El enemigo está en casa

(PD).- El peor enemigo que tiene la prensa en EEUU no es la hostilidad de la Casa Blanca, los conservadores o la derecha cristiana. Escribe Michael Massing, colaborador habitual de la Columbia Journalism Review, que lo peor son ciertas prácticas profesionales y tendencias que impiden que se haga una buena cobertura informativa.

En los últimos meses, hemos sido testigos de cambios sorprendentes en los destinos de dos periodistas muy conocidos: Anderson Cooper y Judith Miller. Cooper, de la CNN, presentador en su día del programa de entretenimiento The Mole y conocido más bien por su pinta de chico de póster, sus trajes a la moda y su sentimentalismo ostentoso, resurgió repentinamente durante el huracán Katrina como el defensor de los desposeídos y el flagelo de las ineficaces autoridades.

Buscó a los negros pobres que habían quedado desamparados en Nueva Orleans, expresó su ira por los cuerpos que se pudrían en las calles e interrumpió de manera grosera a la senadora de Luisiana Mary Landrieu cuando empezó a agradecer a las autoridades federales los esfuerzos que habían hecho.

Cuando la gente “escucha a los políticos dándose las gracias unos a otros y llenándose de cumplidos”, le dijo, “tengo que decirle que hay mucha gente aquí que se queda sorprendida y se siente muy enfadada y frustrada”. Tras recibir muchos elogios, a principios de noviembre se le ofreció a Cooper que sustituyera a Aaron Brown como presentador del programa News Night de la CNN.

Por aquel entonces, Judith Miller estaba intentando salvar su reputación. Tras pasar 85 días en prisión por negarse a testificar ante el gran jurado en el caso Valerie Plame, no fue recibida precisamente con aprecio generalizado por el sacrificio hecho para proteger una fuente sino con preguntas airosas sobre su relación con Lewis Libby y con sus editores, uno de los cuales, Bill Keller, dijo que lamentaba “no haberle pedido explicaciones detalladas” después de que fuera citada como testigo.

La controversia reavivó el resentimiento acumulado de sus colegas periodistas y también de muchos lectores del Times por sus reportajes sobre las armas de destrucción masiva de Iraq. En el informe del Times, publicado el 16 de octubre, Miller reconoció por primera vez: “Con las armas de destrucción masiva me he equivocado completamente”.

Bill Keller explicó que después de que le nombraran editor ejecutivo del periódico en 2003, le dijo a Miller que ya no podría cubrir los temas de Iraq y de las armas, pero ella “siguió escudándose en el asunto de la seguridad nacional”.

Por su parte, Miller insistió en que “había acatado las decisiones editoriales” y se lamentó de que no se le permitiera hacer reportajes de seguimiento sobre por qué la inteligencia se había equivocado tanto sobre las armas de destrucción masiva.

El 8 de noviembre aceptó dejar el Times después de trabajar 28 años en el periódico. Estas dos historias opuestas dejan ver el estado cambiante del periodismo en Estados Unidos. Para muchos periodistas, una cobertura atrevida de los efectos del huracán y del flagrante fallo de la Administración a la hora de responder eficazmente ha hecho que se compense su tímida cobertura sobre la existencia de armas de destrucción masiva.

Para algunos periodistas con los que he hablado, la vergüenza ha dado lugar al orgullo y se habla mucho sobre la necesidad de recuperar la responsabilidad básica de los periodistas de revelar los fallos y los fracasos del sistema político.

En las últimas semanas, los periodistas han hecho preguntas más perspicaces en las conferencias de prensa, con la intención de descubrir el amiguismo y la corrupción en la Casa Blanca y el Congreso, y esforzándose por documentar la grave situación por la que pasa la gente sin trabajo o sin un lugar donde vivir. Pero, ¿serán cambios duraderos?

En un artículo anterior, describía muchas de las presiones externas a las que se ven sometidos los periodistas hoy en día, incluyendo una Casa Blanca hostil, críticos conservadores agresivos y codiciosas empresas propietarias.

Aquí me quiero concentrar en los problemas internos de la prensa; no en sus muchos fallos éticos o profesionales, que ya se han discutido extensamente en otros foros, sino más bien en los problemas estructurales que impiden que la prensa cumpla con su responsabilidad de ser testigo de la injusticia y control de los poderosos.

En cierta medida, estos problemas son prácticas profesionales y tendencias que impiden que se haga una buena cobertura: confianza en el ‘acceso’, un esfuerzo excesivo por conseguir el ‘equilibrio’ y una fascinación por los famosos que carece de sentido crítico. Igualmente importante es el aislamiento creciente de gran parte de la profesión hacia aquellos estadounidenses menos favorecidos y las dificultades a las que se enfrentan.

Por último, pero no menos significativo, es el ambiente político en el que trabajan los periodistas. Las presiones políticas actuales alimentan a menudo en los periodistas la tendencia hacia la autocensura, hacia el temor por descubrir verdades que podrían hacerles impopulares, ya sea para las autoridades oficiales o para el público.

1.-A finales de octubre de 2004, Ken Silverstein, un periodista de investigación de la oficina de Washington de Los Angeles Times, fue a St. Louis para escribir sobre los esfuerzos de los demócratas para movilizar a los votantes afroamericanos.

En 2000, el Departamento de Justicia descubrió que muchos de los votantes negros de la cuidad habían sido apartados deshonestamente de las urnas por representantes del Partido Republicano. Los demócratas acusaban a los republicanos de querer hacer lo mismo en 2004 y Silverstein encontró pruebas de ello.

Los republicanos acusaron a los demócratas de irregularidades similares, pero su caso resultaba insignificante en comparación, algo que incluso un representante republicano local reconoció. Sin embargo, mientras hacía su investigación, Silverstein se enteró de que Los Angeles Times había enviado reporteros a varios estados para informar sobre las acusaciones de fraude electoral y, además, que sus averiguaciones se incluirían en una historia más amplia a nivel nacional sobre cómo ambos partidos en esos estados se acusaban unos a otros de fraude e intimidación.

La historia resultante, que llevaba el pobre titular de ‘Aumentan las sospechas de partidismo en los estados clave’, describía la increíblemente rencorosa y desconfiada atmósfera que se percibe los estados decisivos durante los últimos días de campaña presidencial.

En Wisconsin, Ohio, Misuri, Pensilvania, Oregón y otros estados clave, los demócratas y los republicanos parecen convencidos de que sus oponentes están empeñados en robarles las elecciones. La sección de Misuri dio igualdad de trato a las quejas de los demócratas y de los republicanos.

