A pesar de la naturaleza bárbara de la II Guerra Mundial -más de 70 millones de muertos-, como había ocurrido en conflictos bélicos anteriores, los reporteros se dejaron llevar por la tendencia a embellecer el horror.
La campaña en el norte de África, donde los hombres también perecían quemados vivos y quedaban mutilados para siempre, fue presentada con frecuencia en términos románticos.
El mariscal Erwin Rommel se transformó en el «Zorro del Desierto» en la propia prensa aliada; el general Bernard Montgomery creció hasta convertirse en un héroe caballeresco, y Lili Marlene -cuyo origen es el poema que el soldado alemán Hans Leip enviado al frente en 1915 dedica a su novia, hija de un tendero de ultramarinos de su ciudad natal, y en la que narraba cómo se despedían ambos bajo una farola junto al portalón del destacamento- fue adoptado como canción cuartelera universal.
La censura militar era menos estricta en África que en otros lugares. Cuando Estados Unidos entró en la guerra y asumió un papel esencial en el Frente Oeste, introdujo sus propios métodos de control de la información.
El general Dwight D. Eisenhower, comandante en jefe aliado, aprovechó una reunión con editores para definir la línea futura:
«La opinión pública gana las guerras y siempre he considerado como semioficiales militares a los corresponsales acreditados ante mi cuartel general.»
La oficina de relaciones públicas, los briefings y los reporteros se convirtieron en parte del engranaje de la maquinaria militar, en detrimento de la cobertura «romántica».
John Steinbeck publicó en el New York Herald Tribune un reportaje sobre un soldado norteamericano que había desertado para poder asistir a la final de beisbol de la Serie Mundial, y Ernie Pyle -el mejor sin duda- relató sin tapujos las miserias de la vida cotidiana en el frente, pero no fue la norma general porque los censores impusieron su ley y apenas dejaron fisuras.
Los periodistas, como ocurre siempre, justificaron su docilidad argumentando que era imposible discrepar de la versión oficial porque dependían de los militares para todo y hubieran visto automáticamente cancelados sus permisos.
Es importante destacar que, en ese marasmo, los que mejor librados salieron fueron los hombres de la radio, que siempre son más difíciles de enclaustrar que el resto, pero también ellos se dejaron subyugar por la aparente seguridad que daba estar en el lado bueno y defendiendo a su patria.
No hay una respuesta simple al dilema que se le plantea a un corresponsal cuando tiene que cubrir una guerra y cree hallarse en el bando correcto.
Una alternativa es adaptarse, identificarse con la causa y convertirse en una pieza del esfuerzo bélico.
Otra consiste en alejarse, tomar altura y escribir sobre la atmósfera general, acumulando cifras, datos y opciones estratégicas.
La tercera es entrar a saco en los detalles, ir de la anécdota a la categoría y contar a través de la desdicha, la angustia o la entrega del soldado raso toda la enormidad, el sufrimiento y la futilidad del conflicto.
En el reportaje no es el valor lo que cuenta, aunque cierto coraje es imprescindible.
Tampoco la nitidez de las lentes fotográficas, la elegancia verbal o los conocimientos enciclopédicos, aunque todo ello sea necesario.
La clave de un buen reportero estriba en su sensibilidad y su capacidad de contar.
Nadie puede discutir que muchos corresponsales derrocharon durante la II Guerra Mundial enormes dosis de bravura, pero el secreto de un buen reportero no es tanto su intrepidez como la calidad de sus crónicas, y en ese aspecto muy pocos de los que cubrieron la gran masacre rozaron la excelencia.
De los contados elegidos, el más notable fue Ernie Pyle.
EL MÁS PEQUEÑO Y EL MÁS GRANDE
Entre los reporteros de la época, muchos realizaron un trabajo asombroso, algunos consiguieron fama y unos pocos pasaron a la historia.
Ni siquiera Hemingway o Steinbeck, que descendieron del olimpo literario para zambullirse en los sudores de la crónica cotidiana y metían verbo e imaginación a raudales, atrajeron una audiencia tan ardiente y compacta como la que captó el pequeño redactor de Indiana.
