ALFONSO ROJO

REPORTERO DE GUERRA: Fotógrafos, el audaz ‘Bang-Bang Club’ (XII)

La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: Fotógrafos, el audaz 'Bang-Bang Club' (XII)
El fotógrafo James Nachtwey trabajando, en medio del tiroteo. AL

Se juegan el pellejo en cada disparo, como demuestran los casos de Patrick Chauvel, Juantxu Rodríguez, John Hoagland, Miguel Gil, Kurt Schork, Tim Hetherington, Chris Hondros, Joao Silva, Anja Niedringhaus, Christian Poveda y tantos otros.

Son quienes nos enseñan gráficamente el espanto y arriesgan como nadie la vida en el empeño. D

e todos los testigos de la espeluznante realidad bélica, el fotógrafo -y el camarógrafo televisivo- es el único que no puede mirar hacia otro lado en momento alguno.

Los siempre temerarios miembros de eso que en el argot profesional se denonima con cariño y admiración el Bang-Bang Club son nuestros ojos sobre el terreno.

Nos enseñan lo que no queremos ver.

Son ellos, con su valor y entrega, quienes aportan la prueba irrefutable de los estragos de la violencia.

Concentran su mirada en el pequeño visor de la cámara mientras llueven las balas. Prestan a veces más atención al encuadre que a su propia seguridad, como queda palpable en la escena que aparece en la fotografía de apertura, donde el genial James Nachtwey busca el encuadre perfecto y enfoca inmutable, sin siquiera buscar una cubierta, mientras silban las balas a su alrededor.

No hay actividad periodística más peligrosa en la guerra y prueba de ello es el elevado porcentaje de reporteros gráficos que pierden la vida bajo el fuego, mucho más alto que el de los que sólo escriben o analizan.

El pionero en esa actividad singular fue Roger Fenton, quien en 1855 y mediante la técnica del colodión húmedo, capturó durante la Guerra de Crimea las primeras fotografías jamás hechas de un conflicto bélico.

En All World Wars podemos ver un sinfín de estas inmortales y pioneras escenas de valor histórico incalculable. No son imágenes de acción y rara vez retratan de forma cercana muertos o heridos, como si al autor le acongojase presentar al público la bestial realidad de la batalla.

Lo que no ha cambiado mucho es la afición de los reporteros de guerra a hacerse fotos a si mismos en los preludios de la acción, sugiriendo que en el fondo de su alma presinten que cualquier jornada puede ser la última y haya que dejar, previsoramente, un recuerdo para la posteridad.

Una modalidad que practicaba divertido el francés Chris Lafaille hace tres décadas, consistía en retratarse a si mismo cada mañana mirando el espejo del cuarto de baño de la habitación del hotel, pero hay muchas variantes. El propio Fenton, con fusil y vestido de zuavo, se hizo un famoso autorretrato durante su estancia en Crimea.

Fenton eludió de forma consciente el morbo y el espanto del conflicto. En contraste, quien no se andaba con rodeos era Russell, que, en contra de lo que parecía natural en la época, no se dedicó a redactar tronantes loas sobre la gloria de los victoriosos soldados de su majestad (El miserable antecesor de una tribu desgraciada).

Día tras día, martilleó a su ‘parroquia‘ con artículos sobre las penosas condiciones en que se obligaba a vivir a la tropa acantonada al suroeste de Sebastopol:

«…en el hospital no se presta la menor atención a la decencia o la limpieza, la fetidez es espantosa y, por lo que puedo observar, estos hombres mueren sin que se haga el mínimo esfuerzo para salvarlos… los enfermos parecen ser atendidos por los enfermos y los moribundos por los moribundos…»

La víspera de la batalla de Balaklava, Russell no escribió sobre el lustre de la guerra sino sobre el estremecedor estado de la tropa:

«De los 35.600 hombres, no mas de 16.500 continúan siendo hábiles para el servicio; desde principios de mes, más de setecientos han sido considerados inválidos y todo se debe a las enfermedades y la miseria.»

Ese fue el ejercito que, al amanecer del día siguiente, 25 de octubre de 1854, fue atacado por los rusos en las inmediaciones de Balaklava.

Al principio los turcos aguantaron con bravura la embestida de la infantería rusa y la Brigada Pesada británica cargó con éxito, pero de repente algo empezó a rodar mal y desde el Estado Mayor se impartió a toda prisa la orden de que entrara en acción la Caballería Ligera.

En su largo y vívido relato, Russell escribió:

«…Don Quijote, en su arremetida contra los molinos de viento, no parecía tan imprudente y temerario como los gallardos caballeros que se alistaron para precipitarse hacia una muerte casi segura… hasta alcanzar los cañones enemigos era necesario recorrer una llanura de dos kilómetros de largo… diez minutos antes de las once, nuestra Brigada de Caballería Ligera avanzó… sumaban 607 sables… marcharon en dos hileras, acelerando el paso a medida que se aproximaban al enemigo… a las 11.35 ni un solo soldado británico, excepto los muertos y los moribundos, quedaba frente a los sangrientos cañones moscovitas: 607 entraron en acción, 198 retornaron; 409 se perdieron para siempre.»

Hoy, el valle donde se desarrolló la batalla está cubierto de viñedos y es extraordinariamente fértil. Los tractoristas de lo que antaño, en tiempos de la URSS, era la Granja Colectiva Gully aseguran que, cada vez que labran la tierra, las rejas de los arados hacen aflorar a la superficie huesos humanos.

