La perversa pero muy rentable conjura del embuste entre editores, reporteros y lectores

REPORTERO DE GUERRA: ‘Fake News’, bulos, loros, leones y otras mentiras (XXIX)

La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: 'Fake News', bulos, loros, leones y otras mentiras (XXIX)
El editor William Randolph Hearst y el lema que hizo célebre: "¡Al infierno España! !Recordad el Maine!". PD

Por Alfonso Rojo

Januarius Aloysius MacGahan no fue el único corresponsal cuyos artículos actuaron como catalizador de conflictos bélicos a finales del siglo XIX, ni Winston Churchill fue el singular político-periodista enamorado de un sueño imperial y resuelto a meter a su nación en la batalla.

Hubo otros, como el reportero Richard Harding Davis o el editor del New York Journal, William Randolph Hearst, cuya intervención fue decisiva en el Desastre del 98 y en el inicio de la Guerra Hispano-Norteamericana.

Ambos estaban mucho menos preocupados por el sufrimiento humano que MacGahan y eran bastante mas inmorales que Churchill.

La muestra más evidente de la deshonestidad de Hearst es su intercambio de telegramas con Frederic Remington, el artista que mejor reflejó el indómito Oeste, al que el editor había despachado a Cuba para que ilustrase con sus dibujos lo que el embustero Davis reflejaba con palabras («Mensajero para García»).

Remington desembarcó en la isla y, sorprendido por la paz reinante, envió un mensaje al periódico:

«Todo está tranquilo; no hay problemas aquí; no habrá guerra; deseo regresar.»

Hearst no perdió un minuto en abalanzarse sobre el telégrafo y teclear personalmente la respuesta:

«Permanece ahí, por favor; tu manda las imágenes; yo suministraré la guerra.»

Obediente, Remington ilustró, con tanta maestría como imaginación, todo lo que se le puso a tiro, incluida la ‘heroica‘ carga de los Rough Riders del futuro presidente Theodore Roosevelt contra una columna donde se habían atrincherado los españoles leales a la Metrópoli.

Hearst, como Davis o Roosevelt, consideraba que Estados Unidos debía intervenir en ayuda de los rebeldes cubanos que intentaban independizarse de la Corona española y quedarse con los despojos.

El famoso artículo «La muerte de Rodríguez» es un saludable ejemplo de la forma en que reportero y editor aprovechaban la menor ocasión para inflamar la opinión publica estadounidense.

Tras una escaramuza en la que la suerte fue adversa para los insurgentes, Rodríguez cayó en manos de los españoles, que le condenaron a muerte y lo remitieron al paredón.

La crónica de Davis, quien asistió a la ejecución, concluía así:

«…cuando miré hacia atrás, la figura del joven cubano, que ya no formaba parte del mundo de Santa Clara, yacía en la húmeda hierba con los brazos inmóviles atados a la espalda, el escapulario enredado sobre el rostro y la sangre del pecho hundiéndose en la tierra que había tratado de liberar.»

El New York Journal sostenía una descarnada batalla por el liderazgo periodístico con The World, el rotativo de Joseph Pulitzer, y el dramático relato del fusilamiento de Rodríguez hizo subir las ventas.

Hearst era un lince y, como casi todos los editores con dos dedos de frente, sabía que una buena guerra dispara automáticamente la circulación. En consecuencia, hizo todo lo posible por provocarla.

Otra de sus proezas consistió en convertir a Evangelina Cisneros, una muchacha de diecisiete años, en la Juana de Arco cubana.

Hearst aportó hasta el dinero que sirvió a uno de sus reporteros para sobornar a los guardianes de la prisión donde se marchitaba Evangelina y la presentó en el Madison Square Garden como «victima de la rapacidad sexual de los pervertidos españoles».

El 15 de Febrero de 1898 a las 21:40 horas, un inesperado accidente vino a turbar el bullicio noctámbulo de La Habana. Una explosión en el acorazado estadounidense USS Maine, atracado en el puerto, lo hundió irremediablemente… dos oficiales y 266 marinos perdían la vida.

Después de 117 años, aquel episodio sigue siendo objeto de controversia y misterio, ya que no se sabe aún a ciencia cierta qué o quién produjo la deflagración.

