El Camarada Mediológico

“Un animal político es un culpable nato. Joseph K. Es un nombre propio”.

R.D. Crítica de la razón política

A fines de los setenta Règis Debray miró hacia atrás y descubrió que la Jerusalén que él mismo había ayudado a construir estaba en ruinas. No se convirtió en una estatua de sal ni mucho menos. Tres años de cárcel y torturas en la selva boliviana lo habían domesticado lo suficiente para auscultar con una sincera mirada lo que había ocurrido quince casi veinte atrás. Mucho sangre había corrido bajo el puente y Debray sólo tenía que sentarse a recordar.

¿Qué había sucedido con la revolución proletaria que iba a cambiar el mundo en los sesenta? Sucedió que se la tragó la historia. El marxismo ya no era lo que solía ser; la esperanza de los intelectuales se había derrumbado junto con la guerra fría. Ese marxismo ahora era un conjunto de ceremonias y rituales más cerca de lo mágico que de lo político. Mientras Cuba comenzaba su agonía de la mano de la dictadura castrista y el embargo americano, en Asia el comunismo cobraba muchas vidas merced a genocidas como Mao en China y Pol – Pot en Camboya. “El mausoleo de la Plaza Roja sobrevivirá al leninismo, los mausoleos están hechos para durar, los ismos para pasar”, escribe Debray en su testamento – prólogo de su libro Crítica de la razón política. Al mismo tiempo, las dictaduras militares en América Latina levantaban campos de exterminio y el socialismo real se revelaba como puro aburrimiento. La llamada modernización socialista se parecía mucho más al feudalismo que al capitalismo: nepotismo, veleidad dinástica, juramentos de fidelidad y vasallaje… si no fuera por los gulags diríamos que estamos en una sociedad del siglo XVI. El Estado – Partido comprime al individuo: “Haz tu servicio militar, participa en nuestras ceremonias, pero no vayas a mezclarte en nuestros asuntos”, rezaba la letra chica del socialismo soviético.

El lenguaje sagrado de lo político

¿Qué se ocultaba detrás del fracaso del marxismo? ¿Qué opacidad le había impedido ver a Marx que las sociedades se alimentan de lo religioso antes que de lo político? ¿Por qué la comprensión del orden ideológico requiere sin más aditamentos la comprensión del orden religioso? ¿Qué teología se ocultaba todavía en el ropaje de la modernidad?

Debray no se topó con estas preguntas azarosamente. En dos libros anteriores, Poder intelectual en Francia y Escriba se mostraba apasionadamente interesado por descubrir, en el primero, qué tiene que ser la actividad simbólica para que tenga efecto sobre la materialidad de las relaciones sociales y, en el segundo, qué tiene que ser la sociedad para que “tanto ayer como hoy necesite orgánicamente un cuerpo de indicadores de sentido”.

Para responder a estas preguntas, Debray escribirá Crítica de la razón política, libro en el cual anticipará y resumirá todas las cuestiones que lo han llevado desde hace veinte años ha criticar el concepto de ideología en Marx y a fundar una nueva disciplina, la mediología, que intentará sentar las bases para resolver el enigma de saber cómo se vuelve material una idea y cómo se vuelve hacer un decir. En palabras de un mediólogo: “¿Qué relaciones hay entre una creencia y una acción? ¿Cómo se traduce una comunicación en orden, una información en ejecución? Una lucubración en una institución (Iglesia, Partido, Ejército, Estado, etc.)”. Dicho brevemente, ¿cuál es el sentido de la expresión “la fuerza de las ideas?.

Es curioso como los últimos libros de Debray están hechos con retazos de ideas y párrafos enteros de la Crítica. Y es que, quizá, la Crítica, es el libro clave de su obra. Su publicación marcó la despedida del guerrillero y la bienvenida al filósofo y pensador de la historia de las ideas. ¿Qué encuentra Debray en esta metamorfosis? Lo que encuentra es una afinidad natural entre el hombre político y el hombre mágico. Al constatar que el socialismo se anuncia como una “inmensa acumulación de ceremonias”, Debray pondrá atención al lenguaje religioso de lo político. “La liberación nacional como redención de los oprimidos, la revolución como regeneración, el compromiso como vocación, la disciplina como devoción, el hombre nuevo que despojará al hombre viejo,… lo colectivo tiene la vocación de brujería, ya que es por excelencia el mundo donde actúa la palabra. Donde se hace práctica lo simbólico, donde los gestos, las actitudes, las palabras modifican los campos de fuerzas. La magia de la palabra en política invita a un pensamiento mágico de lo político. Donde hay efecto hay truco. Maná, deng, kramat. Espíritu, poder, dios. A este respecto, no hay solución de continuidad entre magia, religión e ideología”. (Crítica…)

