San Francisco mira de reojo al sismógrafo

(PD/Agencias).- Corría el 18 de abril de 1906 cuando, mientras los primeros rayos de sol aparecían por las colinas de San Francisco, un temblor de poco más de un minuto bastó para reducir la ciudad a escombros y cenizas. El tremendo terremoto, de magnitud 7,8 en la escala de Richter, dejó sin hogar a 250.000 personas, provocó la muerte de otras 3.000 y arrasó una de las ciudades más prósperas de EEUU.

Un siglo después, los habitantes de California siguen con el temor metido en el cuerpo de que se produzca otro gigantesco seísmo.

El conocido como ‘París de América’ no sólo sufrió uno de los terremotos más destructivos de la Historia. Además, los incendios que se produjeron en los días siguientes dejaron reducida a cenizas la ciudad. «San Francisco ha desaparecido. No queda nada salvo el recuerdo», escribió el novelista nacido en la ciudad Jack London poco después de la tragedia que se abatió sobre la que entonces era la novena urbe más grande de Estados Unidos, principal puerto de la costa Pacífica y centro financiero del oeste.

Hasta entonces, San Francisco había vivido tiempos esplendorosos, y en cuestión de 50 años, desde su nacimiento como ciudad minera tras la Fiebre del Oro de 1849, se había metamorfoseado en un centro urbano de primera magnitud. «Era el ‘París de América’ y la ciudad más pecaminosa del continente», escribió Herbert Asbury en su libro ‘The Barbary Coast’.

Pero algo maligno debía de haber en el ambiente la noche del 17 de abril, cuando se respiraba lo que se conoce en California como ‘tiempo de terremotos’: soplaba un aire cálido y agradable inusual para la época. Muchos aprovecharon esta brisa veraniega para arreglarse con las mejores galas y acudir a la ópera. El tenor napolitano Enrico Caruso, uno de los más famosos cantantes de ópera de todos los tiempos, representaba esa noche ‘Carmen’, un extraño presagio de lo que iba a ocurrir unas horas después.

A las 05.12 de la madrugada del día 18 de abril se produjo el temblor. Pero más dañino que el terremoto en sí, de magnitud 7,8 en la escala abierta de Richter, fueron sus réplicas y los incendios que se desataron poco después y de forma natural en algunas zonas de la ciudad donde las instalaciones de gas saltaron por los aires.

En otros lugares, los desastres fueron intencionados. Algunos propietarios prendieron fuego a sus propiedades, aseguradas contra incendios pero no contra los daños ocasionados por un temblor.

Con las principales cañerías dañadas, los bomberos fueron incapaces de detener las llamas, que pronto alcanzaron el distrito financiero y desde ahí no tardaron en llegar a lo alto de las colinas y sus acaudaladas mansiones.

El terremoto, el peor desastre natural que ha sufrido una ciudad estadounidense hasta la fecha, fue tan fuerte que se sintió en el estado de Oregón, al norte, y en Los Ángeles, al sur de California.

Parte de la notoriedad que el fenómeno adquirió en todo el mundo se debe a que ésta fue la primera catástrofe natural captada en fotografías, gracias en parte a las primeras cámaras populares que Kodak había sacado al mercado seis años atrás.

Por otra parte, la sismología estaba entonces en pleno apogeo, y había identificado en 1893 parte de lo que hoy se conoce como la falla de San Andrés. El terremoto de San Francisco se trató de un desastre anunciado por los sismólogos y cuya huella se asemeja en parte al ocurrido en 2005 en Nueva Orleans tras el paso devastador del huracán ‘Katrina’.

La Oficina Meteorológica había registrado 16 pequeños terremotos en 1905, y el jefe de bomberos, Dennis Sullivan, había advertido pocos meses antes de que la ciudad reunía todas las condiciones para quedar reducida a cenizas. «Esta ciudad está en medio de una falla -dijo Sullivan en 1905-. Uno de estos días habrá un temblor que dejará fuera de combate al sistema de incendios, y tendremos un fuego. ¿Qué haremos entonces? Habrá que combatirlo con dinamita». Las predicciones de Sullivan se cumplieron a rajatabla, y en tres días San Francisco quedó irreconocible.

Sin embargo, la ciudad fue capaz de salir a flote a un ritmo formidable y, de paso, poner sus infraestructuras a punto para los desafíos del siglo XXI. Como señaló recientemente su alcalde, Gavin Newsom, «nos hemos levantado de las cenizas del gran terremoto para convertirnos en una gran potencia económica y un centro cultural».

Aunque no cabe duda de que la ciudad recuperó con creces su lustre, ese halo de fragilidad acompaña a San Francisco todavía hoy y, posiblemente, forme ya parte de su espíritu para siempre.

EL PAPEL DE LOS FOTÓGRAFOS

San Francisco recuerda estos días el centenario del terremoto del 18 de abril de 1906 con conciertos, un ballet y exposiciones, como una que muestra el importante papel que jugaron los fotógrafos aficionados para documentar el desastre que se cobró la vida de más de 3.000 personas y redujo la ciudad a cenizas.

La conmemoración del acontecimiento histórico más trascendente de San Francisco se vive de distintas maneras, pues los actos que rememoran el gran seísmo van de la mano de agoreros artículos periodísticos y conferencias que recuerdan que una catástrofe similar podría estar a la vuelta de la esquina.

Entre el aluvión de exposiciones en el marco del centenario destaca una en el Museo de Arte Moderno de San Francisco de más de cien imágenes de fotógrafos profesionales y aficionados que tomaron las calles para dejar constancia gráfica de la tragedia que redujo a escombros la ciudad.

La exposición es importante porque, por primera vez en la historia del país, los fotógrafos aficionados adquirieron un rol relevante para reflejar la catástrofe.

George Eastman, el fabricante de Kodak, había lanzado seis años antes la Brownie, la primera cámara asequible para el gran público por lo sencillo de su uso y por su precio: un dólar.

En su biografía de 1936 ‘As I remember’ (‘Como lo recuerdo’), el fotógrafo Arnold Genthe, quien ganó fama con las imágenes del desastre, cuenta cómo su primer impulso no fue poner a salvo lo que quedaba de sus bienes, sino reflejar los horrores de las primeras horas tras el seísmo.

Sus cámaras habían quedado inutilizadas de manera que, según cuenta en sus memorias, fue a la tienda del centro de la ciudad donde solía proveerse de material fotográfico y pidió al dueño, George Kahn, que le prestase una cámara.

«Toma lo que quieras. La tienda va a saltar por los aires de todas maneras», le respondió Kahn.

Genthe seleccionó la mejor cámara de tamaño pequeño (para la época), se llenó los bolsillos de carretes y el fruto de sus afanes a la vista está: las escenas expuestas en el Museo de Arte Moderno dan cuenta del horror, pero también del coraje de sus coetáneos, que se afanaron en montar improvisados restaurantes o peluquerías entre las ruinas.

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído