MOSCÚ SIN BRÚJULA

El ondulante pavimento de Moscú (III)

El ondulante pavimento de Moscú (III)
Moscú: La Plaza Roja, con San Basilio y el Kremlin. Igor Mihalev

En invierno, cuando se hace de noche a las tres de la tarde, las calles de Moscú emanan una melancolía siniestra.

En verano, si luce el sol, lo que brota es un hedor insoportable y si llueve, como ocurría el 19 de agosto de 1991, la ciudad se transforma en un lodazal.

A las pocas horas de poner los pies en Moscú, uno entiende por qué Pedro el Grande optó en 1703 por alejarse de las riberas del Moscova y construir otra capital -una verdadera urbe, civilizada, armoniosa, con canales, puerto, jardines y palacios- en San Petersburgo, después Leningrado y ahora, de nuevo, San Petersburgo.

Moscú es un informe amasijo de edificios bastar-dos, fachadas dispares y calles desquiciadas, donde hasta las más recientes construcciones carecen de algo o adolecen de alguna imperfección.

En el primer capítulo de Miguel Strogoff, el genial Julio Verne se refiere sin nombrarla a la capital rusa como «la ciudad de las piedras blancas».

Miguel Strogoff, del genial Julio Verne.

Es posible que, en 1856, cuando el novelista francés plasmó en letra de imprenta las fantásticas aventuras del corajudo correo del zar, Moscú fuera blanca, pero cuando yo llegue allí hace tres décadas era toda de color gris, estaba hecha un desastre y tenía roña y churretones por todos lados.

A ras de suelo, el pavimento ondulaba. Incluso en la Plaza Roja, que uno imagina plana y es exageradamente convexa, lo que permitió al pequeño Cessna del alemán Mathias Rust aterrizar tranquilamente frente a la catedral de San Basilio en abril de 1988, a escasos metros del Kremlin donde se reunían los caciques del Partido Comunista. El trazado urbanístico era caótico.

Moscú: Viejos comunistas nostálgicos de la URS, se manifiestan en en la Plaza Roja.

La capital poseía dos anillos de circunvalación, el koltso interior y el exterior, pero carecía de centro propiamente dicho, aunque hacían las funciones el Kremlin, la avenida Kalinin y la peatonal Vieja Arbat, donde los profetas alucinados anunciaban el Apocalipsis y los turistas se cargaban de falsos iconos, chillonas acuarelas poscomunistas y «matrioskas», esas muñecas pintadas que se meten unas en otras.

La ciudad tenía entonces nueve millones de habitantes. Al principio no era fácil percibirlo, pero buena parte de los viandantes que saturaban las quebradas aceras no eran moscovitas, sino parte de esos tres millones largos de provincianos que llegaban cada día de Alma Atá, Bakú, Volgogrado, Saratov o cualquier aldea de la estepa para curiosear boquiabiertos en el escaparate de Christian Dior, husmear de lejos en la perfumería Ives Rocher, patear la Plaza Roja, aprovisionarse de alimentos en las tiendas autóctonas, quejarse de que los precios están inasequibles en los suntuosos almacenes Gum o derrochar con lágrimas en los ojos un taco de rublos en McDonald’s o Pizza Hut.

Reunión del Soviet Supremo de la URSS.

El Big Mac, que en 1989 cuando la cadena de hamburguesas abrió delegación en Moscú costaba 3,5 rublos, subió a 48 rublos en las Navidades de 1991.

En agosto, en los días de la intentona golpista, hacían falta 23 rublos para disfrutar de ese lujo supremo que era en la Rusia del comunismo terminal un vulgar Big Mac con Coca-Cola y patatas fritas.

Veintitrés rublos y hacer cola en la calle por lo menos una hora, porque había casi más gente esperando pacientemente frente al famoso local de «comida-basura», que en las barricadas que defendían el Parlamento ruso de los tanques golpistas.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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