Una de las reglas no escritas de esta profesión es no citar nunca en una crónica a un taxista.
Como los chóferes más espabilados que pululan alrededor de los aeropuertos del Tercer Mundo suelen chapurrear idiomas, el recurso de los reporteros novatos, que llegan apretados de tiempo a una plaza nueva, es tirar de la lengua al parlanchín piloto camino del hotel y usar sus palabras entrecomilladas en la primera nota.
Craso error que se paga habitualmente con la conmiseración de los veteranos y la rechifla de los envidiosos de la redacción.
Otra de las artimañas que se aprende en seguida es que el taxista, a quien no debes citar ni en peligro de muerte, es un personaje esencial en tu operación periódistica. Es tan importante como lo eran antes, cuando no había móviles, ni sátélites de comunicaciones o Internet, la telefonista o la operadora de telex.
El éxito o el fracaso de un reportaje depende en gran medida del individuo malencarado, cetrino y apestoso que va al volante del vehículo.
Además de enhebrar unas palabras de inglés, el taxista ideal de un corresponsal de guerra debe ser a la vez oficina de cambio rodante, un tipo discreto, buen conocedor de edificios oficiales, sedes de movimientos extraños, calles y carreteras, un fixer nato y sobre todo, una fuente inagotable de información sobre lo que hacen y planean los periodistas de la competencia.
El fixer es el individuo capaz de solucionarlo todo, desde el envío urgente de un paquete hasta la reparación de un cierre de maleta, pasando por la obtención de gasolina en el mercado negro o de vitales salvoconductos.
En 2001, después de los atentados del 11-S y justo antes de que Estados Unidos atacara a los talibanes por albergar a Bin Laden y a los jefes de Al Qaeda, entré en Afganistán desde el norte.
Fue un viaje durísimo, que comenzó en Dushanbe, la capital de Tayikistán e incluyó el cruce de las alambradas que antaño marcaban el Telón de Acero y vadear de noche un río, para emprender una travesía espeluznante a bordo de un Lada hasta Sarobi, 60 kilómetros al norte de Kabul.
Fuimos juntos, apretados como sardinas en lata para ahorrar, el ruso Igor Mihalev, Diego Merry del Val del ‘ABC‘, Ramón Lobo de ‘El País‘, Gervasio Sánchez del ‘Heraldo de Aragón‘ y yo.
Tras sortear pasos a más de 5.000 metros de altura, esquivar precipicios escalofriantes y recorrer el Valle de Panjshir, llegamos a nuestro destino y allí, en lo que restaba de una antigua cooperativa soviética, nos pasamos dos meses observando el martilleo aliado sobre las posiciones talibanes.
A la hora de la verdad, hartos y viendo la Navidad casi encima, Ramón Lobo, Gervasio Sánchez y Diego Merry del Val se volvieron a casa. Ocuparon su puesto Evaristo Canete, Miguel de la Fuente, Vicenç San Clemente y Fran Sevilla, los chicos de TVE y RNE con los que entré en Kabul a bordo de una pick up justo a los diez días, cuando los que habían ‘desertado’ estarían entrando en casa o en sus respectivas redacciones.
Eso fue en 2001. Antes las cosas eran todavía más complejas.
Durante la fase ‘soviética‘ de la Guerra de Afganistán, que se prolongó toda la década de los ochenta, y hasta el asesinato del presidente Najibullá, la única manera de unirse con los grupos guerrilleros islámicos que operaban desde la frontera paquistaní con financiación saudí, apoyo del torvo servicio secreto de Islamabad y misiles Stinger enviados por Ronald Reagan, consistía en conseguir una recomendación de un facineroso local, dejarse barba veinte días, lavarse poco para no desentonar con los nativos, disfrazarse de guerrero pastún y tumbarse en el fondo de una furgoneta con una recua de malolientes mujaidines.
En caso de ser descubierto, el embrollo se arreglaba soltando unos billetes a los corrompibles policías tribales o volviendo con el rabo entre las piernas a Peshawar.
En 1989, cuando los veteranos del Ejercito Rojo se retiraban del país, tuve la fortuna de encontrar en el Hotel Greens de Peshawar a Muhammad Rafiq, un caduco conductor que tenía un truco mágico para atravesar el Paso del Kyber y la media docena de puestos de control anteriores a la frontera afgana.
Lo había descubierto Jorge Melgarejo, un reportero de corazón tierno que adoptaba niños afganos y los traía a curarse a España.
El taxista, a contrapelo de lo que parecía lógico, me aconsejaba vestirme de occidental y calzarme gafas de sol.
Escondía bajo la rueda de repuesto el turbante, el ‘chapán‘ en forma de chaqueta local y los pantalones bombachos que me harían falta después para no desentonar excesivamente con los locales.
