Julián Lago, “El Revoltoso”, no se ha ido

Julián Lago, “El Revoltoso”, no se ha ido

(David Felipe Arranz).- “Volveré en septiembre unos días, Felipón: habrá que preparar algo. Llama a los amigos para irnos a comer: aquí la carne es muy dura y echo de menos un buen filete”. Y en esa última charla hubo lugar también para la política: “la composición del nuevo gobierno es un despropósito, una huída hacia delante, hacia la anarquía y el desastre: está claro que Zapatero está devolviendo los favores sin importarle las consecuencias”.

Un hombre libre, un periodista ejemplar, una vida consagrada a la Verdad, un referente que muchos quieren olvidar para dar rienda suelta a sus propias miserias y otros queremos rememorar para que su luminaria sobre nuestro teclado y los ideales que profesaba no se apaguen nunca.

“Es la falta de ética la que nos llevará a todos a la ruina moral y social”, me anunciaba, melancólico, al otro lado del teléfono.

Es evidente que Julián Lago quería regresar a España durante un tiempo. De hecho, no quería deshacerse de su casa de Madrid, un dúplex cerca de Plaza de Castilla decorado con un gusto juvenil, pues habitaba en él un espíritu que había decidido frenar su envejecimiento hacía treinta años.

Comimos varias veces en un conocido restaurante de la Castellana, muy cerca de su hogar, a cuya puerta Julián dejaba aparcado su jaguar color verde oliva: tan fatigado se sentía que el trayecto que en otras condiciones hubiera realizado dando un pequeño paseo de cinco minutos, no era capaz de afrontarlo a pie.

“No puedes comer tanto: en tu estado especialmente”, le comentaba una y otra vez, aunque siempre en vano. Lo que más me asombraba es su capacidad de autorregenerarse, habida cuenta de las dentelladas y golpes que le habían propinado algunos compañeros de la profesión y, sobre todo, sus compañeras sentimentales.

Convertido en un filósofo de la existencia, demudado ya de todo artificio, “sin prístinas lámparas que todo lo anochecen, / en cuyos abrótanos olvidé colgados / mis disfraces de primavera en caras perchas de teka y hojas muertas” (en sus propios versos), el náufrago sin mar recorría un Madrid que ya no era capaz de soportar: sus aglomeraciones, sus trapacerías de feriante, su pragmatismo de callejón, su perpetuo baile de máscaras… le taladraban el alma como puñales.

Fuimos con otros amigos a la presentación en la calle Serrano del DVD de la película que luego sería galardonada con un Goya, La soledad, de Jaime Rosales, con la asistencia del propio cineasta al coloquio y a los dos minutos se estaba levantando: nos refugiamos en la cafetería de abajo y se encontraba más a gusto rodeado de amigos que en la puesta de largo que se estaba viviendo escaleras arriba.

Absolutamente genial, con un extraordinario sentido del humor, sincero en sus opiniones como nadie de esta profesión “de chulos y de putas” como le gustaba decirme, Julián Lago practicaba la honradez verbal como otros la impostura, a diferencia de ésta actividad aquélla muy peligrosa para la salud. De vez en cuando, como recuerdo a sus tiempos como novillero, cuando ostentaba el apodo taurino de “El “Revoltoso”, daba algún capotazo en mitad de la calle ante la ovación y los olés de los transeúntes.

Que también Julián se manejaba en el arte de cúchares desde sus tiempos de alumno en el Colegio San José de Valladolid.

Me ocurre algo curioso: he estado tanto tiempo junto a él desde que volvió de Salamanca, tras dejar La Tribuna de Salamanca –donde sufrió algún que otro encontronazo y fatal disgusto para su delicada tensión con el propietario, Mariano Rodríguez–, que tengo la sensación de que no se ha marchado aún.

Cuando me llamó de madrugada para acompañarlo al Hospital Montepríncipe en una de sus múltiples excursiones para que le regularan la tensión, me lo encontré rodeado de un equipo del Samur que lo estaba pinchando y Julián se quejaba a la enfermera: “Aaaay, aaaay, dime si tienes algo que hacer esta noche, pero no sigas pinchándome”.