William Howard Russell, el héroe de Crimea, se consideraba a si mismo el primer corresponsal de guerra de la Historia.
Ernie Pyle odiaba la guerra, pereció en ella y hubiera apreciado ser el último corresponsal de guerra de la Historia.
Había nacido en 1900 en una aldea del Medio Oeste norteamericano llamada Dana. Comenzó editando el periódico estudiantil en la universidad de Indiana, dejó las clases antes de licenciarse, se enroló en el Daily News de Washington y hasta 1942 no dejó entrever su destreza.
Ese año se divorció de Geraldine, aquejada de ataques intermitentes de locura y proclive al alcoholismo y, desolado por el fracaso matrimonial, partió a la guerra.
A los cuarenta y dos años era el más viejo de los setenta reporteros destacados en el norte de África. Le sobraba uniforme por los cuatro costados y sus colegas pensaron que era frágil, pero estaba modelado en acero.
En Túnez descubrió a «GI Joe» -el sacrificado soldado de infantería sin el que no se puede ganar una guerra-, y a partir de entonces hizo causa común con él.
La diferencia entre Pyle y sus competidores fue que jamás se preocupó de construir un primer párrafo sobre el que los editores montaran un titular sensacional.
No prestaba atención a los comunicados de los cuarteles generales.
Lo suyo era la historia individual, el drama del hombre bajo los obuses y las cargas a la bayoneta en primera línea.
En palabras de uno de sus rivales y en referencia a la de Pyle al frente de combate, había aparecido una «nueva fuerza» para llevar la guerra a los hogares norteamericanos:
«Una fuerza de apenas 55 kilos, que toma notas con un lápiz en la misma trinchera.»
Para Pyle la guerra no era una aventura, una cruzada o un entretenimiento.
Ni siquiera la oportunidad de convertirse en prima donna y zafarse del aburrido trabajo de edición. Para el reportero pequeño y feo, de mirada triste y matrimonio infeliz, la guerra era una desgracia sin paliativos.
De un extremo a otro de Norteamérica, los diarios comenzaron a publicar su columna -muchos arrancando en portada-, y millones de lectores que nunca habían oído hablar de él se convirtieron en compulsivos seguidores de sus historias de interés humano.
El diminuto Pyle fue uno de los 38 periodistas incluyendo el fotógrafo Robert Capa que, en la primavera de 1944, cruzaron el Canal de la Mancha en la primera oleada del desembarco de Normandía.
El 17 de abril de 1945, en la isla de Iejima, cuando solo restaban cuatro meses de pelea, cometió el descuido de levantar la cabeza para comprobar si sus compañeros de la División 77 seguían intactos y un francotirador japonés le metió una bala por el parietal derecho. Murió instantáneamente.
LA MEJOR FOTO DEL PACÍFICO
Dos meses antes, en Iwo Jima, una isla relativamente cercana donde se combatió con ferocidad inaudita durante 34 días y los norteamericanos sufrieron 24.480 bajas de las cuales 4.197 fueron muertos, 19.189 heridos y 418 desaparecidos, un fotógrafo de AP llamado Joe Rosenthal escuchó mascullar a un sargento que un grupo de marines estaba trepando la montaña para plantar una bandera en la cima.
Desde donde se encontraba Rosenthal, los escaladores eran una pequeña mancha en la ladera, pero no necesitó más para ponerse en camino.
Llegó arriba en el preciso instante en que seis marines clavaban el mástil y pulsó el disparador tres veces, a ciegas y mientras silbaban las balas.
Tardó bastantes días en enterarse de que había tomado la que para los estadounidenses fue la mejor foto de la Segunda Guerra Mundial:
«Marines izando la bandera de las barras y estrellas en el monte Suribachi.»
Esa imagen, captada el 23 de febrero de 1945 y que sólo le reportó económicamente los 4.200 dólares que le pagó AP y los 1.000 que le dio otra publicación, proporcionó a Rosenthal un premio Pulitzer y un lugar imperecedero entre los grandes fotógrafos de la Historia.
Joe Rosenthal, que había nacido en Washington el 9 de octubre de 1911 y consumió su brillante vida profesional entre la AP y el San Francisco Chronicle, falleció el 20 de agosto de 2006.