, que se han establecido de manera inapelable. Tal es el defecto de las utopías”. En efecto, la utopía aspira a un Estado (político y también moral) perfecto, en el que todos los valores se realicen sin contradicción entre ellos, “donde el ser de las cosas y su deber ser coincidan por fin y para siempre. Se trata, teóricamente, de un estado acabado, es decir, del estado terminal de la sociedad”.

Savater recuerda a las voces literarias más lúcidas de nuestro siglo como Eugenio Zamiatin en Nosotros, George Orwell en 1984 o Aldous Huxley en Un mundo feliz que nos advirtieron ya de que lo peligroso de la utopía contemporánea no es su carácter de cosa irrealizable, sino precisamente de lo contrario: que puede ser realizada. Como Savater afirma “[Pero] su realización, que impone el bien por vía política, médica, tecnológica, etc. no representa la realización terrena de la Jerusalén celestial de la ética sino su absolución definitiva y atroz”.

Concluimos entonces junto a este pensador de estirpe libertaria que los totalitarismo de nuestro siglo son utopismos cumplidos (es significativo que la caída del comunismo lleve consigo el final del discurso de la utopía) y es por eso que Savater prefiere decir que la moral ha tenido siempre ideales, es decir, conceptos límite de excelencia en el comportamiento individual o en las formas de convivencia hacia los cuales se tiende de manera inacabable (pero no indefinida).

Savater constata que a diferencia de la utopía, el ideal es lo que nunca puede darse por acabado, sus perspectivas siempre obligan a una revisión crítica de sus postulados a la vista de sus logros y mantiene viva la inquietud racional que nos impide identificarnos beatíficamente con cualquier organización social ya establecida. “El utopista sostiene que la verdadera vida sólo comenzará cuando se haya alcanzado la comunidad perfecta, mientras que el idealista opina que la verdad moral de la vida es el inacabable perfeccionamiento de la comunidad”, dice Savater. Queda entonces abierto el debate a la espera de que la decadencia de las utopías signifique la revitalización de los ideales.

Escrito en marzo de 1999

Copyright © 1996-2007 Luis A. Balcarce

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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