Molesto por el resultado, Silverstein envió a un editor una nota en la que manifestaba sus preocupaciones. Escribió: la “insistencia en el ‘equilibrio’ del periódico es totalmente engañosa y lleva a una información absolutamente vaga y sin límite”. En Misuri, “el Partido Republicano realmente está haciendo todo lo posible por eliminar los distritos pro-demócratas”.

Sin embargo, las quejas republicanas “tienen que ver con casos aislados que no van a tener efecto en el resultado final de las elecciones.” Continuaba: “Estoy muy molesto por el enfoque que se le da a las noticias. Parece que la idea es ir a informar, pero cuando llega el momento de escribir desconectamos nuestros cerebros y repetimos la interpretación de ambos lados.

¡Dios nos libre de intentar evaluar de manera justa lo que vemos con nuestros ojos! El ‘equilibrio’ no es justo, es simplemente una manera fácil de evitar hacer buenas coberturas y deshacernos de nuestra responsabilidad de informar a nuestros lectores.” Esto no quiere decir que los mejores periódicos no elaboren historias de gran calidad, dice Silverstein, o que los reporteros que trabajan en proyectos a largo plazo no tengan libertad de acción para “recopilar evidencias y demostrar un caso”.

Durante el último año, ha escrito artículos sobre las conexiones entre la CIA y el servicio de inteligencia de Sudán, sobre las alianzas económicas y políticas de empresas petroleras americanas con regímenes corruptos del Tercer Mundo y sobre el conflicto de intereses del representante de Pensilvania en el Congreso John Murtha. Sin embargo, cuando se trata de información política, me dijo Silverstein, los periódicos a menudo suelen “tener miedo de que parezca que tienen una opinión”.

Temen “que se les acuse de ser parciales, aunque sea una acusación infundada”. La insistencia en el “equilibrio falso”, dice, es un problema extendido en la televisión y en la prensa escrita a la hora de tratar las noticias. “Es muy agobiante.”

Tal y como sugiere Silverstein, el miedo a la parcialidad o a parecer poco equilibrado funciona como un potente sedante para los periodistas estadounidenses y su efecto se ha magnificado por los ataques incesantes de los blogueros y los presentadores de los programas de radio conservadores.

Una de las razones por las que los periodistas tuvieron una actuación tan pobre en los meses anteriores a la guerra de Iraq, fue que muy pocos demócratas quisieron criticar oficialmente a la Administración Bush; sin ese apoyo, los periodistas temían ser tachados de enemigos del presidente y tildados de ‘liberales’ por parte de los comentaristas conservadores.

El caso Plame ha dado una nueva perspectiva a la relación entre las esferas periodística y política. Ahora está claro que Lewis Libby fue una importante figura de la Casa Blanca y el arquitecto clave de la campaña que hizo la Administración a favor de la guerra de Iraq.

Parece que muchos periodistas hablaban con él regularmente y que eran totalmente conscientes de su poder, aunque prácticamente ninguno se atrevió a informar de esto al público y mucho menos a cuestionar las acciones que hacía en nombre del vicepresidente.

Si hacemos una búsqueda en los principales periódicos durante los 15 meses anteriores a la guerra, sólo encontramos un artículo significativo sobre Libby: una reseña ligera de Elisabeth Bumiller en The New York Times sobre el libro de Libby, El aprendiz. A la hora de informar sobre el Gobierno, Los Angeles Times, como otros periódicos, tiene otra seria dificultad.

Como resultado de los recortes de presupuesto impuestos por la empresa dueña, The Tribune Company, el Times ha reducido últimamente su personal en Washington y ha pasado de 61 personas a 55 (de las cuales 39 son reporteros). Doyle McManus, el jefe de la oficina, dice que el periódico no da abasto.

Desde el 11 de septiembre de 2001 ha tenido que destinar tantos reporteros (ocho actualmente) a cubrir las noticias sobre seguridad nacional, que muchos asuntos nacionales se han dejado de lado.
El Times tiene sólo cuatro reporteros diarios para cubrir lo demás, desde salud a temas laborales, pasando por asuntos jurídicos, y no hay ningún reportero en Washington que se encargue habitualmente de los problemas medioambientales. “Para un periódico de California es una locura tener abierto un departamento medioambiental a estas alturas”, dice McManus.

El Chicago Tribune, dice, tiene un periodista a tiempo completo para los temas de agricultura y cubre la industria agropecuaria y sus actividades en Washington. A pesar de la gran influencia política a nivel nacional que tienen los intereses agrícolas, Los Angeles Times, como muchos otros de los grandes periódicos estadounidenses, no tiene recursos para informar sobre ella de manera regular. Lo mismo ocurre para la mayor parte de la esfera oficial de Washington.

La América corporativa no tenía tanto poder ni tanta influencia en Washington como quizá desde el New Deal. Entre 1998 y 2004, la cantidad de dinero invertido para presionar al Gobierno federal se duplicó hasta casi los 3.000 millones de dólares al año, según el Centro para la Integridad Pública, un grupo de vigilancia.

Sólo la Cámara de Comercio de los Estados Unidos gastó 53 millones de dólares en 2004. Durante los últimos seis años, General Motors ha gastado 48 millones de dólares y Ford 41 millones. Antes de unirse a Bush en la Casa Blanca, el jefe de Personal, Andrew Card, fue cabildero de las grandes empresas automovilísticas. ¿En qué medida estos pagos y actividades han contribuido a la congelación virtual de las normas de rendimiento de combustible que han estado en vigor en Estados Unidos durante tanto tiempo y que han contribuido a que se produzca la actual crisis del petróleo?

Más en general, ¿cómo han usado las empresas su extraordinaria riqueza para obtener ventajas fiscales, conseguir contratos de asignación directa y sortear las normas administrativas a su conveniencia? El 10 de noviembre, The Wall Street Journal salió con un artículo de investigación en primera plana sobre cómo la industria textil, a través de un intenso trabajo de lobby, había ganado cuotas sobre las importaciones de China, un ejemplo del tipo de análisis que muy rara vez se ve en nuestras principales publicaciones.

“La influencia de Wall Street en Washington ha sido uno de los aspectos más encubiertos del periodismo durante décadas”, dice Charles Lewis, antiguo director del Centro para la Integridad Pública. Por supuesto, se da una gran cobertura a las empresas en las secciones de economía de la mayoría de los periódicos. Su tamaño comenzó a crecer en los setenta y los ochenta y hoy The New York Times tiene unos 60 reporteros dedicados a economía.

