El opio de los gallegos

Dejé este blog hace seis meses con la aprobación del infame decreto que impone la utilización del gallego en la enseñanza y lo retomo por unas declaraciones de la conselleira Laura Sánchez Piñón en las que muestra lo que ya todos sabíamos: que no se trataba de equiparar una lengua con otra sino de erradicar al castellano. En otras palabras, si profesores y alumnos no asumen el gallego por su propia voluntad, se les impone y punto.

Para el caso concreto de los centros concertados y privados, donde el castellano es la lengua dominante y en cuyo ambiente Educación detecta «prejuicios o actitudes negativas» hacia el gallego, la Consellería defiende que se «debe incrementar de manera significativa el uso del gallego como lengua de la docencia, más allá de los mínimos que señala el decreto».

«Normalización» es como si un gángster entrara a tu negocio y te dijera: «Oye, te conviene cooperar». La dictadura lingüística que impone la Xunta evidencia como la democracia puede ser una autopista hacia la servidumbre. La democracia según la entiende la izquierda nacionalista mete la mano en todo, y en materia lingüística es, sin eufemismos, totalitaria.

Todos los colegios están obligados a presentar anualmente este proyecto, el cual es supervisado por la Inspección Educativa velando que se cumpla el nuevo decreto del gallego en las aulas, una norma que no contó con el respaldo del PP, rompiéndose así el tradicional consenso en torno a la lengua.

«Rompiéndose el tradicional consenso…» ¿Qué consenso? Todas la legislación para promover e imponer el gallego se hizo gracias al silencio y el miedo de los castellanohablantes a ser tachados de antigallegos. Históricamente, los partidos mayoritarios en Galicia, lo no nacionalistas, eran contrarios al uso del gallego pero por demagogia, oportunismo e hipocresía se votó la «normalización» del gallego que constituye una anormalidad histórica en toda regla.

Y la votaron unánimente porque no querían quedarse fuera del grupo «de los puros», conversiones al gallego forzadas y con una gran dosis de hipocresía. ¿Un ejemplo? El recientemente fallecido Xosé Cuiña afirmando que «nuestro galleguismo tiene mucho que ver con lo que en Cataluña y País Vasco llaman nacionalismo». Cualquier político gallego, por el hecho de serlo, tiene que que ser o aparentar ser nacionalista o galeguista. Vaya consenso.

En realidad, es un consenso cubierto por un manto de impotencia. Nada les impedía a los profesores dictar matemáticas en gallego pero como la mayoría no lo hacen la Gestapo de la galleguización se ven en la necesidad de obligarlos. Y quien no lo cumpla, deberá rendir cuentas a los agentes de la Inspección Educativa, (policía escolar que ya le hubiera gustado tener a Franco y al cualquier régimen totalitario) que se cumpla el nuevo decreto del gallego en las aulas.

Vivamos como galegos.
Pero prescindiendo de ellos. Gallegos a la fuerza. Asfixia cultural emanada de las instituciones autonómicas, constantes mensajes a la sumisión ante nosa terra. Perdonadme, ortodoxos. Me sumo a quienes prefieren vivir simplemente como hombres libres e iguales ante la ley y no como labradores obedientes y sumisos a la voz del amo. Siento disentir con la ortodoxia imperante, pero me niego a intoxicarme con el opio de los gallegos.

CODA:
«El nacionalismo gallego denuncia la paja de la minúscula presión lingüística ejercida anteriormente por el Estado central, pero es incapaz de ver, cegado por su fundamentalismo, la viga de la fuerte opresión «normalizadora» que él mismo ejerce a través de las instituciones autonómicas». [Manuel Jardón]

CODA II: «No le dé más vueltas al asunto de los nacionalistas, es su odio a España lo que les mueve, como usted muy bien sabe. Y tampoco les dé el placer de llamar castellano a nuestro hermoso idioma español. Mire: si un día alguna de estas «patrias» consiguiese ser independiente ya no les importaría llamar español a nuestro idioma: sería un idioma extranjero más como el francés o el alemán. Su problema es que hoy por hoy pertenecen a España y decir español es asumirlo como propio. Llamándole castellano quedan más tranquilos porque entienden que es un idioma forastero que tienen que aprender por obligación o conveniencia. A mí siempre me han recordado a una solterona forzosa frustrada por no haber tenido hijos, es decir, por no haber podido expandir su lengua. Al pensar en el español, lleno de hijos, se ponen histéricos y de mal humor». [Cándido Montero, aquí]

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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