Lo único seguro es que cambió el curso de la historia y que EEUU lo utilizó como excusa para intervenir en Cuba, algo que el entonces inexperto ‘Gigante del Norte’ ya planeaba en su carrera para convertirse en la primera potencia militar del siglo XX.

Los planes estadounidenses se vieron favorecidos por la inestabilidad económica española, la debilidad del gobierno del liberal Práxedes Mateo Sagasta y los aires de independencia que soplaban cada vez con más intensidad en Cuba.

Las autoridades españolas insistieron en que había sido un accidente y sugirieron la posibilidad de establecer una comisión investigadora.

Hearst, sin prueba sólida alguna, atribuyó la voladura a una «maquina infernal», puso de moda la frase ‘Remember the Maine’, engordó la veta chauvinista estadounidense y logró proporcionar a sus corresponsales la guerra que les había prometido.

Dos días después de la explosión del acorazado, el New York Journal titulaba a toda plana «La destrucción del acorazado Maine fue obra del enemigo», «Los oficiales de la Marina piensan que el Maine fue destruido por una mina española».

Iba acompañado de un dibujo del barco explotando sobre unas minas conectadas por cable con las fortalezas de La Habana.

Cuatro días después pedía la intervención militar en la isla y llamaba «cerdos» a los que daban más importancia a la caída de sus acciones en la Bolsa de Wall Street que al «asesinato de (266) marineros norteamericanos».

El entusiasmo bélico del New York Journal llevó a que se bautizara el conflicto como «The Hearst War» (la guerra de Hearst).

Para los reporteros norteamericanos fue una campaña ideal. No había limite de gastos y marchaban con el bando vencedor (La Brigada Bohemia y la botella de whisky).

El que precisó una lancha, la tuvo, y el que deseó ocupar el telégrafo durante horas, pudo hacerlo. A la búsqueda de la conmoción, los editores fueron ampliando los caracteres hasta que unas pocas palabras llenaron la portada.

Como el material de los corresponsales debía ajustarse a los desmesurados titulares, muchos terminaron exagerando grotescamente las noticias, lo que no pareció importar excesivamente ni al público ni a los que pagaban las dietas (Los clanes de la ‘Tribu’).

EL LORO DE ANASTASIO SOMOZA

Esa conjura del embuste entre editores, reporteros y lectores había cristalizado con anterioridad, se reprodujo posteriormente y sigue acaeciendo de vez en cuando.

En las horas siguientes a la caída de Anastasio Somoza, en julio de 1979, algún enviado especial extranjero mandó reportajes en los que se describía con todo lujo de detalles el «foso con leones donde el dictador nicaragüense arrojaba a sus presos políticos».

Sus lectores disfrutaron y sus jefes le felicitaron, indiferentes al hecho de que los únicos animales salvajes que poseía Somoza eran loros y guacamayos.

Para mí, la cobertura de la revolución sandinista en Nicaragua fue un rito de iniciación, una etapa mágica que me permitió dar un brinco descomunal en la profesión (El bautismo de fuego y la inmortalidad).

En septiembre de 1978, en la trastienda de una librería de San José de Costa Rica, había entrevistado a Edén Pastora, el mítico Comandante Cero.

Dos semanas antes, Pastora había encabezado el asalto al Palacio Nacional nicaragüense y obligado a Somoza a liberar a sesenta presos y aflojar diez millones de dólares. Pastora fue conciso, pero dejó entrever que pronto correría la pólvora en la vecina Nicaragua.

Al día siguiente tomé el avión a Managua. En esa época la primera gran generación de reporteros de guerra integrada por Miguel de la Quadra Salcedo, Manu Leguineche, Vicente Talón, Jesús González Green, Enrique Meneses, Vicente Romero, Juan Carlos Algañaraz, Javier Nart… llevaba ya más de una década en el tajo.

Ahora, la moda, lo ‘guay‘ es que te ha inspirado Ryszard Kapuściński, lo que es más falso que un duro de madera porque no estaba traducido al castellano, no leíamos polaco y ni sabíamos quien era.

Nuestro maestro y hay que decirlo con orgullo, era producto nacional, estaba gordo, jugaba al mus, cazaba perdices y se llamaba ‘Manu‘.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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