El Times, junto con The Wall Street Journal, publican muchas historias que cuestionan las prácticas empresariales. Sin embargo, la mayoría de las secciones de economía están dirigidas a miembros del mundo de los negocios y se dedican principalmente a proporcionarles información para que puedan invertir su dinero, dirigir sus empresas y comprender las tendencias de Wall Street.

Como reflejo de este estrecho enfoque, gran parte de la prensa económica no se hizo eco del escándalo de los bancos de ahorros y préstamos en la década de los ochenta. En los noventa publicaron informes entusiastas sobre el boom tecnológico y luego quedaron perplejos ante su derrumbe.

De los cientos de periodistas económicos que hay en Estados Unidos, sólo uno, Bethany McLean, de Fortune, tuvo la independencia y el valor de hacerse preguntas sobre el elevado valor de las acciones de Enron.
En los últimos años, las actividades delictivas no sólo de Exxon, sino también de World Com, Tyco, Adelphia y otros malhechores corporativos nos han sido desveladas por la prensa económica sino por los fiscales públicos, y el destino de las empresas involucradas, así como el de los perjudicados por sus mentiras, se ha seguido sólo de manera intermitente.

Mientras que las secciones de economía son cada vez mayores, la sección laboral sigue siendo solitaria. En oposición a los muchos reporteros que cubren la economía, el Times sólo tiene uno, Steven Greenhouse, que escribe a tiempo completo sobre temas laborales y de lugares de trabajo. (Otros periodistas del Times cubren temas laborales como parte de su trabajo).

Parece que Greenhouse está en todas partes al mismo tiempo, informando sobre políticas de sindicatos, trabajadores de bajos salarios y prácticas laborales de las empresas. Ha llamado más la atención que ningún otro reportero de la gran ciudad sobre las condiciones de trabajo dickensianas que se dan en Wal-Mart.

Sin embargo, seguro que le serviría un poco de ayuda. Por ejemplo, cuando recientemente General Motors (GM) anunció que iba a recortar los beneficios sanitarios para su plantilla, la historia apareció en la primera página del Times un día y luego pasó a la sección de economía, donde se trató como cualquier otra noticia económica.

Como resultado, el periódico ha hecho la vista gorda ante los penosos efectos sociales que los recortes sociales hechos en GM, en la empresa de piezas de automoción Delphi y otras empresas manufactureras han tenido en el Medio Oeste.

En general, los empleados de nuestras principales empresas de noticias, que suelen ser personas bien pagadas de la clase media-alta y que viven principalmente en las costas este y oeste, tienen un contacto limitado con la clase obrera norteamericana y, por tanto, sólo hacen un cubrimiento esporádico de sus problemas.

Este verano, Nancy Cleeland, tras más de seis años como reportera solitaria de los asuntos laborales de Los Angeles Times dejó su puesto. Tomó esta decisión “debido a la frustración”, según me dijo. Sus editores “no querían historias laborales. Siempre veían el trabajo desde la perspectiva de la dirección y el negocio; ‘¿qué hacemos con estos tíos?’” En 2003, Cleeland fue uno de los varios reporteros que trabajó en una serie de tres partes sobre las prácticas laborales de Wal- Mart y por la que el Times ganó un Premio Pulitzer.

Ella esperaba que eso convenciera a sus editores del valor de la información laboral, pero al final no fue así, dice. “No se consideran hostiles hacia las preocupaciones de la clase obrera, pero están ganando demasiado dinero como para identificarse con los problemas a los que se enfrenta la clase obrera”, observa Cleeland, que ahora está escribiendo sobre los estudiantes que abandonan el instituto.

A pesar de las ganas que ella le puso, el periódico todavía tiene que nombrar a alguien que la sustituya. (Russ Stanton, editor de Economía de Los Angeles Times, dice que el periódico valoró las informaciones de Cleeland, tal y como demuestra la cantidad de sus historias que ocuparon portada. Sin embargo, y puesto que la sección ha perdido recientemente a 6 de sus 48 reporteros, y se enfrenta a más recortes, no parece probable que alguien vaya a ocupar su puesto a corto plazo.)

2.- El 30 de agosto, el mismo día en que las aguas del lago Pontchartrain inundaban Nueva Orleans, la Oficina del Censo publicaba su informe anual sobre el bienestar económico de la nación. Mostraba que la tasa de pobreza había aumentado hasta el 12,7% en 2004, en comparación con el 12,5% del año anterior.

En la ciudad de Nueva York, donde muchas empresas de noticias nacionales tienen sus oficinas centrales, la tasa se elevó del 19% en 2003 al 20,3% en 2004, lo que significa que uno de cada cinco neoyorquinos es pobre. En el Upper West Side de Manhattan, donde yo y otros muchos editores de The New York Times vivimos, el número de indigentes ha aumentado visiblemente. No obstante, rara vez aparecen en la prensa.

En 1998, Jason DeParle, después de cubrir el debate en Washington sobre la Ley de Reforma de la Seguridad Social de 1996 así como su implementación inicial, convenció a sus editores de The New York Times para que le dejaran vivir una temporada en Milwaukee y ver más de cerca el método experimental que aplicaba Wisconsin.

Aceptaron y durante el año siguiente las informaciones de DeParle contribuyeron a que el tema de la seguridad social estuviera en el ojo público. En 2000, se tomó un descanso para escribir un libro sobre el tema, pero el Times no nombró a alguien para sustituirle en la cobertura de la pobreza nacional. Y aún no lo ha hecho.

A principios de este año, el Times publicó una serie monumental sobre las clases sociales y en su cobertura diaria de la inmigración, el programa de asistencia sanitaria para personas de bajos ingresos y los centros de acogida para niños analiza los problemas de los pobres, pero ciertamente las duras privaciones que afectan a los núcleos urbanos del país merecen una atención más sistemática.

En marzo, la revista Time sacaba en su portada un artículo titulado ‘Cómo terminar con la pobreza’, que trataba de la pobreza en el mundo en desarrollo.

