Por Alfonso Rojo
En 1978 llegué a la conclusión de que mi etapa de fotógrafo de un diario había concluido. Se aproximaba el momento de dar un salto cualitativo y probar si era capaz de imitar al protagonista de ‘Foreign Correspondent’.
En Centroamérica las mujeres no son rubias y hace demasiado calor para lucir una gabardina cruzada, pero era el lugar del mundo donde parecía estar fraguándose una revolución y decidí ir a comprobarlo.
Con el talón que me regalo mi madre en un bolsillo y las 100.000 pesetas que recibí por la foto de Fraga en otro, partí hacia el Nuevo Mundo.
Me sentía entusiasmado y distinto a todos mis colegas. Iba atraído por el olor acre de la pólvora y el deseo de hacerme famoso.
Al llegar a Nicaragua comprobé que otros, de otras nacionalidades y otros orígenes, habían tenido ideas parecidas.
Cuando se bucea en la hemeroteca se descubre que ese proceso se repite desde hace doscientos años, desde que William Howard Russell rompió el fuego y puso los cimientos en Balaklava (El miserable antecesor de una tribu desgraciada).
Cinco años después de la conclusión de la Guerra de Crimea estalló la Guerra de Secesión norteamericana (1861-65) y mas de mil intrépidos candidatos a reportero acudieron en tropel a cubrir la contienda, cautivados por el afán de riesgo, el lógico deseo de hacer fortuna y la enfermiza ambición de cosechar la gloria.
La Guerra de Secesión creó una tremenda demanda de noticias. La circulación de los diarios se disparó hacia arriba y crecieron las ventas. Se incrementaron notablemente los ingresos, pero eran editores de otra pasta diferente a los actuales, y en lugar de repartir dividendos entre sus accionistas y parientes, prefirieron reinvertir sus ganancias y despachar mas reporteros hacia los campos de batalla.
Un buen ejemplo de esta tendencia fue el New York Herald, que destacó 63 hombres en los distintos frentes e invirtió un millón de dólares en la cobertura del conflicto.
El New York Tribune y el New York Times, sus más directos competidores, utilizaron cada uno los servicios de una veintena de corresponsales, y hasta los periódicos humildes de localidades como Boston o Cincinnati tenían a gala contar con su propia gente en las trincheras.
La fotografía, que menos de diez años antes, en Crimea, había sido algo balbuceante y con Roger Fenton como único protagonista, cogió vuelo y prueba de ello es la fabulosa colección de más de 7000 imágnes del conflicto que conserva la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
EL TIGRE CRUZA EL ATLÁNTICO
Russell no fue el único periodista eminente que cruzó el Océano Atlántico. Más de una docena de corresponsales europeos se desplazaron a Estados Unidos para escribir sobre el conflicto, aunque solo uno de ellos, un francés bajito, médico de profesión y que alardeaba de haber entrado en Richmond apenas cinco minutos después de que lo hiciera el general Ulysses Grant, estaba destinado a dejar una marca indeleble en la historia de su tiempo.
Se llamaba George Clemenceau y era enviado especial del rotativo parisino Le Temps.
Clemenceau había abandonado Francia tras verse implicado en uno de los típicos enredos políticos de la época y, una vez finalizada la guerra, prosiguió su corresponsalía desde Nueva York.
Publicaba de forma espasmódica y, como eso no le llegaba para comer, se vio forzado a impartir clases de francés en un colegio para señoritas de Connecticut.
Retornó a Francia en 1869 y, a partir de ese momento, emprendió una imperturbable marcha hacia la cúspide. Clemenceau, al que sus contemporáneos apelaban el Tigre, fue el indomable periodista que salvó el honor nacional denunciando el rampante antisemitismo y la injusticia de los altos oficiales franceses en el «Caso Dreyfus».
Ocupó en dos ocasiones el puesto de primer ministro y contribuyó de manera denodada a mantener el espíritu combativo de los aliados en los momentos mas sombríos de la Primera Guerra Mundial.
A pesar de la presencia de leyendas vivientes extranjeras como William Russell, cuyo rotativo vendía sesenta mil copias diarias y, en palabras del presidente Abraham Lincoln, era «tan poderoso como el río Mississippi», y de visitantes foráneos tan ilustres como George Clemenceau, la contienda civil norteamericana fue, ante todo, un acontecimiento periodístico doméstico.
Por primera vez en la Historia era posible utilizar el telégrafo a gran escala. En los estados del este de Norteamérica existían más de setenta y cinco mil kilómetros de línea telegráfica y, aunque las tarifas eran elevadas y las compañías exigían a menudo el pago al contado y por adelantado, la nota ‘by telegraph’ se hizo frecuente.
Periódicos que habían comenzado el conflicto incluyendo ocasionalmente una columna de avisos telegráficos, pasaron a llenar dos páginas y adoptaron la costumbre de dejar una de ellas abierta hasta última hora para incluir noticias frescas.
Como consecuencia de todo esto, la cobertura de la Guerra de Secesión no fue solo más extensa que la de cualquier suceso bélico anterior, sino más inmediata y cercana.
A diferencia de lo ocurrido hasta entonces, el público podía leer lo que había sucedido la víspera y no lo que había pasado la semana previa o un mes antes.
Todos los elementos coincidieron para convertir Estados Unidos en una nación de grandes diarios y de amplio número de lectores de periódico.
«Fue durante la Guerra de Secesión -reseñó en 1901, en un artículo de fondo, el sesudo New York Times- cuando los diarios de Nueva York tomaron conciencia de los dos principios básicos que han hecho posible lo que son hoy: uno es la importancia de lograr noticias en exclusiva, y otro lo fundamental que resulta responder a la demanda popular con informaciones adecuadas sobre lo que ocurre en el mundo para ampliar la circulación.»