Parte de los restos corresponden, probablemente, a los 409 húsares de la Brigada de Caballería Ligera y a los 19.000 soldados de su Majestad británica caídos durante la Guerra de Crimea, pero la mayoría proceden de cosacos zaristas y de las decenas de miles de soldados soviéticos destripados por los carros blindados y la artillería de la Wehrmacht, cuando las tropas de Hitler invadieron Crimea en 1941.

Una apresurada crónica de Russell sobre la desastrosa carga realizada por la Caballería Ligera el 25 de octubre fue publicada en las paginas del Times el 11 de noviembre y completada, con todo lujo de detalles sangrientos, dos días después, precipitando a la nación en la pena y desatando un torbellino político.

La congoja y la tormenta continuaron ahondándose a medida que se divulgaban nuevos reportajes de Russell:

«…el pueblo inglés debe saber que el miserable mendigo que vaga bajo la lluvia por las calles de Londres lleva una vida de príncipe comparada con la de los soldados británicos que están en Crimea luchando por su país y que, según reiteran complacidas las autoridades, son el ejercito mejor dotado de Europa…»

Utilizando como ariete las desgarradas crónicas de enviado especial del Times, Delane atacó con fiereza al gobierno en sus editoriales.

Los artículos del Times imbuyeron en la opinión publica la idea de que tropas británicas morían en un campo de batalla extranjero sin apenas disparar un tiro y sin oportunidad alguna de defenderse.

VALIENTES, PRESUMIDOS E INSEGUROS

Como muchos de los miembros de la ‘desventurada tribu‘ que procreó, Russell era profundamente inseguro. Delane solo lograba mantenerlo activo con un continuo flujo de alabanzas a su estilo literario, a su espíritu de iniciativa y a su perspicacia.

Entre las habilidades del precursor Russell se incluía su destreza para recrear vívidamente una historia sin haber sido testigo directo de ella.

Uno de sus trucos consistía en parar a todo soldado u oficial que retornaba de la acción e inquirir el máximo de detalles, lo que sigue siendo parte del modus operandi de todos los corresponsales de guerra del planeta.

Descubrió, como nos ha ocurrido a todos, que los relatos de los testigos directos de un mismo hecho suelen diferir y a menudo son contradictorios. En la capacidad de equilibrar los testimonios, separando el grano de la paja, reside el talento de cada uno.

Ya en ese tiempo emergían dos técnicas distintas de corresponsalía de guerra. Russell se centraba en el panorama general y explicaba al lector como se había desarrollado la batalla y lo que había conducido a la victoria o a la derrota.

Otros, como el joven Edwin Lawrence Godkin, quien cubrió la guerra de Crimea para el Daily News londinense -un diario fundado por Charles Dickens en 1846-, construía sus relatos en torno a los efectos del conflicto en individuos concretos.

Soy de los convencidos de que esta segunda técnica, ir de la anécdota a la categoría como hacía el genial Ernie Pyle durante la II Guerra Mundial, es mucho más efectiva, aunque entraña siempre el riesgo de que los estirados y estreñidos que engordan el culo en la redacción, te acusen de ‘sensacionalista‘ o ‘superficial‘.

CUANDO DESCUBRIERON LA CENSURA

Una de las inestimables ventajas con que contaron Russell, Godkin y los pioneros del reporterismo de guerra fue la ausencia de censura organizada. No es que a lord Raglan y sus oficiales les agradara la presencia de los periodistas, y de buena gana los hubieran corrido a cartuchazos por la estepa rusa, pero el fenómeno del corresponsal bélico profesional era tan nuevo que los ejércitos no se habían preparado para afrontarlo.

La muerte de Raglan, víctima de una mezcla de disentería y depresión diez días después de su desastrosa ofensiva contra Sebastopol en junio de 1855, provocó un súbito cambio de actitud en Gran Bretaña.

La reina Victoria no ocultó su disgusto con el Times, por sus feroces ataques contra Raglan; el príncipe Alberto llegó al extremo de calificar públicamente a Russell de «miserable escritorzuelo» y el secretario de la Guerra sugirió que el diario y su reportero estaban cercanos a la traición.

Aprovechando la marea y con todo tipo de parabienes gubernamentales, el nuevo comandante en jefe, sir William Codrington, promulgó el 25 de febrero de 1856 una orden que ha pasado a la historia como el origen de la censura militar.

Codrington prohibió la publicación de detalles que pudieran ser «valiosos al enemigo» y autorizó la expulsión inmediata de todo corresponsal sospechoso de haberlo hecho.

Cuando los envarados oficiales británicos destacados en Crimea dieron ese histórico paso era ya muy tarde para ellos, porque estaban a punto de cesar las hostilidades, pero su decisión sentó un pecaminoso precedente.

El concepto de «detalles valiosos al enemigo» es tan etéreo y maleable que permite solapar todo tipo de arbitrariedad.

Cuando Gran Bretaña entró de nuevo en guerra, en esta ocasión contra los indómitos boers sudafricanos, los oficiales de Su Majestad aplicaron la censura como algo «justo y necesario», y desde entonces la desigual pugna contra los censores militares se ha convertido en uno de los principales rasgos del reporterismo bélico.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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