Según Debray, las ideas que se tratan en la ideología son indemostrables, aunque esto poco importa, porque la eficacia de una idea es independiente de su valor de verdad; una idea es eficaz no porque sea verdadera, “sino porque es tenida como tal”. La historia de las ideologías es la historia de las mentalidades más que de las doctrinas, es el estudio de la creencia más que el de las palabras de autor. Cómo explica Debray, no se va a misa por haber leído a Santo Tomás ni siquiera a San Mateo, así como uno no se vuelve comunista por haber leído a Marx o a Lenin. “El camino se practica en sentido inverso: del compromiso hacia sus razones, de la adhesión a sus motivos”. Es por esta razón que una ciencia política, “si lo político puede ser objeto de ciencia”, será una ciencia que estudie el subsuelo irracional sobre aquello sobre lo que se funda la autoridad política – la opinión, la creencia, la fe- en detrimento de la razón, la doctrina y el manifiesto.

La crítica al concepto marxista de ideología

“Cuando los marxistas hablaban de ideologías, hablaban de ilusiones”. Para Debray el joven Marx de La ideología alemana la pifió al analizar la religión “como sistema de reflejos falaz y su “poder social” como efecto de alienación de las conciencias individuales desgraciadas”. En realidad, una ideología no es una ilusión sino la unión indisoluble entre política y étnica, una estructura de pertenencia comunitaria, una fuerza política organizada. El rechazo de Debray al materialismo dialéctico radica en que no ve la “dura dialéctica que une el movimiento a la institución”, la relación simbiótica entre la Carne y el Verbo. Nietzsche: “En todo querer hay una pasión”. Pascal: “Poneos de rodillas, moved los labios de la oración y creeréis”. He ahí al comunismo: un sueño, una pasión religiosa organizada. Un camarada jamás apelará a la teoría científica del marxismo o a las estrategias de acción; su llamado es a la lucha y al sueño por un mañana mejor. Es un grito a flor de piel, una idea que no se demuestra en lo empírico –no es allí donde encontrará su valor de eficacia- sino en su gravedad, en su peso y su agitación. Su campo de fuerzas es lo afectivo. Una idea es, en definitiva, “un temible poder de fuego, una voluntad que se impone a todo lo demás”. Una idea accede a su legitimidad política no en función de su capacidad lógica sino por su capacidad lírica. Es el canto de las sirenas, como la voz desgarrada de Evita dirigiéndose a sus descamisados o el afiche de Lenin señalándoles a las masas proletarias el sendero futuro del comunismo. Es precisamente eso, un afiche, la imagen antes que el signo.

Y es que la política real poco tiene que con lo que se lee y escribe, se piensa y se imagina, con las ideas, los valores, la imaginación y las visiones teleológicas y ni que hablar con la generosidad, la solidaridad y el idealismo. Cuando Mario Vargas Llosa escribió sus memorias de campaña política relataba que la verdadera política consistía “casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares. Porque al político profesional –explicaba el escritor peruano- , sea de centro, de derecha o de izquierda, lo que en verdad lo moviliza, excita y mantiene en actividad es el poder: llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes. […] Lo que prevalece en ellos es el apetito crudo e inconmensurable de poder. Quién no sienta esa atracción obsesiva, casi física, por el poder, difícilmente pueda llegar a ser un político exitoso”. (El pez en el agua)