Sobre la pobreza en este país, la revista publicó muy, muy poco durante los primeros meses del año, antes del huracán Katrina. Estas son algunas de las portadas que publicó Time durante este periodo: ‘Conozca a los jóvenes de hoy, no crecen solos’; ‘Los 25 evangélicos más influyentes de América’; ‘El método bueno (y el malo) de tratar el dolor’; ‘Santa María’ (la Virgen María); ‘Sra. Derechas” (Anne Coulter); ‘La última guerra de las galaxias’; ‘¿Crisis de los 40?’; ‘Dentro de la nueva X-Box de Bill’ (la última consola de videojuegos de Bill Gates); ‘¡Deshazte del michelín!’ (consejos para perder peso); ‘Tener 13 años’; ‘Los 25 hispanos más influyentes de América’; ‘Clase de Hip Hop’, y ‘Cómo detener un infarto’.

Los editores de la revista pusieron toda su energía en la portada del 18 de abril, ‘Los 100 de Time’. Ya en su segundo año, este número anual presenta a las 100 personas ‘más influyentes’ del mundo, donde se incluye al reciente alero de la NBA Lebron James, la cantante country Melissa Etheridge, el cineasta Quentin Tarantino, Ann Coulter (¡otra vez!), el periodista Malcom Gladwell y el autor de best-sellers, el evangélico Rick Warren.

Time contó con otros famosos para escribir los perfiles de los cien elegidos: Tom Brokaw sobre Jon Stewart, Bono sobre Jeffrey Sachs, Donald Trump sobre Martha Stewart y Henry Kissinger sobre Condoleezza Rice (está haciendo frente a los retos con “salero y convicción” y goza “de un nivel de autoridad casi sin precedentes”). Para celebrarlo, Time invitó a los más influyentes y a sus cronistas a una gala de etiqueta donde escucharon jazz en el Lincoln Center del Edificio Time-Warner.

Un empleado del departamento financiero de Time me dijo que el número de los ‘100’ es muy apreciado debido a la cantidad de publicidad que genera.

Por ejemplo, en 2004 cuando la directora general de Hewlett- Packard, Cary Fiorina, fue nombrada Builder and Titan [inventor y empresario] su empresa compró dos páginas de la revista. Puesto que la empresa matriz de Time, Time Warner, debe presentar buenos resultados trimestrales para complacer a Wall Street, la presión para sacar el máximo a este negocio es muy intensa. Por el contrario, no se puede sacar demasiada publicidad si se escribe sobre las madres de las zonas urbanas deprimidas, por lo que parece poco probable que la revista cambie sus coberturas de un modo significativo.

La gala de los ‘100’ de Time es sólo uno de los muchos eventos glamorosos del calendario social de los periodistas. El más popular es la cena de corresponsales en la Casa Blanca. Este año, los principales periodistas del país se presentaron en el Washington Hilton para codearse con funcionarios de la Casa Blanca, militares condecorados, jefes de gabinete, diplomáticos y actores.

Los telediarios mostraron una y otra vez cómo Laura Bush contaba con tono irónico su rutina al más puro estilo de Mujeres desesperadas y cómo se burlaba de su marido por su costumbre de acostarse temprano y haber querido ordeñar a un caballo; lo que no mostraron fue a los periodistas de pie y aplaudiendo como locos. Luego, muchos periodistas y sus invitados acudieron a la fiesta que había después de la cena, ofrecida por Bloomberg News.

En su blog, David Corn de The Nation describe cómo llegó con Mike Isikoff, de Newsweek, la columnista Maureen Dowd, de The New York Times, y el editor del Times, Jill Abramson. Viendo el panorama general, Corn temía no llegar a integrarse, pero de repente apareció Arianna Huffington y “me introdujo en su ambiente”. Huffington, dice, preguntaba a todo el mundo que se encontraba (Wesley Clark, John Podesta) si quería participar en su nuevo mega-blog sobre ricos y famosos.

A Jon Stewart de The Daily Show le quedó la tarea de imaginar lo que se dirían periodistas y políticos en la cena: “En el fondo, somos oligarquías muy arraigadas con interés en mantener el status quo; disfrute de su cena”. A principios de este año, Bernard Weinraub nos ofrecía una mirada autorreveladora y despiadada de la obsesión de los periodistas por los famosos.

Escribió en The New York Times sobre su experiencia al cubrir la información de Hollywood para el periódico entre 1991 y 2005 y habló de cómo se había hecho amigo de Jeffrey Katzenberg (cuando era director de Walt Disney Studios), de cómo le había deslumbrado la casa con estilo de rancho del productor Dawn Steel y de cómo le molestaba el enorme abismo económico que había entre él y la gente sobre la que informaba.

Recuerda: “Un día esperando a que el mozo del aparcamiento del hotel Bel-Air trajera mi Ford alquilado por la empresa, había a mi lado un periodista que se había hecho productor y me dijo “antes conducía un coche como ese”.

Aunque me avergüenza decirlo, al momento me puse a buscar aparcamiento como loco cerca de Orso o del hotel Península para evitar el bochorno de que un mozo condujera mi Buick alquilado de dos años enfrente de un compañero de almuerzo con un Mercedes.” Durante los noventa, los reporteros del Times, Weinraub entre otros, siguieron sin descanso todos los movimientos del agente Michael Ovitz. Hoy hacen lo mismo con Harvey Weinstein.

La información que da el periódico sobre las películas, la televisión, la música y los videojuegos se centra sobre todo en los índices de audiencia, la recaudación en taquilla, los magnates, las batallas en las salas de juntas, los estrategas de los medios, los agentes más poderosos y en quién está arriba y quién abajo. En comparación, el periódico presta relativamente poca atención a los efectos políticos y sociales de la cultura pop, incluyendo lo que piensa el americano medio de los programas a menudo sensacionalistas y violentos que invaden cada noche su hogar.

Como en el caso del cierre de una fábrica, los redactores de los periódicos de élite no están en contacto con esta gente y muy pocas veces escriben sobre ella.

3.- Todos los problemas que afectan a los periódicos se vuelven más graves cuando se trata de la televisión.

La pérdida de tres de los famosos pilares de las cadenas de televisión ha provocado mucha ansiedad sobre lo que vendrá en el futuro, y la decisión de la CBS de nombrar a Sean McManus, jefe de la sección de deportes, como nuevo jefe de noticias no ha contribuido mucho a aliviarla. Sin embargo, aún incluso con Peter Jennings, Tom Brokaw y Dan Rather las secciones de noticias de las cadenas se habían vuelto rancias y predecibles.

Después del 11 de Septiembre, se habló mucho sobre cómo las cadenas podían recuperar su misión tradicional y educar a los estadounidenses sobre el resto del mundo. No obstante, basta ver durante un par de días las noticias de la noche para darse cuenta de lo absurdas que eran esas expectativas.

