La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: El espía Harun al Rachid y la Cruz Roja (XLIX)

Sería difícil encontrar un disfraz mejor que el de corresponsal para camuflar a un agente secreto

REPORTERO DE GUERRA: El espía Harun al Rachid y la Cruz Roja (XLIX)
Militares austríacos ejecutando prisioneros serbios en 1917. GM

Otra de las innovaciones periodísticas introducidas durante la campaña de Abisinia fue la del reportero-espía, entre los que destacó un alemán que se identificaba con el sugestivo nombre de Harun al Rachid, decía trabajar para el Stuttgart Zeitung, paseaba en un coche deportivo y se hacía acompañar por una atractiva rubia a la que presentaba como su mujer y por un criado llamado Fritz.

Cuando desapareció, se supo que era en realidad un coronel de la Wehrmacht, que la rubia era su oficial de código y que Fritz actuaba como operador de la radio secreta con la que transmitían datos de la situación militar de los atribulados etíopes a las tropas italianas invasoras.

Debido a que la labor de un periodista consiste en recoger información y enviarla, sería difícil encontrar un disfraz mejor que el de reportero de guerra para camuflar a un espía.

Los periodistas consideran que el hecho de reseñar sobre lo que ocurre en un campo de batalla debe conllevar ciertos privilegios. Tienden a meterse en todos los sitios, como si estuvieran en su propia casa, lo que despierta a menudo la agresividad y las sospechas de los militares.

El estatus de corresponsal bélico incluye en la actualidad cierto respeto físico por parte de los contendientes, pero las cosas no siempre son o han sido así.

En 1863, para poner término a la confusión entre testigo directo, enviado especial, agente secreto, contendiente enemigo y soldado extraño, el gobierno norteamericano promulgó unas instrucciones explicando a sus tropas que los editores y corresponsales de guerra podían ser hechos prisioneros, pero no debían ser colgados o fusilados como espías.

Este código fue incorporado en 1899 a la Convención de La Haya, con un añadido en el que se especificaba que, para ser tratado como tal, el periodista debía estar en condiciones de mostrar un documento de su medio o de las autoridades militares certificando su profesión.

Si es necesario juzgar la fiabilidad de los informes de Harun al Rachid por la eficacia con que los expedicionarios de Benito Mussolini destrozaban a los desorganizados abisinios, la conclusión es que el espía alemán realizó un trabajo magnífico.

No se puede decir lo mismo de los que creían ser sus colegas periodísticos. Tanto los reporteros destacados en Addis Abeba como sus jefes en las redacciones europeas y americanas fueron presa de una especie de delírium trémens que los llevó a conjeturar hasta el absurdo.

Como había ocurrido en la Primera Guerra Mundial, abundaron las historias sobre atrocidades. Una de las que más se echó en cara a las tropas de Mussolini fue el bombardeo de hospitales y el ametrallamiento de unidades de la Cruz Roja.

En todas las guerras se destruyen clínicas y se dispara contra ambulancias, pero en Etiopía no siempre fue un hecho deliberado.

Abisinia era un territorio escasamente poblado, lo que hacía que los puestos de la Cruz Roja estuvieran cerca o dentro de instalaciones militares. Los aviones y artilleros italianos no tenían excesiva precisión.

A eso es preciso sumar la complicación que suponía el escaso respeto de los abisinios por el símbolo de la Cruz Roja, que durante siglos había servido allí como emblema para identificar los burdeles.

Cuando los súbditos de Haile Selassie se enteraron de que las dos aspas rojas conferían cierta inmunidad, se acostumbraron a refugiarse en las tiendas de la Cruz Roja cada vez que se producía un ataque y muy pronto habían izado banderas con cruces rojas en torno a sus centros de mando.

Naturalmente, los italianos adoptaron la costumbre de disparar contra todo, sin pararse a hacer distinciones entre cruces rojas legitimas y espurias.

Entre los ‘expertos‘ en parapetarse detrás de la Cruz Roja, usar ambulancias para fines bélicos y utilizar hospitales y escuelas como puestos de tiro, destacan en la actualidad Hamas, Hezbolá y todas las milicias palestinas que operan en la Franja de Gaza, Líbano y aledaños.

Una experiencia muy directa del fenómeno y bastante peculiar, la vivimos en Sarajevo con los emblemas de la prensa a lo largo del asedio iniciado en abril de 1992.

Los contendientes -sobre todo los musulmanes bosnios- no tenían el menor reparo en utilizar vehículos blancos, similares a los de la ONU, o dibujar sobre la chapa las palabras «PRESS» o «TV» para cruzar ante los puestos enemigos.

Eso contribuyó a convertir el conflicto yugoslavo en uno de los mas mortíferos de la Historia para los periodistas.

Desde el estallido de las hostilidades hasta las Navidades de 1994, el número de periodistas caídos en los Balcanes rondó el medio centenar. En Vietnam murieron o desaparecieron 68 corresponsales, pero durante un espacio de tiempo tres veces superior.

La mayor parte de los reporteros muertos en la antigua Yugoslavia cayeron porque estaban en el lugar y el momento equivocados.

Francis Tomasic y Brian Brinton, dos freelances norteamericanos, chocaron con su coche contra una mina cuando se aproximaban tranquilamente a Mostar. Fue el 2 de mayo de 1990.