De ahí que Debray insista con que la ideología “sea lo queda de un grupo cuando ha acabado de organizarse; no es una forma de ver el mundo, sino una forma de organizarse dentro del mundo”. Marx pensó las religiones y las ideologías bajo forma de representaciones mentales y no como procesos de organización. La raíz del error es haber pensado las ideas allí donde se cree cuando, a decir verdad, los hombres piensan con los pies. El hombre es un animal político, como decía Aristóteles, pero convengamos que es el más ingenuo de su tipo, el más vulnerable e inocente capaz de morir por la causa más estúpida. Si la caída del Muro terminó con las ideologías al menos que no termine con su verdadero y real significado: un sistema de ideas e ideales transformados en creencias. G. Sartori lo explica brillantemente cuando afirma que no son ideas pensadas sino, en concreto, creídas. “Lo que significa que se convierten en ex ideas, ideas vacías, ideas congeladas e intocables que salen de la cabeza para entrar en la boca y pasar de boca en boca sin que nadie las vuelva a pensar”. (La democracia después del comunismo) Son ideas transformadas en objeto de fe y no ya de reflexión, de ahí su extraordinaria fuerza movilizadora y su carácter de espíritu de un cuerpo social.
Porque una pasión social es una idea oscura que sólo puede ser transmitida –hacerla capaz de lograr eficacia simbólica- es que requiere de un sentimental, un poeta o un soñador. Lo adelantamos: la política está hecha de afectos y de emociones, es una “satisfacción anticipada” como dice Debray, y por lo tanto opera bajo mandato mítico. ¿Quién será el encargado de anunciar la nueva concepción del mundo sobre la base de saber estimular y pero también simular las imágenes? El Cristianismo lo tuvo a San Pablo, el fascismo a Hitler y el marxismo a Lenin. Esto es lo que lo conduce a Debray a pensar que nuestros materiales de estudio futuros “tendríamos que buscarlos más bien por el lado de la arquitectura, de la pintura, de la fotografía, del cine y la publicidad”. Pocas millas nos separan entonces hasta aquí de la mediología.

Cerrado, por tanto abierto

Toda la teoría de la incompletud gödeliana que Debray dibuja en su libro El arcaísmo posmoderno está antes y mejor explicada en el capítulo primero del Libro segundo de Crítica de la razón política. Como se dijo más arriba una ideología es una forma de organizarse dentro del mundo. Este secreto que conjuga lo colectivo, lo religioso, lo primitivo y lo humano tiene la forma de una ley lógica, generalización del teorema de Gödel: “no hay sistema organizado sin cierre, y ningún sistema puede cerrarse con la ayuda sólo de los elementos interiores al sistema. El cierre de un campo no puede, pues, proceder contradictoriamente, sino por abertura a un elemento exterior al campo”. La única diferencia será que a partir de ahora dejará de ser teorema para ser axioma precisamente por su carácter de proposición general indemostrable. El axioma, según nuestro autor, no puede ser cuestionado y explicado desde sus bases, el axioma “es aquél, yo no puedo decir por qué”. Tal como cuando Einstein decía que “todo es explicable en el mundo, salvo que el mundo sea explicable”.

Debray constata que un grupo es engendrado por un trazado móvil generador que pasa por un punto fijo –Jefe, Autor, Padre- y se apoya en los contornos de un territorio. El conjunto de ese proceso se llamará una ideología, una religión o una visión del mundo. La ventaja de este modelo es que permite un concepto unitario de lo religioso y lo social, explicado por una formación simultánea de éxtasis religioso y éxtasis social. En otras palabras, un proceso de organización es de tipo religioso cuando se realiza frontalmente una abertura y un cierre, “saturar abajo por medio de una ausencia arriba”; más aún, “es sacar lo uno de lo múltiple”. De aquí que se entienda a la política como el trabajo de la mediación propio de un trabajo de unificación. La figura de un Mediador es la que mantiene viva la integridad del todo, “el ser real o simbólico, físico o mítico, por lo que se unifica una comunidad, es sagrado: Faraón, Berith, Secretario, etc.”. Lo irracional es inherente a los grupos, de hecho es su sangre vital ya que lo colectivo siempre les viene de arriba. Mientras tanto, abajo en el seno de lo colectivo, “los reyes ocupan el lugar de Dios”, los presidentes el de la República, los secretarios generales el de la clase obrera- y así sucesivamente, “aunque nadie nunca haya visto con sus propios ojos a Dios, a la República o a la Clase obrera, en suma de la ausencia fundadora se desprende la condición necesaria de la representatividad”. Siempre estamos a la búsqueda de un testaferro, un lugarteniente, el mal menor que haga del poder político la mediación suprema. Resumiendo: al formarse el grupo por referencia a aquello que le falta, es por y sobre una ausencia por lo que se constituye. “Porque Israel se cierra en Yahvé el invisible, necesita un Moisés, tenerlo, verlo, creerlo”. Daniel Bougnoux: La mejor manera de ser dos es engendrar un tercero, tercero imaginario estabilizador de una relación que sin él estaría condenada a las solas fuerzas disgregantes y centrífugas.

