Truman Capote, seducción y desastre

Truman Capote fue Filzgerald varias décadas después. Encandilado por el dinero, la fama y los ricos y famosos, se las arregó para llegar hasta el círculo dorado del jet set, vivió bajo sus luces poderosas y cálidas y terminó derrumbándose cuando creyó que podía pasar por encima de ciertas reglas fundamentales y dejó de ser bufón para convertirse en fiscal. Como Fitzgerald, Capote fue a fiestas de lujo, caminó entre los grandes con orgullo, supo buscar el centro de las reuniones internacionales. Como {el, pasó de mimado a molestia, de intelectual de moda a engreído desagradable, y el círculo dorado lo descartó. Pensó que su mundo era ese, que pertenecía y, como Fitzgerald, se equivocó.

Era un seductor nato porque necesitaba que lo quisieran. Toda su obra es en parte un espacio de seducción, un ejercicio para atraer al lector, desde la primera novela (Otras voces, otros {ámbitos) hasta Plegarias atendidas, pasando por los experimentos de la “no ficción” como A sangre fría y por los maravillosos cuentos de Música para camaleones.

Como supuesto inventor de la “no ficción” (bien entre comillas por cierto). Capote se desvivió por escribir una novela documentada. Investigó el asesinato múltiple del matrimonio Clutter hasta las últimas consecuencias, pero el resultado fue un relato que juega con el argumento, el suspenso, el punto de vista y la ironía, un relato que trata de hacer prisionero al lector, de mantenerlo adentro. La técnica del “usted está ahí mismo, donde sucede la noticia” es más una relación de poder que un intento de objetividad en sangre fría como en cualquier noticiero de televisión, porque al fin y al cabo, ¿quién sostiene la cámara?, ¿quién organiza el espectáculo?

El tipo de poder que prefería Capote era el de la seducción. Seducía a los ricos (esos seres a los que, como Fitzgerald y al contrario que Hemingway, consideraba diferentes) con su pose de raro encantador (en un sentido mucho más amplio que homosexual); a los artistas, con su maestría en el manejo de la lengua; a los periodistas que lo entrevistaban, con sus guiños cómplices. Se mostraba: siempre estaba listo para la foto.

Se había criado en el sur de los Estados Unidos y toda su obra gira alrededor de un interés muy sureño por los “freaks”, los que no son como los demás, los monstruos. Como Flannery O’Connor (para hablar de una escritora que él admiraba profundamente), Capote mismo era un freak y lo que defiende en sus textos es un derecho a la vida en la diferencia.

Cuando en Plegarias atendidas, Truman narra su relación con el material que reunía A sangre fría, es fácil detectar la forma en que se deja fascinar por Smith, uno de los asesinos. Smith es el freak de la novela, un ser extraño, ambiguo, totalmente opuesto a la v´ctima, el señor Clutter, ese pilar del sueño americano, ese self made man respetado y sólido. En ese sentido, a pesar de la supuesta objetividad que Capote pretendía, el libro es una especie de parábola: el norteamericano probo típico, que cuenta con el apoyo de todo el pueblo en que vive, muere a manos de un hombre al que la sociedad ha maltratado, marginado y despreciado. La muerte de Clutter es injusta. Absurda: el mismo asesino reconoce que Clutter, no le ha hecho nada jamás.

La mayoría de los personajes de Capote son “difrentes”, marginados, objetos que los demás coleccionan por su rareza. Truman, raro por su orientación sexual, su arte, su sensibilidad casi infantil y hasta su aspecto y manera de vestir, estudia los límites entre normalidad y diferencia en cada libro y trata de explorar los posibles caminos de comunicación entre los dos caminos. De eso trata Otras voces, otros ámbitos ya desde el título. Un protagonista exiliado, transportado a un mundo donde no sabe ubicarse, donde la experiencia esencial es la soledad más absoluta. El hijo busca al padre y lo encuentra mudo, ciego, insensible, del otro lado de una pared infranqueable; otra vez la figura del uno hundido en una lucha casi inútil por llegar al otro por “tocarlo” de algún modo, por atravesar la frontera infinita del yo.

Como Tennessee Williams, otro sureño, Capote no está demasiado interesado en lo social, aunque lo social permea toda su obra. Inclusive en una novela como A sangre fría, que no puede dejar de ser social por lo que narra (un caso famoso, criminal, real, documentado) el foco está en la “ambigüedad moral”, como dijo un crítico, en las mentes torturadas de los “raros” que también fascinaban a Patricia Highsmith, aunque en otro tono. La descripción de Capote va del horror al cariño, un cariño mucho mayor que el de la Highsmith por lo que describe, y ese cariño es lo que da a su obra un tono más irónico, menos trágico, más infantil incluso (a pesar de la tragedia).

Lo que hace que lo social esté ahí siempre es el hecho ya señalado por Sartre y Simone de Beauvoir hace tiempo, de que en los individuos extraños, los que llegan más lejos que los demás (en violencia, en tragedia, en diferencia), hay algo intensamente social e intensamente simbólico. La obra de Capote describe una sociedad enferma de una crueldad tan absurda como la que habitan los personajes de Beckett: una sociedad aterradoramente contemporánea.

El otro rasgo muy siglo XX de Capote es su interés por la mezcla de géneros. Fue periodista, guionista, escritor. Conoció la noticia, la investigación, el cine. Y el diario. Lo usó todo. Sus novelas son libretos; sus diálogos, teatro puro; sus investigaciones aparecen en la “no ficción” como un mecanismo de relojería y sus diarios íntimos se vuelcan casi textualmente (eso decía él) en Plegarias atendidas y muchos de sus cuentos.

Fue un manipulador, aterrorizado por el fracaso, el olvido, la vejez; un niño en sus pasiones, odios y amores, otro “raro”. Lo que tiene de mixto su prosa es tal vez lo más original de su obra: esa tendencia del período de transición al posmodernismo que lo llevó a querer hacer novelas con el periodismo, cine con las novelas, poesía con el asesinato, dinero con la poesía,
Y la capacidad que viene con ella, la de ver la ambigüedad en las cosas, la de detectar la víctima en el asesino, la locura en el prócer, la “virtud” en el criminal, la femineidad en el hombre. El espacio de los textos de Capote se levanta sobre la contradicción y, como en los de Fitzgerald, el que lee detecta más abajo el tembladeral de una época ambigua por naturaleza: la nuestra.

Márgara Averbarch, Clarín, 18/6/92

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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