La suerte existe, pero solo la que uno busca, la que uno provoca y llama hasta que se digna responder.
Y entonces hay que saber explotarla.
Con esa intención, aunque sin excesivo éxito, sucumbí a la fantasía casi universal entre los periodistas: escribir un libro.
El primero mío se tituló ‘La comida del tigre‘, lo redacté con letra escolar, a mano, en tres cuadernos infantiles que todavía conservo y versaba sobre la vida en el campamento guerrillero que compartí con los sandinistas, antes de que en abril de 1979 cayeran sobre Estelí, fracasaran y yo fuera hecho prisionero por la tropas de Somoza (¿Quien me mandaría a mi meterme en esto?).
Podía haberme limitado a hacer un relato fiel, periodístico, de mis duras vivencias en los cerros, pero quería algo de más enjundia y me equivoqué.
Debo confesar, casi con rubor, que en aquellos momentos, cuando andaba con los rebeldes pasando hambre y batallando con los piojos a la espera de lanzar la ‘Ofensiva Final’, pensé que mi obra primeriza iba a ser el equivalente español de ‘Los perros de la guerra’ y que me consagraría como la versión latina de Frederick Forsyth.
La realidad es que la obra, que primero examinó y rechazó la Editorial Planeta y terminó siendo publicada por los entusiastas de Penthalon, pasó sin pena y casi sin gloria.
Una de las obsesiones de todo reportero es publicar un libro, de lo que sea pero con tapas duras y muchas páginas. Un objeto permanente y susceptible de ser colocado en una estantería.
Probablemente es algo íntimamente relacionado con la fugacidad del trabajo periodístico y de esa ley de hierro de la profesión, según la cual la mejor crónica de hoy solo sirve para envolver el pescado de mañana.
No creo que fuera el poco impacto de ‘La comida del tigre‘ lo que me retrajera, sino la incesante y vertiginosa actividad como reportero en la que me sumergí tras salir ileso y triunfante de mi captura, sucedáneo de fuga, interrogatorio y deportación en Nicaragua, pero hasta once años después no volví a escribir y publicar otro libro.
Y con un resultado diametralmente opuesto, porque el ‘Diario de la Guerra’ que hice en Irak, durante la primera Guerra del Golfo, tecleando ya en un ordenador personal y registrando con meticulosidad de entomólogo la peripecia de los 55 días que permanecí bajo las bombas en Bagdad, buena parte de ellos acompañado solamente por Peter Arnett y de mis amigos rusos, fue un éxito de ventas en España y se tradujo al francés, el portugués, el holandés y hasta el griego.
A partir de ahí, cogida la carrerilla y con un contrato primero con Planeta y después con Plaza y Janés, no paré.
En 1992, emulando el viaje de Miguel Strogoff, saqué ‘Moscú sin brújula’ donde describía el derrumbre de la Unión Soviética y trataba de barruntar lo que se nos venía encima.
Ese mismo año, a finales, usando como base el material que había ido mandando a ‘El Mundo’ durante muchos meses, publiqué ‘Yugoslavia, holocausto en los Balcanes’, cuyo principal error- visto con la perspectiva actual- fue culpar casi en exclusiva a los serbios de la espantosa carnicería que se desató en ese rincón de Europa.
En 1993, tras muchas visitas a Sudáfrica y coincidiendo con el referéndum en el que los blancos aceptaron otorgarle el derecho al voto a la mayoría negra, se acabó el oprobioso Apartheid y justo antes de las primeras elecciones democráticas en las que Nelson Mandela se convirtió en presidente, publiqué ‘La odisea de la tribu blanca’, donde se relata con perspectiva histórica la trágica y fascinante peripecia de los afrikaners (Un gigante polifacético llamado Winston Churchill).
Un par de años después, y decidido a cerrar la etapa de corresponsal-escritor y meterme de lleno en la de novelista, hice un texto enfocado sobre todo a los estudiantes de periodismo y las aulas universitarias titulado ‘Reportero de guerra’.
No me fue mal en ventas y hasta se hizo en edición de ‘supermercado‘, aunque debo reseñar que ni un sólo profesor español recomendó jamás la obra a sus alumnos, a pesar de que no hay apenas texto alguno sobre la materia.
Lo de las novelas me atrapó, hasta el punto de que hubo meses en que no podía dar un paso, ver una película o escuchar una conversación sin tomar notas, para usar las ideas o las frases en lo que plasmaría sobre el teclado después.
Todas mis novelas han tenido siempre como protagonistas a hombres perversos, mujeres ligeras de cascos, periodistas maquiavélicos, terroristas desquiciados y policías feroces. En 1996 publiqué ‘El sonido del cascabel’, al año siguiente ‘El ojo ajeno’, en 1998 salió ‘Instinto animal’, dos años depués ‘Pecado’ y en el 2002 ‘Matar para vivir’.
Y ahí se acabó el trajín, porque tuve una revelación. Retornaba en el avión de Iberia de Argentina, donde el 3 de diciembre de 2001 el gobierno radical de Fernando de la Rúa había impuesto el ‘corralito‘ prohibiendo a la ciudadanía sacar sus ahorros de los bancos y para pasar el tiempo, como la pelicula de a bordo era un tostón, comencé a releer una vieja edición de ‘La ciudad y los perros’ que me había comprado de saldo en una libreria de Buenos Aires.