También las cámaras y se ponía en camino recordando severo que había que mantener la boca cerrada en toda circunstancia y lugar.
Si no te sentías cómodo enturbantado, porque no es tan sencillo ajustarte dignamente en la cabeza tanta tela, se optaba por el pakul, esa variedad flexible y redondeada de sombrero masculino afgano, hecho de lana y siempre de color terroso: café, negro, gris…
Cada vez que nos detenían en los controles de la Policía Tribal, el taxista señalaba hacia mi y decía muy serio:
«El doctor va a ver al coronel.»
A ninguno de aquellos indocumentados bigotudos se le ocurría preguntar quién era el coronel y mucho menos pedir los documentos que me identificaban como médico.
Los que cuidan de la salud ajena en estas zonas deprimidas del mundo son más venerados por la población que los sacerdotes o los catedráticos.
Con las asombrosas características de un fenómeno como Rafiq, mi chófer habitual en Peshawar, solo había dos taxistas en el Hotel Rachid de Bagdad durante la Guerra del Golfo y sus prolegómenos: el negro» Mohamed Yauat y Yusef Hasan, alias Alí Babá.
El problema es que ambos, al igual que el resto de buscavidas que acechaban en el aparcamiento, descubrieron muy pronto que se podía ‘ordeñar‘ despiadadamente a los equipos de televisión, sobre todo a norteamericanos y japoneses y eso disparó los precios a niveles estratosféricos.
Nunca seremos capaces de cuantificar el mal que los pretenciosos de la televisión han hecho al reporterismo de a pie, tirando a manos llenas el dinero y encareciéndolo todo.
El proceso de corrupción comenzó a mediados de noviembre de 1990, cuando el grueso de los periodistas se trasladó al Rachid. Hasta entonces la gente se concentraba en el Hotel Sheraton y en el Palestina, y establecía acuerdos razonables con los conductores de la zona.
Lo normal era pagar treinta o cuarenta dinares diarios y tener al chófer disponible de ocho de la mañana a ocho de la tarde. El hombre solía aprovechar las largas horas que tu empleabas en conseguir línea de teléfono, para comer, viistar amigotes, engullir té por litros e incluso dormir la siesta.
Al llegar al Rachid, a cuya puerta ya no aparcaban humildes Volkswagen Passat sino Chevrolet y Toyota Supersaloon, las cadenas de televisión adoptaron la costumbre de pagar a su conductor cien dinares diarios, el sueldo mensual de muchos iraquíes.
La prueba evidente de que un taxista estaba en la ‘nomina‘ de los televisivos era que se ponía corbata y se presentaba cada mañana repeinado como un colegial.
Hasta el 17 de febrero de 1991 las cosas siguieron a ese nivel. Ese día, apenas iniciada la madrugada, corrió la voz de que venían los cazabombarderos aliados, la «tribu» se fundió de miedo y todo se disparó.
En el pecho de todo iraquí late un corazón de mercader de bazar, y los taxistas se abalanzaron como buitres sobre la ocasión.
Hasta ese día el viaje a la frontera jordana costaba apenas 250 dólares, pero a alguno de los chóferes se le ocurrió en la mañana posterior al primer bombazo pedir al buen tuntún 1.000 dólares.
Al ver que varios corresponsales aceptaban sumisos, el siguiente dijo 2.000 dólares, el de al lado 2.500, el otro 3.000, su amigo 3.500, y así fueron remontando hasta la astronómica cifra de 11.000 dólares, que fue lo que pagó el equipo de TVE encabezado por Angela Rodicio por una furgoneta en la que metieron también a los asustados cantantes de ‘Soy italiano y musical’.
Fue imposible devolver las cosas a su cauce, entre otras razones porque los pocos que quedamos en Irak -inicialmente sólo Peter Arnett y yo, con Igor Mihalev y los rusos de mirones- no teníamos la posibilidad de salir a buscar coches al exterior.
Cierto es que los conductores locales asumían enormes riesgos, incluyendo la posibilidad de perder la vida, pero su voracidad era espantosa.
Durante los 55 días que permanecimos en Irak bajo el permanente bombardeo aliado, el Hotel Rachid fue escenario constante de una cacería de zoológico, en la que los taxistas llevaban fusiles de gran calibre y los pocos periodistas que vivíamos en el mastodóntico edificio éramos como fieras enjauladas.
Si uno no pone cuidado, el taxista termina evolucionando al estilo del mayordomo encarnado por Dick Bogarde en The Servant, la película de Joseph Losey.
Comienza abriendo la puerta, haciendo reverencias y diciendo «yes, sir», pero si no se toman medidas drásticas a tiempo y se fijan las reglas del juego tajantemente, tras los primeros escarceos se monta encima del patrón y termina llevándote por el ronzal como si fueras un borrico.