«Asistimos a una ambiciosa y superficial pretensión de reescribir la Historia»

Enrique de Diego (Periodista Digital)-. No existe una interpretación unívoca de la historia. Una especie de historia objetiva, capaz de ser asumida por todos, salvo por extrañas perversiones. Cada generación suele reinterpretar la historia a la luz de sus circunstancias, incluso a su conveniencia. De hecho, la Historia siempre ha estado relacionada, como narración y como estudio, con el poder. Los cronistas estaban a sueldo de los poderosos, de los reyes y loaban sus hazañas.

Hay, eso sí, interpretaciones que podemos calificar, sin duda alguna, de falsas cuando se contradicen con los hechos, cuando no son avaladas por la realidad. Esta afirmación diferencia una sana relativización –por ejemplo, los libros de texto de historia lo han sido de los grandes criminales- de un degradante relativismo. Siempre hemos de buscar la verdad.

No podemos decir, por ejemplo, que se produjo un clima de convivencia entre Tariq y Muza y el rey visigodo don Rodrigo. O una comunicación cultural entre los almohades y Alfonso VIII.

Carece de sentido pretender, e incluso condolerse, que “no tuvo que ser así”, porque esa moralina, de corte laicista, es ya, de partida, una apuesta por la mentira. Si se considera que no tuvo que ser así se está ya a un paso de tergiversar la historia, de hacer una historia a la medida de nuestra propia moral, de nuestros intereses o de nuestras ensoñaciones.

EL LENGUAJE COMO HERRAMIENTA

La historia nos exige respeto. Ese es un principio indeclinable de la civilización, porque sin búsqueda de la verdad, sin verdad, por tanto, no hay avance ni comunicación posible, ni tan siquiera lenguaje. Por esa tortuosa senda, estamos llamados a incomunicarnos y estamos llamados a incomunicarnos aún más con quienes nos han precedido.

No podremos comprenderlos, ni hablar con ellos. Es curioso que quienes más hablan de diálogo más hacen para impedir la comunicación. Me maravilla, por ejemplo, la precisión en las palabras de nuestro idioma castellano, muy relacionado con el desarrollo del derecho de propiedad, con la necesidad de delimitar la propia tierra roturada.

A lo que asistimos hoy es a un proceso nuevo. No a un debate entre diversas, y aún contradictorias, interpretaciones históricas, sino, directamente, a una tan ambiciosa como superficial pretensión de rescribir la historia. De fabularla, sin respeto a los hechos. De hacer un pasado cómodo al tiempo que lleno de complejos de culpa.

Un pasado en el que, en términos cinematográficos, el hombre occidental, sobre todo el cristiano, es el malo de la película. Debemos, pues, abominar de nuestros ancestros, avergonzarnos de ellos, o pasarlos por una hipotética corporación dermoestética histórica.

LOS INTELECTUALES

No hay enfermedad intelectual más presente que ese extraño odio de los intelectuales occidentales por su civilización. Hasta hace poco, tal desvarío solía pararse ante los umbrales de la historia, porque había historiadores muy sólidos.

Lo que se pretendía, por ejemplo, desde el marxismo, es implantar una plantilla, una simplificación, al servicio de un proyecto holístico, de una parusía política. Fracasado, como es notorio, tal intento, a lo que asistimos es a lo que acabo de comentar: se pretende hacer una historia simplemente falsa, fabulada y con frecuencia de tebeo, con nuevas moralinas.

El proceso que se ha seguido puede señalarse en el trasvase del dominio de la mentira, que era lo propio y lo que había que combatir en el totalitarismo, al de la estupidez, que mezcla la ignorancia ilustrada del hombre postmoderno, que recibe mucha información dispersa y es fácilmente manipulable, y unos supuestos gurús o líderes morales que están a disgusto con su propio fracaso o con su incoherente pasado, y tratan de proyectar sus carencias a todo el devenir humano.

Esto puede parecer inocuo. En muchos aspectos, resulta infantil y podría provocarnos hilaridad, aunque el hecho de que algunas de las más inconsistentes patrañas hayan adquirido el carácter de fenómeno de masas nos ha de poner en guardia.

La cuestión es que se nos pretende convencer de que nuestra misma embriogenia histórica tiene fallas originales, serias taras genéticas y que, lejos de sentir orgullo por cualquiera de las conquistas humanas de nuestros antepasados, de nuestros dioses manes, hemos de condolernos de continuo. Se nos dice, incluso, que hemos de abjurar de todo ello, y de los principios, y de la búsqueda de la verdad, para conseguir un mundo de paz.

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