A la altura de Canarias y ya enganchado otra vez por el relato, sirvieron el desayuno, momento en que eché un vistazo a la contraportada. Mario Vargas Llosa había publicado esa obra, que fue Premio Biblioteca Breve y Premio de la Crítica de España, en 1963.
Darme cuenta de que algo así había sido escrito por un tipo de 27 años y que yo acababa de cumplir los 50, me convenció de que Dios no me había creado para la Literatura con mayúsculas.
Quizá si para el reporterismo de guerra, pero no para algo tan sublime como lo que era capaz de hilvanar Vargas Llosa, quien antes de llegar al medio siglo de edad, ya había puesto en también circulación ‘La casa verde’, ‘Conversación en La Catedral’, ‘Pantaleón y las visitadoras’, ‘La tía Julia y el escribidor’, ‘La guerra del fin del mundo’, ‘Historia de Mayta’ y ‘¿Quién mató a Palomino Molero?’.
Lacerante. Para echarse a llorar. Nunca he envidiado el dinero o las mujeres de los otros, pero si el talento. Y Mario, como Gabriel García Márquez lo tenían a raudales ya en su juventud.
El periodismo no es un arte y ninguna de las crónicas que escribes jugándote el pellejo y al día siguiente te permiten pavonearte discretamente ante tus colegas, será leída o tenida en cuenta dentro de un siglo. Esa es una gran diferencia con los libros, por malos y apresurados que sean.
Y hay otro factor no desdeñable. En el periodismo compites con tus coetaneos y como ocurre en el tenis, puedes de mucho en mucho tener un golpe de fortuna que te haga sentirte unos instantes el equivalente de Nadal, Federer o Djokovic.
En la literatura, te mides con los grandes de todas las épocas y como en el atletismo, no hay casualidades que permitan hacer los 100 metros en menos de 10 segundos o saltar la barra de altura por encima de los 2,45, como hacía el cubano Sotomayor.
En la actualidad, los buenos escritores sólo se aproximan a las páginas de los diarios para redactar columnas o severos artículos de opinión y cobran una fortuna por ello.
Hubo un tiempo, sin embargo, en que también se asomaron al vértigo del reportaje como un medio de vida mientras remataban una soberbia novela o una magistral obra de teatro.
Alguno de los que han pasado inmerecidamente a la historia como la quintaesencia del corresponsal de guerra ni siquiera mostraba un ínfimo interés por la información cotidiana.
A propósito de un fornido joven que cubría la Conferencia de Génova para el Toronto Star y de quien hablaremos largo y tendido más adelante, uno de sus colegas escribió en 1922:
«Le importa un comino su trabajo, si se exceptúa que le permite sacar algo de dinero y confraternizar con otros escritores.»
El enviado del Toronto Star era un muchacho de veintitrés años y se llamaba Ernest Hemingway.
Volviendo a mi historia, y en el verano de 1979, cuando todavía no me había dado cuenta de que Dios no me había llamado todavía por el camino de Hemingway o Forsyth y todavía en la nube de haber sido portada de muchos periódicos e invitado de ‘La Clave’ que hacía Jose Luis Balbín en TVE, abordé un avión y partí de nuevo hacia Centroamérica.
El 19 de julio, cien días después de iniciar la ofensiva final que dio con mis huesos en la cárcel, los guerrilleros del Frente Sandinista habían entrado en Managua.
Anastasio Somoza había huido hacia Miami dos días antes. Ahora buscan otros refugios, pero en aquella época la «opción Florida» parecía atraer irresistiblemente a los dictadores latinoamericanos.
Probablemente es algo relacionado con el clima y la boyante economía local, pero sea la razón que sea, es en Miami donde desembocaban todos los malvados regionales cuando sus gobiernos se caían en pedazos.
Somoza aterrizó en el Miami International Airport acompañado de su familia, de sus generales, de su amante Dinorah, y de dos ataúdes que contenían los restos de su padre Tacho y de su hermano Luis, ambos ex presidentes de Nicaragua.
Con los féretros y sus «íntimos», el dictador se había llevado diez millones de dólares metidos en cajas de cartón, perros, gatos, jaulas de pájaros y el recuerdo de haber gobernado Nicaragua durante medio siglo como si fuera su finca privada.
En el bunker que se había hecho construir en la colina del Chipote, donde yo había sido interrogado en cueros vivos unos meses antes, justo al lado del Hotel Intercontinental, se olvidó un viejo loro que los guerrilleros desplumaron a balazos.
El 17 de septiembre de 1980, en Paraguay, donde había optado por irse pensando en un exilio muy prolongado, un comando guerrillero, integrado por montoneros argentinos y con el apoyo logístico de la embajada nicaragüense, atacó con lanzagranadas el Mercedes blindado del ex dictador.
Para extraer el cadáver fue preciso cortar con sopletes de acetileno los restos de chapa del automóvil. Durante tres días Nicaragua fue una fiesta.
Con la excepción de la guerra de Cuba, hay pocos acontecimientos bélicos en los que los periodistas extranjeros hayan jugado un papel tan relevante y sido tan decisivos para la victoria de uno de los bandos como la insurrección sandinista en Nicaragua.
Un papel por otra parte desastroso, a la vista de la mangancia, brutalidad, estupidez y desidia que impuso el FSLN y de lo mal que les ha seguido yendo a los nicaragüenses.
Son pecados por los que alguna vez tendremos que entonar un ‘mea culpa’ y cumplir cierta penitencia.