A pesar de las oportunidades que ofrecía el contexto, los corresponsales no estuvieron a la altura de las circunstancias. Como muchos otros aspectos de la contienda civil, los reporteros de la denominada «brigada bohemia» fueron sublimados hasta la leyenda.
Entre las anécdotas, una de las más curiosas se atribuye a Joseph ‘Joe’ Howard, enviado especial del New York Times, de quien se asegura que en una ocasión hizo enviar por telégrafo la genealogía completa de Jesucristo para mantener la línea ocupada e impedir que sus colegas pudieran transmitir a tiempo sus crónicas.
Los creadores del mito obviaron prudentemente que la mayoría de los corresponsales eran unos solemnes ignorantes, descaradamente deshonestos y carentes de ética, y que sus despachos eran frecuentemente inexactos, ocasionalmente inventados y sistemáticamente parciales.
En palabras de uno de los mejores reporteros de la época:
«Buena parte de los hombres que se presentaron a cubrir los avatares de la guerra estaban más dotados para conducir ganado que para escribir en los periódicos».
El resultado está a la vista en las hemerotecas: una serie de piezas sobre el rugido de los cáñones, los silbidos de las balas y el valor sobrehumano de los hombres, trufadas con las declaraciones del capitán o coronel con quien el reportero de turno había compartido la botella de whisky la noche anterior.
La objetividad fue una cualidad realmente escasa, en contraste con el sensacionalismo, el estilo declamatorio o la pasión.
Muchos corresponsales, en ambos bandos, consideraban parte integral de su trabajo mantener alta la moral de sus tropas y la de la población civil que esperaba en la retaguardia.
En consecuencia, una escaramuza se transformaba en «gloriosa y aplastante victoria», una derrota se convertía en «retirada estratégica ante un enemigo abrumadoramente superior en número», un soldado no resultaba muerto en acción sino que era «sacrificado a la diabólica ambición del implacable enemigo», las mujeres de los sudistas llevaban «collares hechos con ojos de yanquis», mientras los norteños usaban «cabezas de confederados para jugar al fútbol».
Las razones por las que fracasaron tan miserablemente son fáciles de entender. La Associated Press, la única organización que disponía de recursos suficientes para intentar una cobertura global del conflicto, estaba en pañales.
Muchos corresponsales carecían de experiencia y no pocos habían sido seleccionados porque sabían como manejar la tecla del telégrafo. Las condiciones laborales, que nunca incluían los gastos, y los sueldos -entre diez y veinticinco dólares semanales- eran demasiado ralos para atraer a gente de talento.
El trabajo era, física y emocionalmente, agotador. Las historias debían ser redactadas y enviadas el mismo día de los combates, lo que obligaba al sufrido reportero a escribir durante la noche, encaramarse al caballo antes del amanecer, galopar hasta la estación de tren más cercana, transmitir su mensaje y cabalgar de vuelta al escenario de la batalla, observar como evolucionaba la lucha y repetir la operación.
Así hasta que se imponía claramente uno de los contendientes.
A pesar de todo, los editores solían ser irracionalmente exigentes con sus subalternos. Bastaba la inclusión de los sangrientos detalles de una batalla importante para que cualquier diario neoyorquino quintuplicase sus ventas.
El Philadelphia Inquirer, cuyas oficinas estaban literalmente pegadas a las trincheras, llegó a vender hasta 25.000 copias de una edición entre los soldados destacados en el frente.
Esto significaba dinero e impulsó a los editores a presionar inclementemente a sus reporteros. William F. Storey, del Chicago Times, envió la siguiente orden escrita a uno de sus corresponsales:
«Telegrafía todas las noticias que puedas conseguir y, si no hay noticias, envía rumores.»
Atrapados en ese infernal mecanismo comercial, los periodistas comenzaron a preocuparse mas por el scoop -la noticia que tiene uno en exclusiva porque ha llegado antes que los demás o ha sido el único en enterarse- que por la exactitud o la veracidad de sus informaciones.
Los hombres sobre el terreno descubrieron muy pronto que tenían muchas más probabilidades de ser despedidos por no enviar novedades chocantes, que por telegrafiar historias falsas.
En consecuencia, muchos se dedicaron a fabular. Se podía esperar que los reporteros europeos, más experimentados, más maduros y menos implicados que sus colegas americanos, actuaran mejor.
Desafortunadamente, la mayoría fueron tan malos como los norteamericanos, y algunos incluso peores.
Más sutiles en las formas, más hábiles en el manejo de la propaganda y mejor asistidos por sus intrigantes editores, consiguieron confundir a la opinión publica sobre lo que estaba ocurriendo al otro lado del Atlántico.
El Times londinense fue particularmente nefasto. Bajo la dirección de John Delane, el órgano de opinión más importante del mundo respaldaba las ambiciones secesionistas de los confederados (La verdad sobre todo lo que veas).
Las élites mercantiles británicas, a las que se dirigía el Times, sentían mayor preocupación por sus intereses comerciales en los estados del sur que por la rectitud de los estados del norte opuestos moralmente a la esclavitud.
Es expuesto para un reportero divergir abiertamente con la línea editorial de su periódico, pero Russell era un irlandés tozudo y, siempre que lo consideró conveniente, se permitió discrepar.
Cuando las notas de Russell no se ajustaron a sus designios, Delane forzó la realidad para acoplarla a sus propósitos.
Las disonancias con el gigante de Balaklava fueron creciendo, y al final, como triste colofón, se empañó para siempre la estrecha y cordial relación existente entre el impar reportero y el sobresaliente director (El jefe de pista y el acróbata).