Por ejemplo, el 4 de noviembre, Bob Schieffer, de la CBS, hizo unos breves comentarios sobre las imágenes de las recientes protestas por parte de jóvenes musulmanes franceses, justo antes de presentar un reportaje mucho más largo sobre los teléfonos móviles robados y la ansiedad que esto causa a sus dueños.

El espacio más visto del programa World News Tonight de la ABC, ‘Medicina de vanguardia’, parece que se centra principalmente en ofrecer consejos a sus espectadores maduros sobre cómo aguantar unos años más, y proporcionar de paso a las empresas farmacéuticas una plataforma regular de publicidad. En 2004, las tres cadenas juntas dedicaron en total 1.174 minutos, casi 20 horas completas, a mujeres desaparecidas, todas ellas blancas.

Criticar el declive de las cadenas de noticias has sido durante mucho tiempo un pasatiempo popular. En la película Buenas noches y buena suerte aparece la famosa lamentación de Edward R. Murrow en la reunión de la Asociación de Directores de Noticias de Radio y Televisión de 1958, donde atacaba a la industria por ser “gorda, cómoda y complaciente”. En 1988, el periodista Peter Boyer publicó un libro titulado Who killed CBS? [¿Quién mató a la CBS?].

La respuesta: el jefe de la división de noticias de la CBS, Van Gordon Sauter. Un libro más reciente de Tom Fenton, Bad news: the decline of reporting, the business of news, and the danger to us all [Malas noticias: el declive de la información, del negocio de las noticias y el peligro para todos nosotros], es especialmente revelador, ya que hace uso de una amplia experiencia de primera mano.

En 1970, cuando Fenton fue a trabajar para la CBS en Roma, la oficina tenía tres corresponsales, que formaban parte de una red mundial que incluía 14 oficinas extranjeras principales, 10 mini-oficinas y corresponsales locales en 44 países.

Hoy la CBS tiene ocho corresponsales extranjeros y tres oficinas. Cuatro de los corresponsales tienen su base en Londres, donde se mantienen ocupados haciendo voces en off para imágenes tomadas por Associated Press y Reuters, el modo en que más se retransmiten las noticias internacionales hoy en día.

Durante sus años en la CBS, Fenton escribe que se sintió orgulloso de contar historias importantes: “Era mi trabajo, mi diversión, mi vida. Hasta que las megaempresas que han absorbido a la mayoría de las cadenas de noticias norteamericanas restringieron el cubrimiento de las noticias internacionales.” De entre toda la gente de la profesión con la que habló mientras investigaba para su libro, “casi todo el mundo”, escribe, estaba de acuerdo en que las cadenas “no están haciendo un buen trabajo al dar las noticias internacionales”.

Entre las excepciones se encuentran Brokaw, Jennings, y Rather, que no parecían, según escribe, “compartir mi gran preocupación por la falta de noticias internacionales y de contexto en sus programas.” Fenton se queja con ira por las enormes sumas de dinero que ganaban los presentadores, mientras las oficinas se iban cerrando.

Al hablar de los planes de Tom Brokaw de retirarse como presentador y hacer más periodismo de investigación, se pregunta: “¿Qué le impedía enviar a sus corresponsales al extranjero para hacer precisamente eso durante los últimos 15 años?” (La respuesta se insinúa cuando Fenton reconoce brevemente que las historias internacionales cuestan el doble de las historias nacionales).

Según Fenton, la prensa es tan poco rigurosa que “cualquiera que tenga una mínima iniciativa puede pasarse un día entero seleccionando tremendas historias que no han sido contadas”.

Cita a Seymour Hersh cuando decía que no podía creer todas las historias que se habían pasado por alto y que él había podido contar simplemente porque The New Yorker le había permitido escribir lo que quisiera. Fenton menciona una serie de historias importantes que se han dejado de lado, incluyendo la influencia de la fortuna saudí en las políticas estadounidenses hacia Oriente Próximo, las conexiones entre las grandes empresas petroleras y la Casa Blanca y el lado oscuro, y durante mucho tiempo ignorado, de las actividades kurdas en Iraq.

“Nunca la actuación ignorante de los medios ha sido más atroz que en el tratamiento de los kurdos”, escribe, “un catálogo de incompetencia lamentable y desinformación peligrosa que continúa hasta hoy”. Menciona las disputas asesinas entre los dos líderes kurdos Jalal Talabani y Massoud Barzani, y las “penurias y sufrimientos” de las minorías como los turcos y los cristianos asirios que viven bajo el “brazo fuerte del Gobierno kurdo”.

A los kurdos siempre se les ha catalogado de buenos chicos y ninguna empresa de noticias estadounidense, escribe, “quiere abrumarnos con detalles tan complejos y desafiantes. Nunca sabes qué puede pasar, puede que los espectadores cambien de canal.”

4.- Iraq sigue siendo con mucho la historia más importante en la prensa estadounidense, mostrando sus puntos fuertes, pero también sus muchos puntos débiles; especialmente el modo en que la realidad política da forma, define y, en últimas instancias, limita lo que los americanos ven y leen. Las principales empresas de noticias del país merecen ser elogiadas por continuar con su compromiso de cubrir la guerra, a pesar de tener que afrontar riesgos mortales, elevados costes y la apatía pública.

Por lo general, The Washington Post tiene cuatro corresponsales en el país, apoyados por más de veinticuatro iraquíes y tres coches blindados que cuestan 100.000 dólares. La oficina del New York Times cuesta un millón y medio de dólares al año.

Y se han producido excelentes reportajes. Por ejemplo, en junio, The Wall Street Journal publicó en primera página un revelador reportaje de Arnaz Casi sobre cómo la violencia entre grupos islámicos en Iraq ha destruido una larga amistad entre dos vecinos de Bagdad, uno suní y otro chií.

En octubre, en The Washington Post, Steven Fainaru describía cómo los partidos políticos kurdos estaban repatriando a miles de kurdos hacia Kirkuk, la ciudad petrolera del norte, haciendo que estallaran las disputas entre los colonos kurdos y los árabes locales. Y en The New York Times, Sabrina Tavernise contaba cómo el creciente caos en Iraq está erosionando las costumbres de la clase media iraquí, convirtiendo su frustración en “desesperanza”.

Sin embargo, sólo hace unos meses, a comienzos de año, el tono de las informaciones era muy diferente. El presidente Bush, recién reelegido, disfrutaba de un gran apoyo popular y estaba sacando el máximo provecho a las elecciones iraquíes del 30 de enero, que fueron anunciadas como todo un éxito.