El poder de la parábola

El asombro intelectual ante el misterioso hecho de que ciertos signos, ciertas palabras e imágenes se hayan convertidos en actos, desde las parábolas de Jesús –reorganizadas por San Pablo- hasta los escritos de Karl Marx –transformados en un programa de largo alcance por Lenin- dieron lugar a pensar que las ideas poderosas necesitan intermediarios. Pero a partir de ver que esos sistemas de creencias eran también parte del sistema material de envío por el cual son transmitidas es que Debray descubre el fértil entorno que logra la ecología de una idea: la mediosfera. Este propósito marcó una ruptura radical con la tradicional forma de ver las ideas como “textos”, como piezas incorpóreas de conocimiento analizadas en términos de signos y códigos. Para Debray detrás de una legislación y unas instituciones hay palabras, sonidos, cartas e imágenes. Es por eso que la mediología trata de ver la historia cruzando tecnología y cultura gracias a una amplia y espaciosa mirada sobre cómo las tecnologías pueden influir en la transmisión de las ideas. Para ejemplificar: un libro como El Capital tuvo su influencia gracias a que las tecnologías de impresión, las redes de distribución y las bibliotecas actuaron en conjunto para que esa obra no cayera en el olvido.

Sin embargo, Debray es muy cauto a la hora de hablar del tan gastado tópico del “impacto de las tecnologías” y siempre que puede le clava algún dardo a los futurólogos que, según él, enfatizan demasiado la amenaza del determinismo tecnológico en la historia y lo proyectan hacia al futuro. A menudo cita a Giuseppe Verdi quien decía que “mirar hacia el pasado es un signo real de progreso”. Y es que para él las tecnologías de transmisión –sistemas de escritura, imprentas y computadoras- no necesariamente conducen a un cambio específico y predecible. No fue la invención del reloj lo que modificó la concepción medieval del tiempo; los monasterios necesitaban un cronómetro para sus rituales religiosos y así el reloj se convirtió en una plausible tecnología. No hay fatalidad entre los efectos dados de un invento y lo que parece ser el avance natural de un tipo de tecnología específica. Lo tecnológico necesita ser pensado bajo lo que él denomina “el efecto jogging”. Cuando el automóvil fue industrializado, los futurólogos dijeron que a la gente se le iban a atrofiar las piernas por estar sentada todo el día dentro del auto. Lo que ocurrió al final fue que los empleados se vistieron con shorts de Lycra y comenzaron a correr durante sus horas de almuerzo.

“Cuando más se mundializa el planeta por sus objetos, más se tribaliza en sus sujetos”, escribe Debray en El arcaísmo posmoderno. Cada paso hacia delante en la unificación del mundo suscita como compensación un paso hacia atrás en el plano político y cultural. La técnica desafía a la memoria. Al fin y al cabo, este libro no es más que un replanteo sobre la religión, la identidad y la memoria frente a la globalización. “ ¿ Por qué nuestro pasado más arcaico nos invade cada vez más pesadamente nuestra modernidad”, se pregunta al presenciar el retorno de ritmos de música popular con percusiones primitivas, parapsicologías orientales en un coloquio científico en España, gnosis en Princeton, sectas místicas en todos lados, comunidades sectarias, amuletos de las estrellas pop, bendición papal a las muchedumbres en trance, grupúsculos terroristas, fanatismo y guerras de religión, gurúes y grandes maestros, cirugías con las manos desnudas… ¿Qué es todo esto? “Es lo folk que inviste lo urbano desde adentro”.

La modernidad creyó que el paso del mito al saber, de lo sagrado a lo profano, de lo cósmico a lo político, sería un viaje sin pasaje de regreso. No fue así. “Existe una relación constante entre los factores llamados de progreso y los factores llamados de regresión. La historia de la humanidad se escribe en un libro de contabilidad por partida doble”. Asistimos –según Debray- a un regreso de lo religioso como derecho a la diferencia y como ataque a la uniformización. La vuelta al terruño, el miedo a no saber de dónde somos y de dónde venimos, aparece como una amenaza de muerte. “Somos frustrados territoriales que domestican su necesidad para salir del paso. Las ideologías modernas son las patrias de los apátridas”. De ese modo, Debray entiende una concepción de la idea de identidad. Lo arcaico en nuestras sociedades es lo reprimido, lo que no se deja ver sin la ayuda de los rayos X, es lo profundo, lo que sale a la luz en nuestra época tribal – trivial. “Cada uno de nosotros tiene una triple, cuádruple pertenencia. Un hombre, una mujer, son muchos grupos a la vez. En períodos de crisis, es el territorio que está más abajo el que sube a la superficie. En el mismo momento en que la economía se convierte en planetaria, el planeta político se resquebraja”.