Brian Brinton, de Magnolia News, y Francis Tomasic, de la revista cultural Spin, iban con William Vollman, también del magazine especializado en música y que sobrevivió.

Vollman fue trasladado a la base militar española de Medjugorje, cuyos militares nos explicaron que los tres periodistas, novatos en lo que ha experiencia bélica se refiere, se habían alejado de la carretera para tomar mejores fotos y se metieron en un campo minado.

Tasar Omer, un periodista turco, fue alcanzado por la bala de un francotirador el 27 de junio de 1993 cuando asistía en Sarajevo al funeral de siete niños destrozados el día anterior por una granada de mortero.

Margareth Moth, camarógrafa de la CNN de origen neozelandés, perdió la mandíbula por el impacto de una bala de ametralladora cuando se dirigía en coche hacia el hotel Holiday Inn, también en la capital bosnia. Margareth siguio trabajando más de una década desfigurada y falleció de cáncer de colon en 2010.

Debido a que nuestra actividad se desarrolló casi siempre en el interior de la ciudad sitiada, compartiendo el peligro con la población civil y bajo la permanente amenaza de los artilleros y francotiradores serbios, era inevitable que se creara una corriente de simpatía periodística hacia los vapuleados bosnios musulmanes.

El fenómeno del alineamiento con el débil es muy común y conduce a sesgar la información y a errores de bulto en los pronósticos.

El deseo irrefrenable de que salieran victoriosos los desarrapados guerreros del emperador Haile Selassie llevó en 1935 y 1936 a muchos corresponsales y a sus editores a exagerar hasta el ridículo las bajas italianas.

Se publicó que habían perdido setecientos hombres en Adowa, cuando en realidad habían sufrido seis bajas y causado más de mil muertos.

Los periódicos europeos y americanos aparecían cada día con espectaculares noticias sobre la «heroica toma» de posiciones italianas, despreciando sistemáticamente las crónicas que enviaban los que avanzaban con los militares de Mussolini.

Estos tampoco decían toda la verdad, pero se ajustaban mucho más a lo que estaba ocurriendo sobre el terreno.

Eso explica la sorpresa general y la estupefacción del público occidental cuando los italianos entraron triunfales en Addis Abeba y el emperador Haile Selassie tuvo que salir escopetado hacia el exilio.

Muy pocos periodistas lograron emerger de esa guerra con su prestigio intacto. Entre estos últimos, los mejores fueron Herbert Lionel Matthews, del New York Times, y Luigi Barzini «junior», hijo del mítico Barzini, del Corriere della Sera, quienes se pegaron a la columna del general Oreste Mariotti y tuvieron el privilegio de asistir en primera línea a las principales escaramuzas.

«Nunca había visto muertos en una guerra -escribió Matthews en la crónica en que describe la toma de la fortaleza de Azbi-. Recuerdo haberlos mirado con indiferencia, como si yo, que había superado mi bautismo de fuego el día anterior, estuviera acostumbrado a ver cadáveres; pasé tranquilamente entre ellos en mi caballo, mientras en el fondo de mi cerebro latía cierta extrañeza por no sentir piedad o repulsión ante el terrible espectáculo.»

Matthews, al que algunos colegas acusaron de simpatías pro fascistas, admite en sus memorias que inicialmente no se sentía constreñido por dilemas éticos o morales:

«Lo bueno o lo malo no me interesaba especialmente, al menos no más que Laval, Edén o la Standard Oil Company… Si se parte de la premisa de que los que pelean son una panda de tunantes, no hay nada antinatural en desear que gane tu truhán favorito, y a mi me gustaban más los italianos que los británicos o los abisinios.»

Matthews añade que posteriormente, cuando fue adquiriendo más experiencia y dejó de ser tan prioritario el triunfo profesional, empezó a calar en su corazón la pena por los que sufrían. Herbert Matthews ha sido uno de los grandes de la profesión.

Nació en Nueva York en 1990, se graduó en la Universidad de Columbia y entró como ‘copy-boy’ en The New York Times en 1922, en cuya nómina seguía en 1967.

Tras la Conquista italiana de Etiopía, cubrió la Guerra Civil Española y posteriormente la Revolución cubana.

El mayor ‘scoop‘ de su carrera, publicado el 17 de febrero de 1957, fue una entrevista con Fidel Castro, cuando el entonces barbudo guerrillero andaba a trompicones por los montes y la manigua. La entrevista comenzaba así:

«Fidel Castro, el líder rebelde de la juventud cubana, está vivo y peleando con éxito en la intrincada Sierra Maestra, en el extremo sur de la Isla».

El gobierno cubano de Fulgencio Batista declaró públicamente que la entrevista era falsa y que Fidel Castro se encontraba muerto. El New York Times respondió publicando una foto de Matthews con Fidel Castro en su campamento de Sierra Maestra.

Matthews falleció en Adelaida, Australia, el 30 de julio de 1977 y probablemente ya no pensaba como cuando, con 35 años recién cumplidos, acompañaba a las tropas de Mussolini en Abisinia, pero todo el cinismo que encierran sus confesiones de entonces, refleja bastante bien la forma de pensar de una rama de los reporteros de guerra.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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