Las manifestaciones en contra de Siria en el Líbano y la elección de Mahmud Abbas como presidente de la Autoridad Palestina aumentaron la impresión de que la política exterior de Bush tenía cada vez más éxito. Los periodistas se apresuraron en elogiar su liderazgo y sagacidad. ‘Lo que Bush ha hecho bien’, proclamaba Newsweek en su portada del 14 de marzo.

La revista declaraba que los acontecimientos recientes en Iraq, Líbano y otros lugares de Oriente Próximo habían “hecho justicia” al presidente. “En Nueva York, Los Ángeles y Chicago, y probablemente también en Europa y Asia, la gente se pregunta con inquietud: ‘¿es posible que tenga razón?’

La respuesta es sí.” Otro artículo, titulado ‘La influencia de Condi’, aclamaba a la nueva secretaria de Estado, de la que destacaba cómo “se ha introducido en la escena mundial con fuerza y estilo y con el apoyo representativo del brazo democrático árabe”.

Y para completar el paquete, tenemos ‘Al frente’, una mirada a los soldados estadounidenses que, habiendo perdido alguno de sus miembros en Iraq y Afganistán, “están haciendo lo impensable: volver a la batalla”. En la CNN, Wolf Blitzer celebraba todos los días los progresos que se daban en Iraq hacia la democracia.

Por ejemplo, el 6 de abril, después de que el líder kurdo Jalal Talabani fuera elegido nuevo presidente de Iraq, Blitzer preguntó a Robin Wright, de The Washington Post, y a Kenneth Pollack, de la Brookings Institution, sobre él y sus dos vicepresidentes. Blitzer, dirigiéndose a Wright, dijo: “Son bastante moderados y pro-estadounidenses, ¿no es cierto?”

“Absolutamente”, dijo Wright. “Son personas que han estudiado en Occidente y que tienen contacto con países occidentales, especialmente con los Estados Unidos…” Blitzer: “Ken Pollack, su opinión es que esto es todo lo bueno que habría cabido esperar para Estados Unidos, para la Administración Bush y para el pueblo americano, al menos al comienzo de esta nueva democracia iraquí.”

Pollack: “Totalmente. Creo que la Administración Bush tiene que estar encantada con el resultado.” Estas preguntas capciosas son un buen ejemplo del estilo de entrevistar de Blitzer, que parece diseñado para que sus invitados no digan nada espontáneo, por más remoto que parezca; la conversación también deja clara la deferencia que la CNN, y la prensa en su conjunto, mostraban hacia el presidente Bush justo después de su reelección, durante los primeros meses del año.

Durante ese período, la violencia seguía asolando Iraq, pero las noticias sobre esto quedaban relegadas a las páginas interiores. Los soldados estadounidenses seguían muriendo, pero estas noticias pasaban a la cola del final de los telediarios por cable. Después, en abril, comenzaron a aumentar los ataques de los insurgentes y la popularidad de Bush empezó a caer.

A medida que el precio del petróleo subía y la investigación del caso Plame captaba más atención, comenzó a abrirse el espacio político para informar de noticias más duras.

Las historias sobre asesinatos y emboscadas, que antes habían sido enterradas, comenzaron a aparece en primera plana y Wolf Blitzer, con ánimo renovado, comenzó a preguntar a sus invitados sobre las estrategias de retirada de Estados Unidos.

A finales de octubre, cuando murió el soldado estadounidense número 2.000, la noticia salpicó las portadas nacionales.

“El muerto 2.000: un dato macabro mientras la campaña en Iraq se alarga”, declaraba The New York Times. Tal y como señalaría unos días más tarde Katharine Seelye, del Times, este acontecimiento recibió mucha más atención de la prensa que cuando se dio la noticia de los 1.000 muertos, en abril de 2004.

5.- Sin embargo, aún había estrictos límites sobre la información que se podía dar acerca de Iraq. Sobre todo eran tabú los relatos de las acciones de las tropas estadounidenses sobre el terreno, especialmente cuando dichas acciones terminaban con la muerte de civiles iraquíes.

Por ejemplo, el mismo día en que The Times sacaba en portada la noticia de los 2.000 muertos en la guerra, publicó otro artículo en la página A12 sobre el elevado número de víctimas civiles iraquíes. Puesto que el Ejército de Estados Unidos no da cifras sobre este tema, Sabrina Tavernise se fió del Iraq Body Count, un sitio Web sin ánimo de lucro que lleva un recuento de las bajas a partir de lo que dicen las noticias.

El sitio, escribe, estima que el número de civiles muertos desde que comenzó la invasión estadounidense está entre 26.690 y 30.051. (Incluso la cifra más elevada puede quedarse corta, señala el artículo, ya que muchas muertes no aparecen en las noticias.) Simplemente por sacar esta historia, el Times merece toda la credibilidad, ya que reconoce que por muy alto que haya sido el precio que han pagado los soldados americanos en la guerra, el precio pagado por los civiles iraquíes ha sido mucho mayor.

Sin embargo, es de señalar que al hablar sobre la causa de estas muertes, el artículo sólo menciona a los insurgentes. Ni una vez plantean la posibilidad de que algunas de esas muertes puedan venir de la mano de la ‘coalición’. Es típico.

Un estudio sobre la cobertura del Times en Iraq en el mes de octubre muestra que, mientras que se informaba regularmente de la muerte de civiles a manos de los insurgentes, rara vez se mencionaban las muertes provocadas por los americanos; cuando se hacía, normalmente era en las páginas interiores del periódico y de manera muy matizada. Así, el 18 de octubre el Times publicó un breve artículo al final de la página A11 titulado ‘Decenas de personas muertas por los bombardeos americanos en el feudo insurgente suní del oeste de Bagdad’.

Citando fuentes militares, el artículo señalaba en su encabezamiento que se habían lanzado los bombardeos “contra insurgentes” en la ciudad sitiada de Ramadi, “matando a unas 70 personas”.

Se citaba a un coronel del Ejército estadounidense que decía que habían visto un grupo de insurgentes en cuatro coches “intentando hacer estallar artefactos explosivos en un gran cráter al este de Ramadi, resultado de la explosión, el día anterior, de una bomba al borde de la carretera que había matado a cinco soldados estadounidenses y dos iraquíes.”