La telepresencia

Como decíamos ayer, las grandes ideas necesitan intermediarios. “En todo Príncipe hay un hombre de signos. Cualquiera que transmite se ocupa de gobernar; cualquiera que gobierna se ocupa de transmitir. En el arte del gobierno hay menos arte del que se cree y más mecanismo de lo que el artista cree él mismo”, escribe Debray en su libro El Estado seductor. Escrito a camino entre dos obras no publicadas todavía en castellano (Alabados sea nuestros señores y Por amor al arte) este libro parecería ser una coda de la última parte de Vida y muerte de la imagen. Su tesis es que el actual Estado mediatizado está programado por la máquina de difusión, cuya ideología adopta: atomización del cuerpo social en categorías, en perjuicio del interés general; sacralización de lo mayoritario y lo consensual; transformación de la costumbre en norma; necesidad de fabricar los acontecimientos, de montar golpes periodísticos. A la privatización del Estado se le suma la mercantilización del gobierno: el cliente es el rey, se gobierna en función de la demanda social sin muchas ideas en la cabeza y con medidas que se adoptan sobre la marcha.

¿Cuál es el interés del mediólogo por el acontecer político? A la mediología lo que le interesa del político no son ya sus discursos sino todo lo que lo rodea por delante y por detrás, su panoplia de micrófonos y trajes italianos, la acústica de la sala, los eslóganes y las estadísticas. Las características del Estado seductor –hijo de la revolución fotográfica y del vídeo- es el cambio de la solemnidad pasada e inmutable (las arañas, los terciopelos rojos, el himno nacional…) por las alocuciones dialogadas, el vocabulario más familiar, los planos cortos y el primer plano del rostro del jefe de Estado, los decorados menos oficiales y más floridos. Lo emotivo excluye a lo ceremonioso. “Se procura fascinar por el acercamiento y ya no por la distancia, por la banalización y ya no por la heroización del jefe de Estado. Como si, ahora, ver bien fuera tocar con los dedos”, dice Debray. Si la imprenta había desacralizado la palabra la televisión desacralizó a la imagen.

Todos lo regímenes totalitarios habían preferido el culto a la autoridad sobre la base de imágenes hechas a mano o esculpidas en piedra y esto vale desde los faraones egipcios hasta Luis XVI. Sin embargo, la aparición del daguerrotipo le restituyó a los gobernantes la apariencia corriente de hombres comunes y corrientes. “La fotografía ya no era tan cómodamente cortesana”, como si lo habían sido la pintura y la escultura, es decir, el icono, que idealizaba el material y le conservaba intacta su aura sagrada. Bien lo sabía Stalin quien mandó matar a los fotógrafos que lo retrataban sin autorización. La fotografía, de naturaleza indicial, implica la primacía del Objeto sobre la Idea al contrario del Estado símbolo que suponía la superioridad de la Idea sobre la realidad. La fotografía, decía Jules Janin en 1839, “es un espejo que conserva todas las impresiones”. Registro punto por punto, respuesta inmediata al momento. El nacimiento de la televisión terminará de definir este nuevo estado de las cosas al acechar al político hasta acabar con su grandeza. La tele licúa la autoridad bajo un torrente de imágenes, hace subir al público al escenario, somos voyeurs, somos interactivos en todo momento y en tiempo real, al tiempo que se busca el mejor efecto de espontaneidad, el directo, el vivo. “Eslogan del Príncipe fotosensible: “El Estado no soy yo, son ustedes. Yo soy ustedes, ustedes son yo. El Estado Kodak es la sociedad misma, captándose en directo en un monitor, sin demora ni decodificación”, explica Debray. En la grafosfera, el Estado podía presentarse como un Verbo en búsqueda de su Carne. Hoy, en la videosfera, la transparencia de las imágenes liquida la transcendencia de los personajes públicos. La política en la actualidad es una Carne (magra) a la búsqueda del Verbo. ¿Está bien o está mal que así sea? El mediólogo es amoral y se puede ahorrar sus juicios para una mejor oportunidad.

Publicado originalmente en la revista Primae Noctis en marzo de 1999

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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