Y lo decía de verdad, pues más de una vez lo he visto conquistar a una desconocida en un tiempo récord, con unas palabras y una mirada con sus enormes ojos verdes.

Mas luego del flechazo pasaba al abatimiento más desolador cuando comprobaba tiempo después –más pronto que tarde, habida cuenta de su carácter impulsivo– que tras el objeto de sus dardos amorosos se ocultaban hermosuras desalmadas, bellos continentes sin contenido.

Luego del viaje atropellado en la ambulancia y de su ingreso en el centro que dirige el doctor Juan Abarca, su amigo y consejero, Julián se levantó de la camilla ante mi consternación y disgusto tras ser estabilizado y, después de firmar un papel en el que eximía de toda responsabilidad al médico de guardia, volvíamos a casa tres horas después de uno de los mayores sustos que sufrió en la capital.

Sólo aprendí de él cosas buenas y también que la vida, recelosa de sus secretos y placeres, sólo nos regala una única oportunidad, a veces demasiado escasa. Rebosaba felicidad junto a Yolanda, en Paraguay, en el pueblecito de Simón Bolívar donde se encontraba proyectando una escuela para enseñar a leer a los inditos.

Su facilidad para emborronar folios, uno detrás de otro, y la rapidez con la que redactó sus memorias, que contrastaba con mi perfeccionismo y morosidad en la corrección de pruebas de Un hombre solo, algo que lo desesperaba (a él y a Raúl Mir, su editor), denotaba que los flujos y hálitos de vitales de Julián estaban hechos de palabras.

“Este niño es literato”, le decían los jesuitas a su madre. Lector empedernido, devoraba y escribía poesía –fue él quien me descubrió a Walt Whitman y me hizo leer a León Felipe– y queda de momento inédito un poemario que Julián estaba preparando, venido ya a la esencia de las cosas, al canto de la palabra y a la caricia de la metáfora. También quedan inéditas su segunda parte de las memorias –Julián contó el 10% de lo que sabía– y un libro de entrevistas a cien republicanos, que considero necesario y esclarecedor y que ha quedado a medias.

Julián paladeaba cada sílaba, mientras de sorbo en sorbo apuraba un zumo individual de los que se beben con pajita, leyéndome “Vida”, el poema que cierra el Cuaderno de Nueva York de José Hierro, que el vate había dedicado a su nieta, Paula Romero: “Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / Después de nada, o después de todo / supe que todo no era más que nada. / […] Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada.”

Han sido dos meses y medio de llamadas al Centro Médico Bautista, de lágrimas que no parecían querer dejar de brotar, de incertidumbre, de peticiones de aviones para su traslado. Pero él estaba decidido a no permitir el dar lugar a tanto trajín. Julián escuchaba lo que le decían, especialmente en los momentos en que su salud recobró una evidente mejoría: apretaba manos, abría los ojos, movía la boca y algunas enfermeras me aseguraban que había días en que obedecía a las pequeñas indicaciones para proceder a su aseo que, con mucho cariño, le hacían.

Estoy absolutamente convencido de que llegó a sus oídos en la sala de cuidados intensivos que el avión Global Express XRS se averió en Torrejón de Ardoz y Julián se fue dejando morir.

El viernes 31 de julio se agravó su situación enormemente: el doctor Prado me dijo que me fuera preparando y la llamada de la madrugada de la noche del 3 al 4 supe al escuchar el timbre siempre molesto que al otro lado del teléfono móvil, una mujer muy joven no iba a ser capaz de decirme nada, excepto dejar que un llanto profundo y desconsolado cruzara el Atlántico hasta mi oído… para dejarme hecho añicos.

A pesar de todo, Julián no parece quererse ir; a pesar de la daga que llevo desde el 4 de agosto atravesada en la garganta, me sigue contando cosas y aconsejándome. Julián me acompaña: me acompañará siempre. Nos acompañará a todos los que entendamos que, especialmente en este tiempo líquido de la ultramodernidad donde ya no hay certezas y sí muchos profetas de lo relativo, no existe nada por encima del compromiso personal con unos principios éticos y unos valores. Lo demás, como diría Hierro, es “ceniza de la nada”.

David Felipe Arranz es sobrino de Julián Lago

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