Entonces, y según el Times, “un caza F-15 lanzó una bomba guiada sobre la zona, matando a 20 hombres”. El Times recogió las declaraciones del coronel diciendo que “no había muerto ningún civil durante el ataque”. En una frase, el artículo señalaba que Reuters, “citando a médicos de Ramadi” había informado de que “habían muerto civiles”, pero no lo desarrollaba.

En su lugar, seguía mencionando otros incidentes en Ramadi en los que helicópteros y cazas estadounidenses habían matado “insurgentes”. Associated Press contó una historia muy diferente: el “grupo de insurgentes” alcanzado por el F-15, según los militares, era realmente “un grupo de unos 12 iraquíes alrededor de los restos de un vehículo militar estadounidense” que había sido atacado el día anterior.

El Ejército declaró que dicho grupo estaba colocando una bomba al lado de la carretera, en el lugar donde otra explosión había matado a norteamericanos. Los caza F-15 les alcanzaron con una bomba guiada de precisión, matando a 20 personas, descritas en la declaración como “terroristas”.

Sin embargo, varios testigos y un líder local dijeron que las personas eran civiles que se habían reunido alrededor de los restos de un vehículo estadounidense, algo que ocurre a menudo cuando un vehículo militar americano es alcanzado.

El ataque aéreo alcanzó a la gente y mató a 25 personas, dice Chiad Saad, un líder tribal, y varios testigos que se niegan a dar sus nombres… Los lectores del Times nunca supieron esto. Este no es un caso aislado. Durante los últimos meses, he leído regularmente la cobertura sobre Iraq que hacen los periódicos y he encontrado muy pocas menciones a los civiles que mueren a manos de las fuerzas estadounidenses.

No hay duda de que la violencia en las calles de Iraq hace que los reporteros no puedan desplazarse a entrevistar a testigos, pero el Times raras veces informa a sus lectores de que sus reporteros no pueden interrogar a los testigos de las bajas civiles por el peligro al que se enfrentan si van al lugar del ataque.

No obstante, el periódico publica regularmente las afirmaciones oficiales del Ejército sobre los insurgentes muertos sin ninguna confirmación independiente.

Después de que el general Tommy Franks y Donald Rumsfeld declararan en 2003 “no hacemos recuentos de cadáveres”, el Ejército estadounidense ha empezado a hacer precisamente eso y de manera silenciosa.

Y, por lo general, el Times confía en sus recuentos sin cuestionarlos. En todo debate sobre bajas civiles, es importante distinguir entre los insurgentes, que atacan deliberadamente a los civiles, y el Ejército estadounidense, que no lo hace; de hecho se salen de su camino para evitarlos. Pero, no obstante, todas las indicaciones apuntan a que hay un elevado número de víctimas a manos de Estados Unidos.

Como parece haber sido el caso de Ramadi, muchas de las muertes son el resultado de bombardeos aéreos. Desde el inicio de la invasión, Estados Unidos ha lanzado unas 50.000 bombas en Iraq. Unas 30.000 se lanzaron durante las cinco semanas de guerra propiamente dicha. Aunque la gran parte de esas 50.000 bombas se han dirigido a objetivos militares, sin duda han provocado muchos ‘daños colaterales’ y se han cobrado un incalculable número de vidas civiles.

Pero, según Marc Garlasco, de Human Rights Watch, el número de víctimas por acciones terrestres es probablemente mucho mayor. Garlasco habla con especial autoridad; antes de unirse a Human Rights Watch a mediados de abril de 2003, trabajaba para el Pentágono seleccionando objetivos para la guerra aérea en Iraq. Durante la guerra terrestre, dice, el uso que hizo el Ejército de las bombas de fragmentación fue especialmente letal.

En tan sólo unos días de enfrentamientos en la ciudad de Hilla, al sur de Bagdad, Human Rights Watch comprobó que las bombas de fragmentación habían matado o herido a más de 500 civiles. Desde el final de la guerra terrestre, dice Garlasco, muchos civiles han muerto en el fuego cruzado entre las fuerzas estadounidenses y los insurgentes.

A otros les han disparado los convoyes militares americanos; para evitar que los terroristas suicidas les ataquen, los soldados suelen disparar desde sus Humvees a los coches que se acercan demasiado, y muchas veces éstos llevan civiles dentro.

Según Garlasco, las empresas de seguridad privadas matan a muchos civiles; suelen tener la mano muy larga, dice, y “abren fuego si la gente no se quita del medio lo suficientemente rápido”.

Sin embargo, probablemente la mayor fuente de bajas civiles son los controles de la Coalición.

Se pueden colocar en cualquier sitio y en cualquier momento y, aunque se supone que están bien señalados, en la práctica suelen ser difíciles de detectar, sobre todo por la noche, y los soldados estadounidenses (comprensiblemente temerosos de los terroristas suicidas) primero disparan y después preguntan. Muchos iraquíes inocentes han muerto en el proceso.

Estos asesinatos salieron a la luz en marzo, cuando el coche que llevaba a toda velocidad a la periodista italiana Giuliana Sgrena hacia el aeropuerto de Bagdad después de su liberación fue tiroteado por las tropas norteamericanas; ella resultó gravemente herida y el oficial de inteligencia italiano que la acompañaba murió.

Tres días después del incidente, The New York Times publicó un revelador artículo en primera página titulado ‘Los controles estadounidenses provocan la ira en Iraq’.

Después de conocerse el escándalo sobre el abuso de prisioneros en Abu Ghraib, John Burns escribió: “Ningún otro aspecto de la presencia militar estadounidense en Iraq ha provocado tanta consternación y odio entre los iraquíes, a juzgar por los frecuentes arrebatos de ira sobre el tema.

Las informaciones diarias que recopilan las empresas de seguridad occidentales relatan muchos incidentes en los que iraquíes sin aparente conexión con la insurgencia resultan muertos o heridos a manos de las tropas americanas, que abren fuego sospechando que dichos iraquíes están involucrados en un atentado terrorista.”

Las autoridades estadounidenses e iraquíes decían que no tenían datos sobre esas bajas, Burns escribía: “Pero cualquier occidental que trabaje en Iraq escuchará numerosos relatos sobre conductores y pasajeros aparentemente inocentes que resultan muertos y heridos por disparos norteamericanos, a menudo en circunstancias que dejan a los iraquíes perplejos y preguntándose, en su caso, qué han hecho mal.” Muchos, escribe, “dicen que les han disparado sin casi ser avisados o sin aviso alguno”.

La información de Burns demuestra que es posible escribir estas historias a pesar de la violencia dominante y a pesar de la falta de datos oficiales. Mientras que en este país aparecen muy pocas de estas historias, sin embargo son habituales en el extranjero.

“Si viajas a Oriente Próximo, lo que se oye todo el tiempo es que Estados Unidos está matando a civiles”, observa Garlasco. “Siempre aparece en las noticias”.

En nuestro país, se pueden entrever piezas de esta realidad en documentales como el recientemente emitido ‘Ocupación: tierra de los sueños’, en el que los directores Garrett Scott y Ian Olds, a partir de las seis semanas que pasaron con una unidad del Ejército estacionada a las afueras de Faluya, muestran cómo los soldados mejor intencionados, que se enfrentan a una población hostil, que habla una lengua desconocida y adora a un Dios extraño, pueden recurrir rutinariamente a acciones diseñadas para intimidar y humillar.

También se pueden encontrar a veces ejemplos de esto en The New York Times Magazine, que ha sido mucho más atrevido que el periódico New York Times.

En mayo, Peter Maass, del Times Magazine, describía cómo unidades de comando iraquíes, entrenadas por expertos de la contrainsurgencia estadounidenses, luchaban una “guerra sucia” en la que las palizas, la tortura e incluso las ejecuciones son normales.

Y en octubre, Dexter Filkins, también del Times Magazine, describía el ejemplo del teniente coronel Nathan Sassaman, graduado en West Point, que, bajo constantes ataques en una zona suní inestable, aprobó duras tácticas contra la población local, incluyendo el obligar a los hombres iraquíes a saltar a un canal como castigo.

Uno murió. Sólo leyendo y viendo estos relatos es posible comprender la profundidad del odio iraquí hacia los Estados Unidos. No es el simple hecho de la ocupación lo que está en juego, sino cómo se está llevando a cabo dicha ocupación y las vejaciones, humillaciones y muertes diarias que la acompañan.

Si aparecieran noticias sobre estas acciones más frecuentemente en la prensa, podrían hacer que se cuestionara la estrategia de Estados Unidos en Iraq y fomentar el debate sobre si hay una mejor forma de desplegar nuestras tropas.

¿Por qué estas informaciones son tan escasas? Una razón es sencillamente el desconocimiento del idioma. El capitán Zachary Miller, que dirigió una compañía de las tropas estadounidenses al este de Bagdad en 2004 y que ahora estudia en la Kennedy School of Government, me dijo que de los aproximadamente 50 periodistas occidentales que patrullaron con sus tropas, casi ninguno hablaba árabe y muy pocos se preocupaban por llevar intérpretes.

En consecuencia, eran totalmente dependientes de Miller y de sus soldados. “Normalmente, los reporteros no hacían preguntas sobre los iraquíes”, dice. “Me preguntaban a mí”. Además, muchos periodistas estadounidenses no se sienten cómodos haciendo preguntas a testigos que ofrecen informaciones contrarias a las declaraciones del Ejército americano.

A los periodistas no les gusta escribir historias donde la palabra de un civil iraquí se oponga a la de un oficial norteamericano, independientemente de todas las pruebas que haya para respaldar las afirmaciones del civil. Muchos de los duros artículos que han aparecido en la prensa sobre los abusos en Abu Ghraib, Guantánamo y las cárceles secretas cuentan normalmente con fuentes oficiales estadounidenses y no son tan arriesgados.

Sin embargo, creo que es aún más importante la realidad política. La prensa norteamericana considera que los abusos que cometen normalmente las tropas estadounidenses sobre el terreno y su responsabilidad en la muerte de miles de iraquíes inocentes es un tema demasiado delicado como para que lo vea o lo lea la mayoría de los americanos.

Cuando el cámara de la NBC Kevin Sites filmó a un soldado estadounidense rematando de un tiro a un iraquí herido en Faluya fue acosado, tachado de activista en contra de la guerra y recibió amenazas de muerte. Estos incidentes alimentan el miedo profundamente arraigado de muchos periodistas a ser acusados de antiamericanos o de no apoyar a las tropas en el campo de batalla. Estos temas siguen siendo tabú.

Por supuesto, si la situación en Iraq fuera a resolverse o si el presidente Bush perdiera aún más popularidad, los límites de lo aceptable podrían expandirse y este tipo de temas podrían empezar a aparecer en portada. Sin embargo, es lamentable que los editores y reporteros tengan que esperar a que se den estos acontecimientos.

Entre todos los problemas internos a los que se enfrenta la prensa, la negativa a tratar temas políticamente sensibles y a informar de verdades molestas que pueden perturbar y provocar, es de lejos el más preocupante. El 8 de noviembre puse el programa Anderson Cooper 360 de la CNN para ver cómo el presentador hacía su nuevo trabajo.

Era el día de las elecciones y esperaba encontrar algún análisis de los resultados.

En su lugar, encontré a Cooper dirigiendo un debate sobre una nueva encuesta sobre sexo realizada por las revistas Men’s Fitness y Shape.

Me enteré de que el 82% de los hombres creen que son buenos o muy buenos en la cama y que los neoyorquinos dicen tener más sexo que los residentes en otros estados. En aquel momento, Nueva Orleans y el Katrina parecían estar en otra galaxia muy, muy lejana. _
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1. Sus comentarios sobre su caso están disponibles en JudithMiller.org
2. Véase ‘¿Se acabaron las noticias?’, The New York Review, 1 de diciembre de 2005; Cuadernos de Periodistas, diciembre de 2005.
3. Véase el tema de los comentaristas de noticias conservadores en ‘¿Se acabaron las noticias?’.
4. American dream: three women, ten kids, and a nation’s drive to end welfare (Viking, 2004). Véase la reseña de Christopher Jencks en el número de diciembre de The New York Review.
5. Para más información sobre este tema, véase mi artículo ‘Off Course’, Columbia Journalism Review, julio/agosto de 2005.
6. Véase, por ejemplo, Human Rights Watch ‘A face and a name: civilian victims of insurgent groups in Iraq”, 3 de octubre de 2005.
7. Véase el programa de NPR This American Life, ‘What’s in a number?’, 28 de octubre de 2005.
8. Human Rights Watch ha publicado muchos informes sobre las víctimas civiles de las acciones militares estadounidenses, incluyendo Civilian Deaths/Checkpoints, de octubre de 2003, en el que se observa que “los casos individuales de muertes civiles documentados en este informe demuestran que las fuerzas estadounidenses siguen un patrón de tácticas demasiado agresivas, fuego indiscriminado en zonas residenciales y un rápido recurso a la fuerza mortal”.

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